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La pasión francesa por el cañón

El presidente Hollande ha enviado tropas a numerosos terrenos difíciles. ¿Es realmente su vocación ocupar el lugar de los diplomáticos de forma tan frecuente? Quien le suceda en el poder deberá calcular la magnitud del coste de esas injerencias, tanto en materia de gasto militar como para la imagen de Francia.

por Philippe Leymarie, abril de 2017

“Acabo de vivir, sin duda, el día más importante de mi vida política”, confesaba François Hollande el 2 de febrero de 2013 al final de una jornada de júbilo en Gao y en Tombuctú tras los primeros éxitos de la operación militar “Serval”. El Jefe de Estado francés, al igual que sus predecesores, se ha puesto durante este quinquenio el uniforme de gendarme de África, interviniendo en Malí, desplegando un “paraguas de seguridad” en otros cuatro países del Sahel, así como en la República Centroafricana, y apoyando más al sur a Nigeria, amenazado por la secta yihadista Boko Haram.

“Paradójicamente, el ámbito de intervención de las fuerzas francesas, con el consentimiento de los países de la región, nunca había sido tan amplio”, constata Gilles Olakounlé Yabi, ex responsable de la oficina de África Occidental de International Crisis Group (1). La red de bases militares francesas en el continente, aunque parcialmente reorganizada, incluso se ha conservado, más de 55 años después de la ola de las independencias. Como en la época de la Guerra Fría –en la que un reparto, muy pragmático, de las tareas dejaba a Francia el deber de contener la escalada nacionalista o prosoviética en África–, el amigo estadounidense no le disputa su papel preeminente en los países francófonos, como sí lo había hecho en los años 1990 durante los conflictos de los Grandes Lagos. Además, tras los fracasos de Estados Unidos en Irak y en Afganistán, las reticencias del presidente Barack Obama a enviar tropas al extranjero allanaron el camino a los franceses.

Por añadidura, las relaciones diplomáticas y militares nunca han sido de tanta confianza como durante las presidencias de Hollande y Obama, incluyendo Oriente Próximo, donde Francia ha desempeñado el papel de número dos en la coalición contra la Organización del Estado Islámico (OEI). En 2015, un almirante francés incluso dirigió desde el portaaviones Charles-de-Gaulle la Task Force 50, un componente de la Quinta Flota estadounidense en el Golfo. París volvía a encontrar tintes neoconservadores en su “guerra al terrorismo”, llegando incluso a imitar al padrino estadounidense en su política de ejecuciones extrajudiciales, reconocidas parcialmente por el presidente Hollande (2). Los militares reconocen que nunca habían recibido órdenes tan claras del Ejecutivo, el cual, por ejemplo, apeló públicamente a la “eliminación” o a la “destrucción” del adversario: la operación “Serval” en Malí se llevó a cabo sin balances, prisioneros ni imágenes (3).

El quinquenio de Hollande también ha visto el regreso de los soldados a las calles de la Francia metropolitana. El Gobierno, argumentando que “continúa la amenaza en los frentes interior y exterior” (4) tras los atentados de 2015, lanzó la operación “Sentinelle” (“Centinela”), que sigue movilizando en la actualidad de 7.000 a 10.000 efectivos para operaciones policiales, instauró el estado de excepción y promulgó una serie de medidas coercitivas.

¿Constituiría la intervención militar una “pasión francesa”, tal y como se lo pregunta Claude Serfati? (5). Para este economista, las raíces del militarismo de Estado son profundas y antiguas: Napoleón, las guerras coloniales, los “golpes” durante el mandato del general De Gaulle. También se inscriben en el marco de instituciones que autorizan al Presidente a enviar tropas al exterior según su voluntad, pues el Gobierno sólo está obligado a informar al Parlamento, cuya autorización sólo es requerida si la intervención excede los cuatro meses. Los grandes grupos industriales, el Ejército y el poder político constituirían un “mesosistema francés armamentístico”, que sería, in fine, uno de los factores de este celo militar –y, por lo tanto, del nivel relativamente elevado de los gastos en la materia (en el tercer puesto en Europa, por detrás del Reino Unido y de Alemania, pero por delante de sus otros socios de la Unión Europea)–. Un celo que Francia ha intentado utilizar como un “contrapeso a su influencia económica en declive y a la creciente influencia de Alemania en los procesos europeos de toma de decisiones”, según Serfati (6).

