Nikol Pashinián, con una camiseta de camuflaje, gorra de visera ancha y mochila de campista, es un manifestante aguerrido. Con barba grisácea y voz rota, este diputado de segundo orden y representante de una oposición apática ha demostrado ser un orador talentoso, capaz de devolver el gusto por la política a una juventud armenia que ya no soñaba más que con el exilio. Cuando partió de Gyumri, el 31 de marzo de 2018, solo reunió a una decena de partidarios en esta ciudad del Norte, damnificada desde el terremoto de 1988 y la desindustrialización. Pero su eslogan, “Mergir Serzh” (“Rechaza a Serzh”) dio en el clavo: presidente de la República desde hacía diez años, Serzh Sargsián intentaba aferrarse al poder mediante un ardid constitucional que hizo de él un primer ministro con prerrogativas reforzadas. Después de unas semanas y 250 kilómetros, cuando los manifestantes llegaron a las puertas de la capital, Ereván, eran varias decenas de miles de personas las que le decían: “¡Lárgate!”.
En un país con algo menos de tres millones de habitantes, se calcula que en torno a una de cada cinco personas ha participado en este arroyo convertido en riachuelo y, más tarde, en río. El 23 de abril, se movilizaron al menos 150.000 personas solo en la capital para obtener la liberación de Pashinián, brevemente detenido por la Policía. “Nikol Pashinián tenía razón y yo me he equivocado”, acabó afirmando Sargsián, dándose por vencido y dimitiendo aquella misma noche, solamente seis días después de su investidura. El día anterior, un improbable encuentro había reunido a ambos hombres ante las cámaras y había revelado la magnitud del choque generacional.
Esta movilización y este giro de la historia recuerdan a las grandes manifestaciones ecologistas y nacionalistas de 1987 y 1988 en Ereván, las cuales anticiparon el colapso de la Unión Soviética. Tal y como precisa el etnólogo Levon Abrahamian, treinta años después encontramos la misma dimensión festiva, artística, y esa chispa encendida por un puñado de intelectuales y de activistas poco conocidos. Pashinián solo tenía 13 años en aquella época. Con él, los hijos de la “generación de 1988” salen a las calles pidiendo cuentas a sus padres, que lucharon por la independencia y durante la guerra del Alto Karabaj (1988-1994), para arrancarle a Azerbaiyán esta antigua república autónoma mayoritariamente poblada por armenios.
A pesar de que alimentó arrebatos de orgullo tanto en Armenia como entre la diáspora, esta guerra –victoriosa sobre el terreno pero sin solución diplomática– arruinó al país, a la vez que lo colocaba en una situación geopolítica precaria. Sufrió un doble bloqueo, turco y azerí, y pasó a depender de sus aliados: Rusia para su seguridad e Irán para su abastecimiento, sobre todo de gas. Los principales actores de la guerra tomaron las riendas, no solo de la pequeña república autoproclamada, sino también de Ereván. Así, Robert Kotcharian, presidente de la “República del Alto Karabaj” de 1994 a 1997, se convirtió en primer ministro en 1997 y, más tarde, en presidente de la República de Armenia de 1998 a 2008. Antes de sucederle, Sargsián fue su jefe de Estado Mayor y, a continuación, su ministro de Defensa. Ambos nacieron en Stepanakert, la capital del Alto Karabaj, y comenzaron su carrera política en el seno del Partido Comunista en tiempos de la URSS.
Tras haber alejado del poder a las figuras de la independencia, entre ellas el primer presidente Levon Ter Petrossian, los hombres del Karabaj, los “Karabaghis”, pusieron en marcha un sistema político bloqueado que duró veinte años y se basó en tres pilares: el dominio de las elecciones, el control de los negocios y unas buenas relaciones con Rusia.
En materia electoral, Armenia ilustra de maravilla el concepto de “recursos administrativos”, descrito así por la Comisión de Venecia en el seno del Consejo de Europa: “Los recursos administrativos son recursos humanos, financieros, materiales, en especie y otros recursos inmateriales de los cuales disponen los candidatos salientes y los funcionarios durante las elecciones gracias al control que ejercen sobre el personal, las finanzas y los nombramientos en el sector público, al acceso del que disfrutan a las infraestructuras públicas, así como al prestigio o a la visibilidad pública que les confiere su estatus de representante electo o de funcionario” (1). Aunque las protestas regulares durante las proclamaciones de los resultados fueron infructuosas antes de la primavera de 2018, han marcado el ritmo de la vida civil desde hace dos décadas, permitiendo a Pashinián aparecer como un caballero blanco.
