Olga, Petar, Marko, Goran, Svetlana... En cuestión de horas, un improvisado “muro de las lamentaciones”, levantado el 17 de octubre de 2017 en pleno centro de Banja Luka, la principal ciudad de la República Srpska, la entidad serbia de una Bosnia-Herzegovina todavía dividida, se cubrió de centenares de nombres, formando un monumento efímero a una comunidad en vías de extinción. La organización ReStart Srpska había hecho un llamamiento a los ciudadanos para que acudieran a escribir los nombres de allegados suyos que se hubieran “marchado al extranjero en busca de una vida mejor”, tal y como explica su impulsor, Stefan Blagic. Este joven de 27 años no para de contar los amigos que han tomado el camino del exilio. “Incluso la gente titulada está dispuesta a aceptar cualquier empleo. Más vale trabajar por 1.000 euros al mes en un supermercado de Occidente que por 400 euros aquí”. Entre los destinos más populares: Alemania y Austria, pero también Eslovenia.
Este éxodo afecta a toda Bosnia-Herzegovina. Paša Barakovic, de 25 años de edad, vive en Tuzla, en la Federación de Bosnia y Herzegovina (bosnio-croata), la otra “entidad” del país. Esta gran ciudad obrera en declive es considerada el bastión de la izquierda antinacionalista. Aquí, bosnios (musulmanes), croatas y serbios han vivido juntos, incluso durante los años más duros del conflicto (1992-1995). Niño de la posguerra, Barakovic creció en un país devastado por una interminable “transición” que se saldó con el saqueo sistemático de los recursos públicos a golpe de privatizaciones, y cuya democracia está monopolizada por las formaciones nacionalistas de cada comunidad: el Partido de la Acción Democrática (SDA, musulmán), la Unión de los Socialdemócratas Independientes (SNSD, serbio) y la Comunidad Democrática Croata (HDZ).
“La gente ha perdido todas
las esperanzas, ya no cree
en el menor cambio posible”
Barakovic ya ha ido varias veces a Francia, a Besançon, a trabajar en negro en la construcción. En su país, a veces trabajaba en gasolineras, por 300 euros al mes. “Hay que costearse la gasolina para acudir al trabajo. Con la comida de mediodía y los cigarrillos, gastas más de lo que ganas”. Finalmente, decidió matricularse en una escuela de medicina privada, algo clave para obtener un contrato de trabajo en Alemania, cuyas residencias de la tercera edad contratan masivamente a gente de los Balcanes. “Pagué por mi formación 2.500 marcos convertibles [alrededor de 1.300 euros] y me apunté a clases de alemán que me costaron 465 marcos, más otros 265 marcos en tasas para matricularme en el examen de nivel B2”. Ahora espera su visado y el prometido permiso de trabajo para una clínica de Düsseldorf. Le han garantizado un salario mensual de 1.900 euros durante los seis primeros meses, y posteriormente de 2.500 euros, lo que le permitirá traer a su mujer y su hija pequeña, de unos meses de edad. ¿Bosnia-Herzegovina? Barakovic volverá mientras sus padres sigan trabajando –su madre es maestra, su padre policía–, pero cuando llegue la hora de su jubilación, confía en poder acogerlos también en Alemania.
Las escuelas privadas de idiomas se multiplican en Tuzla. En la sala de una de ellas, la Deutsch als Fremdsprache (“alemán como lengua extranjera”), una veintena de estudiantes completan ejercicios de gramática. “Hace tres años, la red Glossa de Banja Luka, que cuenta ya con una docena de escuelas en toda Bosnia-Herzegovina, quiso abrir una en Tuzla, y me dije que era mi momento. Tenemos cada vez más alumnos”, se congratula Alisa Kadic, la directora, también profesora de alemán de secundaria. Gracias a un acuerdo entre la GIZ (Agencia alemana para la Cooperación Internacional) y el Gobierno de la Federación de Bosnia y Herzegovina, algunos empleadores occidentales financian cursos intensivos de cuatro meses y medio a sus futuros asalariados. “Todo el mundo sale ganando, empezando por las empresas alemanas, que gastarían mucho más formando a sus empleados in situ”, comenta Kadic. “Inspectores del Goethe Institut y del Österreich Institut de Sarajevo vienen a examinar a los alumnos cada mes”. Los candidatos para emigrar a veces deben aceptar revisar sus pretensiones a la baja en función de las necesidades del mercado: “Los kinesiterapeutas han marchado a trabajar como auxiliares de enfermería, ya que en Alemania no hay demanda de su especialidad”.
