“¿Cómo puede ser que después de mil años sigamos aquí? Quizás porque siempre hemos sabido que nuestra existencia tenía un sentido, que aquí había una cultura, un espíritu y un alma que elevaron nuestros corazones durante siglos. Hemos conservado nuestro ideal de unidad y de unificación, así como nuestro orgullo nacional”. En este 15 de marzo de 2018, día de la fiesta nacional húngara, Viktor Orbán fustiga las “fuerzas mundialistas” ante decenas de miles de sus partidarios. El primer ministro húngaro profetiza la desaparición de Europa Occidental y llama a la juventud emigrada a defender la patria cuya supervivencia se ve amenazada por los flujos migratorios: “Tenemos derecho a existir. (…) Si el dique cede, llegará la inundación y ya no se podrá frenar la invasión cultural”.
Cada año, las celebraciones con motivo de la revolución de 1848 representan un momento paroxístico en la vida política del país. Tres semanas antes de las elecciones legislativas del 8 de abril, el tono empleado por el jefe de Gobierno impactaba por su radicalidad. Sin embargo, se inscribía en una antigua obsesión: el miedo a desaparecer como nación. Desde el Tratado de Trianon, en 1920, y la desarticulación del reino de Hungría (1), la derecha ha desarrollado una poderosa retórica en torno a una “identidad magiar” (magyarság) vulnerable en toda la cuenca de los Cárpatos debido a una agitada historia y a un fuerte sentimiento de aislamiento lingüístico y cultural (2). Durante mucho tiempo, esta retórica ha ido dando forma a un nacionalismo demográfico basado en tres puntos: la “reunión de la nación” más allá de las fronteras impuestas a Hungría tras la Primera Guerra Mundial; la valorización de la familia tradicional mediante políticas para favorecer la natalidad con el objetivo de frenar una caída de la fecundidad que viene de lejos; y finalmente, una postura paranoica con respecto a los “otros” grupos, ya sean minorías internas (romaníes, judíos) o, más recientemente, migrantes extraeuropeos.
El aumento del irredentismo marcó el periodo de entreguerras y llevó al regente Miklós Horthy a los brazos de la Alemania nazi. La amnesia impuesta a continuación por el poder comunista se disipó tras su caída, y la cuestión magiar volvió a surgir. El 2 de junio de 1990, el nuevo jefe de Gobierno, el conservador József Antall, declaraba “sentirse afectiva y espiritualmente primer ministro de quince millones de húngaros”… a pesar de que el país solo contaba con diez millones de habitantes. Esta clara señal dirigida a los cinco millones de hungarohablantes que vivían fuera de las fronteras se verá ampliada por el Fidesz, la formación liberal-conservadora que llegó al poder en 1998. Su líder, Orbán, se erigió en protector de los húngaros de Serbia durante el conflicto kosovar de 1999. A continuación, expulsado a la oposición, apoyó en 2004 la iniciativa de conceder la ciudadanía a los habitantes de lengua húngara de Rumanía, Eslovaquia, Serbia, Ucrania, Austria, Croacia y Eslovenia. Sin embargo, el referéndum impuesto por la Federación Mundial de Húngaros de entonces, con una mayoría socioliberal, fue invalidado por falta de participación.
Tras ocho años de socioliberalismo, el regreso al poder de Orbán en mayo de 2010 marcó un importante cambio. Desde su entrada en funciones, hizo votar –por parte de un Parlamento cuyas dos terceras partes eran afines a él– un procedimiento simplificado para la nacionalización de los hungarohablantes del extranjero. El éxito fue inmediato en Rumanía, en Serbia (dos países que también llevan a cabo una política de expedición de pasaportes a sus propias minorías extraterritoriales) y en Ucrania. En siete años, Hungría ha concedido la nacionalidad a más de un millón de personas. Para el Fidesz ha sido un éxito por partida doble: ha permitido aumentar el número de ciudadanos húngaros a la vez que se ha asegurado un sólido granero de votos (3). Durante las elecciones legislativas del 8 de abril, 378.000 húngaros del extranjero se habían inscrito y podían votar en la lista nacional, disponiendo solamente los residentes de la segunda papeleta de votación prevista por el sistema electoral para la votación por circunscripción. En definitiva, 225.000 personas participaron en el escrutinio y un 96% de ellas votó al Fidesz.
Pese a todo, esta política de nacionalización no ha tenido ningún impacto en el declive demográfico –una fuerte tendencia–. Tras haber alcanzado un pico de 10,8 millones de habitantes en 1980, Hungría no ha dejado de perder ciudadanos y contaba con menos de 9,8 millones en 2017. Según la proyección media de Naciones Unidas, serán menos de 8 millones antes de 2060 (4). En septiembre de 2010, cuatro meses después de la llegada al poder del Fidesz, la Asociación Nacional de Familias Numerosas escenificó cómo el país pasaba por debajo de la barrera simbólica de los diez millones de habitantes, con una cuenta atrás gigante instalada en una gran arteria del centro de Budapest.