En 1998 era redactor jefe del periódico Oraghir (“Diario”). A continuación pasó a serlo de Haikakan Jamanak (“El tiempo armenio”), cercano a la oposición a Kotcharian. Consciente de los límites de su actuación como periodista, entró en política y fundó en 2006 Aylentrank (“Alternativa”), un movimiento de la sociedad civil. Lo utilizó como trampolín para presentarse a las elecciones legislativas de mayo de 2007 en una lista cercana al antiguo Movimiento Nacional Armenio (MNA, en el poder entre 1991 y 1998). Cuando Ter Petrossian cuestionó la victoria de Sargsián en las elecciones presidenciales de 2008, Pashinián encabezaba las manifestaciones en Ereván. Tras la instauración del estado de excepción, pasó a la clandestinidad. Buscado durante más de un año, finalmente se entregó a la justicia y fue encarcelado hasta 2011.
Columna vertebral del sistema, el Partido Republicano de Armenia (HHK), afiliado al Partido Popular Europeo, se atribuye una ideología ultranacionalista y conservadora, la cual ahonda sus raíces en los escritos del combatiente nacionalista Garegin Njdeh (1886-1955), apóstol de la “religión de la raza” (tserakron). El HHK fue tomando el control de las principales palancas del poder progresivamente. Ningún director de escuela ni ningún alcalde de pueblo escapa al clientelismo de 140.000 miembros. El pragmatismo a todos los niveles de este partido que domina el Parlamento se adapta perfectamente a las relaciones de interdependencia establecidas entre pequeños o altos funcionarios y empresarios poderosos.
En materia económica, los mandatos de Kotcharian y Sargsián estuvieron marcados por la aceleración de las privatizaciones iniciadas durante la presidencia de Ter Petrossian. Las concesiones a los intereses privados rusos o armenios hicieron de política de inversión y llevaron a liquidar las riquezas, en particular mineras, sacrificando así el medio ambiente. Unos cuarenta oligarcas, entre ellos varios diputados, controlan la parte esencial de las actividades industriales, comerciales y bancarias. Algo poco envidiable, Armenia ocupaba en 2017 el puesto 107 del índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional; por su parte, la organización Freedom House, que estudia las naciones en transición, clasificaba dicho país en la categoría de “regímenes autoritarios semiconsolidados” (2). Este acaparamiento de los recursos conlleva el aumento de las desigualdades. A pesar del crecimiento recuperado durante la última década, cerca de una tercera parte de la población vive aún por debajo del umbral de la pobreza y el índice de desempleo alcanzaba el 18% en 2016 (3).
Como consecuencia, el éxodo ha desangrado por completo el país, a la vez que ha servido de válvula de escape para el descontento político. Cerca de una tercera parte de la población se habría marchado del país. Armenia cuenta en la actualidad, en el mejor de los casos, con 650.000 habitantes menos que al final de la época soviética (4). Las remesas, enviadas por los emigrantes instalados en Rusia o en Occidente, representaban cerca de un 20% del producto interior bruto (PIB) en 2013 y seguían constituyendo un 13% en 2016 (5). Resultan poco beneficiosas para las inversiones, pero lo son en gran medida para el consumo de productos de importación, cuya distribución está controlada por los oligarcas. Este declive demográfico también hace que aumente la amenaza sobre la seguridad del país, mientras que Azerbaiyán registra una cifra anual de nacimientos 3,5 veces más elevada y está dotado de un presupuesto militar aproximadamente tres veces superior (6).