Nadie lleva un registro de las salidas al extranjero, ni las autoridades cantonales ni las del Estado. En todos los países de la región, estas son de difícil cuantificación, ya que no dan lugar a una declaración oficial. Admir Hrustanovic, quien dirige la oficina de empleo del cantón de Tuzla y que sacude la cabeza con desolación, lleva sus propias cuentas, las del paro, que indirectamente revelan el alcance del fenómeno. En 2017, 98.600 personas tenían un empleo en el cantón, mientras que 84.500 carecían de él, pero el número de parados cae: eran 91.000 en 2016. “Nuestra oficina oferta empleos en Austria y Eslovenia, ya que tenemos acuerdos con esos países. Pero el año pasado, solo 1.500 personas fueron contratadas por mediación de nuestros servicios. Las demás desaparecieron de las estadísticas, lo que significa que se han marchado al extranjero sin notificárnoslo. Es así como se hace creer que la situación económica mejora”. Este éxodo no parece incomodar en absoluto a los dirigentes políticos del país. Al contrario: hace bajar las cifras de paro y sirve de válvula de escape a las tensiones sociales. Los que se marchan son ciudadanos que podrían expresar su descontento en elecciones en las que, desde el extranjero, se exponen a no participar.
Los candidatos al exilio son generalmente jóvenes, titulados o que poseen cualificación técnica que habrían podido ser útiles al país. “Hay tres grupos”, explica el demógrafo Aleksandar Cavic, quien también es vicepresidente del Partido Progresista (conservador): “Los que no tienen trabajo, los que tienen uno, pero muy mal pagado, y los que tienen un buen empleo, adecuadamente remunerado, pero que temen la inseguridad política y que consideran imposible educar adecuadamente a sus hijos en un país como Bosnia-Herzegovina”. Analista político en la Fundación Friedrich Ebert en Banja Luka, Tanja Topic pone el acento en el deterioro del sistema educativo del país, en la generalización de las universidades privadas que venden sus titulaciones, o en la imperiosa necesidad de “enchufe” y de recomendaciones políticas para obtener cualquier empleo. La conclusión es la misma en las dos entidades del país: “Antes –dice con rechinar de dientes Jasmin Imamovic, el alcalde de Tuzla, figura emblemática de la izquierda bosnia–, teníamos un sistema de partido único, pero a la hora de conceder un empleo se valoraban los títulos y las competencias. Hoy en día, tenemos tres partidos étnicos que tienden a comportarse como partidos únicos en el seno de sus respectivas comunidades, y hay que pasar por ellos para conseguir un trabajo”.
“La gente se va porque ha perdido toda esperanza. Ya no creen que el menor cambio sea posible”, asegura Jasna Jašarevic, de la Fundación Ciudadana de Tuzla. En febrero de 2014, la ciudad fue el epicentro del “movimiento de los ‘plenums’” (1), una poderosa revuelta social contra la corrupción de la clase política y el desastre de las privatizaciones. La movilización empezó en fábricas sacadas a subasta, cuyos trabajadores ya no recibían su sueldo desde hacía meses, y se extendió luego al conjunto de la sociedad. Pero, aunque el movimiento pronto consiguió la dimisión de las autoridades cantonales, no tardó en descomponerse en luchas intestinas. “2014 fue un año de inflexión”, analiza Jašarevic. “El fracaso de los ‘plenums’ marcó el fin de nuestras esperanzas. Después, en mayo, la región fue devastada por inundaciones mortíferas, sin que las autoridades reaccionaran. La gente sabe que semejantes catástrofes se repetirán y que nuestras instituciones seguirán siendo ineficaces. ¿Cómo concebir un futuro en un país así?”