Durante las elecciones de 2010, la profesión de fe del Fidesz concedía un lugar destacado a la familia: “La salud intelectual y mental de Hungría y de Europa dependerá de nuestra capacidad para restaurar y preservar la salud de las familias, tanto en nuestra patria como en una Europa común. (…) Debemos superar ese estrecho enfoque que consiste en reducir la cuestión de las familias y de la maternidad exclusivamente a la esfera personal”, afirmaba así su Programa de Cooperación Nacional (5). Se plantearon diversas medidas –sin que se llegaran a implementar– para estimular la natalidad: conceder descuentos para los préstamos estudiantiles con el objetivo de recompensar a los titulados que hayan procreado durante sus estudios, atribuir puntos para la jubilación en función del número de hijos e incluso otorgar una ampliación del derecho de voto a las familias numerosas. Finalmente, el Gobierno ha optado por una política de prestaciones familiares más clásica y ampliamente inspirada en el sistema francés, por reducciones fiscales y por una serie de medidas para mejorar la conciliación entre la vida familiar y profesional. Su medida clave: la atribución de un capital de 10 millones de florines (algo más de 30.000 euros) para la compra de una nueva vivienda a las familias con tres hijos y a las parejas que se comprometan a tenerlos en los diez años siguientes.
El indicador coyuntural de fecundidad cayó por debajo de los dos hijos por mujer a principios de los años 1980. En los momentos más intensos de las crisis económicas y sociales de los años 1990 –cuando se destruyeron 1,5 millones de empleos– y de la década de 2000, incluso disminuyó hasta situarse por debajo de 1,3 hijos, antes de remontar un poco hasta alcanzar los 1,5 hijos por mujer durante los dos últimos años. “En parte es gracias al mensaje transmitido por Orbán: ‘Tened hijos’. Sabemos que estos mensajes repercuten –analiza Attila Melegh, demógrafo de la Universidad Corvinus de Budapest–. Pero se debe sobre todo al estado del mercado laboral, que se encuentra actualmente en una situación mucho más favorable: hoy en día contamos con cerca de 4,5 millones de empleos, frente a solo 3,8 millones en 2010”. Sin embargo, no basta para frenar el descenso: el número de nacimientos sigue siendo inferior al de defunciones, sobre todo porque las mujeres en edad de procrear son poco numerosas.
La cuestión migratoria irrumpió por primera vez en el debate público a principios de los años 2000, cuando se trataba de estrechar los vínculos entre la “madre patria” y los húngaros “de más allá de las fronteras”. Para oponerse al referéndum de 2004 sobre la concesión de la ciudadanía a los hungarohablantes, los socioliberales en el poder esgrimieron la amenaza de una invasión de trabajadores extranjeros. Pero fue el paso por Hungría de medio millón de migrantes en su ruta hacia Alemania durante el año 2015 lo que provocó un seísmo. Con unos niveles de popularidad por los suelos desde principios de ese mismo año, Orbán decidió explotar la situación presentando a esos refugiados como un nuevo peligro para la nación. Acreditar la idea de una Hungría que lucha sola por su supervivencia no fue una tarea insuperable, puesto que en el país existe cierto caldo de cultivo para este tipo de discurso, con un relato nacional que dedica sus principales capítulos a las sucesivas ocupaciones: tártara, otomana y soviética (6).
“El mundo tal y como existe desde hace miles de años, basado en los valores tradicionales, está desmoronándose. (…) Tarde o temprano, conducirá a una invasión. (…) Este declive está vinculado a la ‘teoría de género’ y al ataque de nuestro ‘espacio de vida’ por otras civilizaciones”, declaró el presidente del Parlamento, László Kövér, confirmando el giro nacionalista de la derecha húngara (7). Orbán, convertido en modelo para un amplio sector de la extrema derecha europea –que lo felicitó con entusiasmo por su victoria en las últimas elecciones legislativas–, ha hecho suya la retórica de la “gran sustitución”, siguiendo los pasos de Los Identitarios franceses (8) y de Renaud Camus (9).
Así pues, este discurso va tomando forma mientras Hungría se ve golpeada de lleno, desde el giro de los años 2010, por un fenómeno de otra naturaleza: una emigración masiva hacia el Oeste. El pasado 1 de enero, Eurostat contabilizaba 460.000 ciudadanos húngaros instalados en otro país de la Unión Europea –aún así, esta cifra está subestimada en gran medida, puesto que solo tiene en cuenta a las personas registradas en sus países de acogida–. Se trata de un problema de gran envergadura para la derecha en el poder debido al déficit de mano de obra que implica y, a la vez, al alcance simbólico de esta “fuga de cerebros”. Ironía del destino, el partido radical Jobbik, superado por su flanco derecho por el Fidesz, le replica actualmente que la cuestión no radica en saber si Hungría se convertirá o no en un país de inmigración, sino, ciertamente, en si seguirá siendo un país de emigración… Tres días después de su victoria en las elecciones legislativas de abril, Orbán presentó la lucha contra el descenso demográfico como el gran trabajo de su nuevo mandato de cuatro años.