Finalmente, el conflicto del Alto Karabaj situó a Armenia en una posición de estrecha dependencia con respecto a Rusia. Ambos países, aliados estratégicos en el marco de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), poseen un sistema de defensa aéreo común. En virtud de un tratado firmado en 1992, algunos soldados rusos protegen también la frontera armenio-turca; además, disponen en Gyumri de una base con 3.000 efectivos cuya utilización se ha prorrogado hasta 2044. El Kremlin controla el estancamiento del proceso diplomático, que confirma, en efecto, el statu quo: ni guerra ni paz. Actor principal del Grupo de Minsk, fundado en 1992 (con Estados Unidos y Francia), Moscú conserva una herramienta de presión al armar a Ereván o a Bakú en función de sus intenciones o intereses de cada momento. El reciente acercamiento entre Moscú y Ankara hizo temer, en el lado armenio, nuevas presiones para la restitución de los territorios azeríes ocupados. Una gran parte de la opinión pública armenia, tradicionalmente rusófila, percibió como una traición la venta de armas a Azerbaiyán tras la ofensiva en el frente que costó la vida a 94 soldados armenios en abril de 2016, según la delegación del Alto Karabaj en Francia. Sin embargo, en octubre de 2017, el Gobierno armenio anunciaba que Moscú iba a concederle un nuevo préstamo del orden de 100 millones de dólares para financiar la compra de armas rusas a un precio especial…
A la dependencia estratégica se añade una dependencia económica, pues sectores clave de la economía armenia han pasado a estar en manos de intereses rusos: energía nuclear, gas, electricidad, etc. La contribución rusa en las inversiones extranjeras directas realizadas en el país asciende a un 39,5% y varios oligarcas armenios están vinculados a sus homólogos rusos. Cuando era diputado de la oposición, Pashinián no se privó de criticar la adhesión a la Unión Económica Euroasiática, en 2013, bajo la dirección de Moscú, en un momento en el que su país se disponía, como Ucrania, a unirse a la asociación oriental de la Unión Europea.
Cuando las manifestaciones de abril fueron ganando magnitud, el Kremlin optó por la prudencia. Una clara señal: los dirigentes rusos otorgaron más crédito a los informes de sus diplomáticos que a las advertencias de los emisarios del poder armenio enviados a Moscú para presentar los acontecimientos que estaban teniendo lugar como una repetición de las “revoluciones de colores”, esos movimientos callejeros que condujeron en los años 2000 al establecimiento de regímenes hostiles a los intereses rusos en Ucrania, Georgia o en Kirguizistán.
Canalizar la energía de la juventud
Mientras que Ereván y las principales ciudades del país participaron en el movimiento, el sur del país, controlado en mayor medida por el HHK, y sobre todo el Alto Karabaj, no se inmutaron. Los dirigentes del HHK, tocando la fibra sensible y repitiendo una y otra vez el imperativo de la cohesión nacional, no dejaron de anunciar un ataque azerí inminente. No obstante, este espantajo impactó más entre la diáspora que entre la población armenia, escarmentada por los escándalos de corrupción que socavan el aparato de defensa. Pashinián, consciente de la importancia del desafío, ha querido demostrar que controla este asunto y ha realizado su primer desplazamiento como jefe de Gobierno a Shusha con motivo del aniversario de la toma de esta ciudad, el 9 de mayo de 1992, que marcó un giro decisivo en la guerra.
La sociedad civil armenia se ha ido consolidando a través de estratos sucesivos, ganando madurez en cada movimiento de protesta: elecciones de 2008, oposición a los proyectos de ordenación urbana en Ereván en 2011, a la subida de las tarifas de los autobuses en 2013, al aumento del precio de la electricidad en 2015, etc. Pashinián ha sabido canalizar en su beneficio la energía, la movilización de los jóvenes estudiantes y activistas, así como su dominio de las redes sociales.
No obstante, aquel que realmente nunca ha hecho otra cosa aparte de periodismo y política callejera va a tener que lidiar con un Parlamento aún dominado por el HHK, poco apresurado por volver a poner en juego sus escaños y por modificar la ley electoral. También deberá negociar contrapartidas con algunos de sus nuevos aliados, como el oligarca Gagik Tsarukyan, jefe de filas de Armenia Próspera (conservador), el segundo partido del Parlamento. Más complejo aún: tendrá que establecer una separación de poderes, garantizar la renovación generacional y buscar una solución duradera para el Alto Karabaj.
En el ámbito exterior, la realpolitik ya se está imponiendo. El exdiputado de la oposición, antaño crítico con la adhesión de su país a la Unión Económica Euroasiática, se enfundó su traje nuevo de primer ministro para reunirse en Sochi, el 14 de mayo, con los jefes de Estado de la organización, que le obsequiaron con un muy caluroso recibimiento. La composición del nuevo Gobierno de transición, caracterizado por la juventud y la inexperiencia, también ha corrido un tupido velo de incertidumbre sobre sus posibilidades para obtener resultados concluyentes. Si no quiere decepcionar a aquellos que lo han llevado al poder regresando al inmovilismo de la generación de 1988, el nuevo primer ministro deberá avanzar con rapidez en tres frentes: la organización de elecciones transparentes, la lucha contra las prebendas y el establecimiento de una asociación más equilibrada con Rusia.