“¡Queremos quedarnos aquí, no queremos emigrar!”, entonaban los partidarios de los “plenums”, al igual que los manifestantes que bajaron a las calles de Serbia en abril de 2017 para protestar contra la polémica elección de Aleksandar Vucic a la presidencia de la República. La movilización, que duró varias semanas, rápidamente se hizo extensiva al conjunto de problemas de la transición liberal que conoce Serbia. Reivindicaciones similares se hacían oír durante la “revolución de los colores” de 2016 en Macedonia. Tras el fracaso de las movilizaciones en todos los países, los jóvenes impulsores de estos movimientos fueron en muchos casos los primeros en irse. De ese modo, la emigración contribuye también a debilitar las esperanzas de cambio.
En los Balcanes, la emigración es una tradición antigua. En la época de la Yugoslavia socialista, muchos hombres ya iban a trabajar a Alemania o Austria como Gastarbeiter –literalmente “trabajadores invitados”–. Transformado en gastarbajter en serbocroata, este término adquirió el significado de “emigrado” en toda la antigua Yugoslavia. Posteriormente, las guerras de los años 1990 provocaron importantes éxodos. Todavía hoy, familias enteras abandonan Bosnia-Herzegovina, e incluso la vecina Croacia, miembro sin embargo de la Unión Europea desde 2013. En este último país, solo la capital, Zagreb, las ciudades costeras y las zonas más turísticas salen bien paradas. Basta con alejarse algunos kilómetros del litoral para entrar en regiones en proceso de despoblación, al igual que el centro y el este del país.
En el instituto de Nova Gradiška, una pequeña ciudad de la región croata de Eslavonia junto a la autovía que se extiende hacia Serbia, los números hablan por sí solos: al inicio del año escolar de 2017-2018, el establecimiento contaba con 343 alumnos, frente a 465 en 2012, es decir, un 26% menos. “En el municipio, tenemos un cine, un teatro, un hospital, dos parvularios, pero no hay trabajo”, suspira Ljiljana Ptacnik, la directora del instituto. Algunas empresas se han instalado en el nuevo parque industrial de la ciudad, pero los salarios siguen siendo bajos. “Cuando nos integramos en la Unión Europea, pensamos que la situación mejoraría, pero a los jóvenes ya no les queda paciencia para esperar un hipotético futuro mejor”. Hasta los profesores del instituto se marchan: en el último año escolar, la profesora de artes plásticas se fue a vivir con su pareja a Austria; “y estamos teniendo verdaderos problemas para sustituirla”, precisa la directora. Según los censos, Nova Gradiška tenía 17.071 habitantes en 1991 y 14.229 en 2011; la emigración habría sido todavía mayor estos cinco últimos años, restando más y más energías a la ciudad y llevándose a los jóvenes que habrían podido garantizar el relevo generacional. “Con la entrada en la Unión Europea, mucha gente temía que los occidentales llegaran en masa a comprar todas las tierras. Pero son los croatas los que se van en masa”, se lamenta Ptacnik.
“Una cuarta parte de la población
croata podría desaparecer
en una década”
Sin embargo, los inversores están al tanto de la tradición industrial y de la existencia de una mano de obra cualificada en Eslavonia. Pequeñas empresas austríacas, húngaras o italianas se instalan en la región, donde también se asiste a una eclosión del teletrabajo, sobre todo para redes internacionales de centros de llamadas, ávidas de trabajadores que dominen idiomas extranjeros. Igual sucede al otro lado de la frontera, en la Posavina bosnia. Derventa, en la Republika Srpska, ostenta desde hace varios años una tasa récord de creación de empresas: se trata de pequeñas unidades de mano de obra deslocalizadas por empresas austríacas, húngaras o italianas, principalmente en los sectores del textil y la subcontratación automovilística. La región es de fácil acceso por la autovía que lleva a Zagreb; el derecho laboral es aquí un concepto puramente teórico. Los salarios apenas sobrepasan el equivalente a 200 euros mensuales y la flexibilidad absoluta es la norma. Todos los gobiernos de la región están dispuestos a dar cuantas más facilidades mejor a los inversores extranjeros, a riesgo de practicar un verdadero dumping fiscal y social. Estas deslocalizaciones no vienen acompañadas de ningún traspaso de tecnología y a menudo solo son de corta duración. En cuanto a los trabajadores que rechazan las nuevas formas de precariado, no tienen otra alternativa que el exilio.
La necesidad de mano de obra de Alemania parece inagotable. Tanto las empresas como los Länder, incluso los municipios, organizan directamente campañas de contratación en los Balcanes. Los medios de comunicación de Bosnia-Herzegovina, Croacia o Serbia anuncian regularmente entrevistas exprés que permiten obtener una promesa de contratación y un permiso de trabajo. Así, a principios del pasado marzo, el grupo Sozialwerk Heuser, de Bad Aibling (Baviera), que administra residencias de la tercera edad, hacía saber que contrataría en Serbia a enfermeras y técnicos sanitarios. La empresa paga los gastos de mudanza y garantiza salarios comprendidos entre los 1.900 y los 2.500 euros mensuales. Por su parte, el 23 de abril de 2018, la empresa Küchen Aktuell, con presencia en toda Alemania, contrató a treinta montadores de muebles de cocina en Tuzla.
A menudo, agencias locales hacen de intermediarias. Con sede en Rijeka, en Croacia, la compañía RIAdria Works busca albañiles para Dinamarca. En esta misma ciudad industrial –siniestrada y muy poco turística– al norte de la costa Adriática, otra agencia, Rijecki Uslužni Servis, contrata en Serbia a mujeres de la limpieza para los hoteles de la región. Las migraciones se multiplican, especialmente en las profesiones médicas, la construcción, la hostelería y los servicios: bosnios, macedonios o serbios se van a trabajar a Croacia o Eslovenia, mientras que croatas y eslovenos se marchan a Alemania. “Los alemanes no tienen más que irse a trabajar a Suiza”, declara con humor Blagic, en Banja Luka.
La pérdida de trabajadores cualificados adquiere tales proporciones que pone en peligro a las empresas locales. Recientemente, la cámara de comercio de la Federación de Bosnia y Herzegovina dio la voz de alarma sobre la falta de dirigentes formados del país. Su presidente, Mirsad Jašarspahic, echa las culpas al sistema educativo, que a su entender no forma profesionales adaptados a las necesidades del mercado. Esta conclusión no parece ser compartida en absoluto en Alemania. En marzo de 2018, alumnos de la escuela secundaria técnica de construcción naval de Rijeka, que realizaban unas prácticas en Fráncfort del Meno, recibieron ofertas de empleo de electricista, técnico de calefacción o carpintero de barcos. Es cierto que los astilleros del 3-Maj, que antaño fueran el orgullo de Rijeka, esperan todavía un comprador –la privatización total de este sector industrial fue una de las condiciones de la integración europea de Croacia–.
Ningún Estado de la región se libra del fenómeno. La emigración adquiere a veces la velocidad de una verdadera huida. Durante el invierno de 2014-2015, en cuestión de semanas, más de 100.000 personas, es decir, cerca del 7% de la población del país, abandonaron Kosovo. La firma de un acuerdo entre Belgrado y Pristina acababa de permitir a los ciudadanos kosovares entrar en Serbia con un simple carné de identidad. Enseguida, numerosos autobuses partieron hacia Voivodina, y decenas de miles de personas franquearon ilegalmente la frontera húngara para continuar su ruta hacia Alemania –Kosovo es el único país de los Balcanes todavía sometido a la obligatoriedad de visado dentro del espacio Schengen–. A falta de permiso de trabajo o de estudios, la mayoría de los kosovares pidieron asilo político en Europa Occidental, pero fueron expulsados en los meses que siguieron –sobre todo los más pobres, los que habían vendido sus últimas posesiones para financiar su viaje–. No obstante, el 7 de septiembre de 2017, miles de ellos se dirigían de nuevo hacia Serbia, hasta tal punto que las autoridades kosovares hubieron de cerrar durante varias horas la estación de autobuses de Pristina. Tres días antes, los partidos procedentes de la guerrilla del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK) habían formado una coalición gubernamental, enterrando las esperanzas de cambio generadas por el avance electoral del movimiento de izquierdas Vetëvendosje (“Autodeterminación”) (2) en las legislativas del 11 de junio.
Oleadas de emigración similares afectaron al norte de Montenegro en la primavera de 2015. Los habitantes de estas regiones desfavorecidas creyeron poder encontrar la salvación en Baja-Sajonia, una región del noroeste de Alemania también afectada por un importante descenso demográfico. Políticos alemanes habían solicitado a las autoridades federales que les enviaran el mayor número posible de solicitantes de acogida. “Necesitamos gente nueva para que nuestra comunidad sobreviva”, explicaba el alcalde de Goslar, cuyas declaraciones llegaron hasta Montenegro (3).
En el oeste de Bulgaria o el sureste de Serbia, regiones enteras también están despoblándose, como consecuencia de una baja natalidad y una elevada emigración. Según la Agencia Nacional de Estadística, 160.000 personas abandonaron Serbia entre 2002 y 2011. En este país, que cuenta en la actualidad con 7 millones de habitantes (sin Kosovo), la media de edad ha pasado ya de los 37,4 años de 1991 a los 42,7 de 2015.
En su pequeño despacho de la facultad de Geografía de Zagreb, el demógrafo Stjepan Šterc se retuerce las manos mientras consulta sus estadísticas. “El descenso de la población croata es el único y exclusivo problema al que nuestros dirigentes políticos deberían prestar atención, ya que condiciona todas las políticas públicas”, subraya, antes de recitar una larga letanía de cifras. Según sus estimaciones, Croacia ha registrado 18.000 muertes más que nacimientos en 2017, mientras que la tasa de fecundidad permanece estancada en 1,4 niños por mujer. Con una población estimada en 4,1 millones de habitantes (4), el país habría perdido 627.000 personas desde su independencia en 1991, es decir, el 13% de la población de la época. La emigración afecta a su vez a la natalidad, puesto que los primeros grupos de edad en irse son los más tendentes a procrear.
El país también padece todavía las consecuencias de la guerra, especialmente el éxodo forzoso de aproximadamente 200.000 serbios en el verano de 1995. “Si esta tendencia continúa, una cuarta parte de la población croata podría desaparecer en una década”, añade Šterc, que, próximo a los círculos conservadores, defiende una política de natalidad activa. “Es primordial que se tomen medidas para proteger a las mujeres que trabajan y quieren tener hijos. Hay que prohibir los despidos por embarazo, organizar la flexibilidad de horarios, conceder ayudas a las familias numerosas, bajar los impuestos en las regiones que se despueblan. Sin ninguna duda, Alemania va a continuar absorbiendo las fuerzas vitales del este de Europa; por lo tanto, hay que renovarlas”.
Los Gobiernos se limitan
a endurecer la legislación
sobre el aborto
Como solución al problema demográfico y a la catástrofe social que se avecina, los gobiernos de los Balcanes se contentan con satisfacer las demandas de las corrientes conservadoras haciendo más difícil abortar. El 16 de marzo pasado, el presidente serbio, Vucic, no vaciló en implorar a “las madres y mujeres que comprend[ier]an las necesidades de Serbia” (5), a la vez que pedía a los médicos que mostraran la ecografía del feto a las que desearan interrumpir su embarazo y que les hicieran escuchar los latidos de su corazón. Por su parte, el ministro de Defensa, Aleksandar Vulin, se comprometió a “poner el Ejército al servicio de la lucha contra el despoblamiento de Serbia” (6), mientras que el ministro de Cultura creaba un concurso de eslóganes destinados a estimular la natalidad…
En la vecina Croacia, bajo la presión de movimientos conservadores muy organizados, una nueva ley sobre el aborto pronto podría sustituir a la de 1978, obligando a las mujeres que soliciten una interrupción del embarazo a asistir a “sesiones de asesoramiento” y estableciendo un periodo de espera antes de la intervención. Esta movilización natalista, con gran repercusión en los medios de comunicación, permite eludir toda reflexión sobre las causas reales del éxodo de la población de los Balcanes: la bancarrota generalizada de la clase política, sumida en la corrupción, y las recetas neoliberales aplicadas a las exhaustas economías de todos los países de la región.
Es poco probable que estos aspavientos logren detener la caída demográfica; tampoco las deslocalizaciones industriales son un freno a la emigración. “Viví cinco años en Alemania, y sé que aquello no es el paraíso”, cuenta Kadic en su escuela de idiomas de Tuzla. “Pero es imposible parar el movimiento. Todo el mundo quiere irse. Cuando sea la última en salir, apagaré la luz al abandonar los Balcanes”.