La decisión de intensificar los bombardeos en Siria tras los atentados de noviembre de 2015 en París y en Saint-Denis fue criticada. Para el ex primer ministro Dominique de Villepin, “responder al ataque con la guerra equivale a apagar un incendio con un lanzallamas” (7). Más recientemente, el general Vincent Desportes consideraba: “Hemos bombardeado a Daesh lo suficiente como para provocar [los atentados de] Bataclan y Niza, pero no lo bastante como para impedirlos”.

Se estableció un consenso relativo entre Los Republicanos y el Partido Socialista en el terreno de la defensa, sobre todo cuando el Ejecutivo, como reacción a los atentados, frenó la disminución del número de efectivos prevista por la ley de programación 2014-2019. Sin embargo, los militares se quejan del ambiente, demasiado caldeado, en las operaciones, de la bajada perceptible de la moral entre la tropa y del grave desgaste de los equipamientos.

Su jefe del Estado Mayor, el general Pierre de Villiers, solicita elevar el presupuesto destinado a la defensa –denominado por éste como “el esfuerzo de la guerra”– al 2% del Producto Interior Bruto (PIB), tal y como lo desea la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de aquí a finales del próximo quinquenio, frente al 1,77 actual, es decir, 32.110 millones de euros.

Ministro de Defensa durante todo el mandato de Hollande, Jean-Yves Le Drian pasa por el verdadero “ministro de África” –por las repetidas operaciones exteriores– y por ser el “viajante y representante comercial de la República” –por las espléndidas ventas de armamento–. Al hacer balance, subraya la virulencia ideológica y la hiperviolencia del yihadismo. También pone el acento en el carácter imprevisible de los principales actores (incluyendo a los estadounidenses...), en la generalización de la “intimidación estratégica” (por parte de Rusia, de China y de otros) y en el debilitamiento de las reglas y marcos multilaterales. Todo esto, desde su punto de vista, hace que se imponga el poder enfrentarse a cualquier “sorpresa estratégica” disponiendo de un dispositivo militar que ofrece toda la gama de recursos y especialidades (8).

Con independencia de su color político, el próximo Ejecutivo deberá reflexionar sobre los compromisos de Francia, comenzando por la guerra en Irak y en Siria. Pero se impondrán otros asuntos urgentes: Corea del Norte, el nuevo equilibrio de relaciones con Estados Unidos, Rusia, Turquía, el Reino Unido. En el Sahel, donde los principales grupos yihadistas acaban de anunciar su fusión, la situación se estanca y no se sabe cuándo podrán volver a Francia las tropas francesas. Con sus 4.000 efectivos intentando controlar un sector tan amplio como Europa, la operación “Barkhane” no ha podido impedir el regreso de los yihadistas, a pesar de haberlos contenido.

En Oriente Próximo, el apoyo político y la venta de armamento al poder autoritario egipcio plantean algunas preguntas, al igual que la colaboración reforzada con Arabia Saudí o con Qatar, viveros ideológicos de Al Qaeda y de la OEI.

De la misma manera, el futuro Ejecutivo deberá ejercer una serie de arbitrajes presupuestarios. El actual Jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas afirma que se necesitarán 36.000 millones en 2018 (en vez de los 34.000 previstos), 39.000 en 2019 y 40.000 en 2020. Semejante presupuesto sería necesario para volver a alcanzar un nivel de preparación normal y recuperar la capacidad a la que el Ejército ha renunciado temporalmente (patrulleros de altura, aviones cisterna, aviones de transporte, vehículos blindados). Y todo esto antes incluso de iniciar el gran proceso de renovación de la fuerza de disuasión nuclear, que quizás obligue a deshacerse de su componente aéreo.

El despliegue del Ejército por el territorio nacional es poco eficaz y los militares no lo ven con buenos ojos, pues no tienen vocación de vigilantes; sin duda tendrá que revisarse, al menos en su forma actual. ¿Puede tomar el relevo la “guardia nacional”, la nueva cara de la antigua “fuerza de reserva militar”, y en qué condiciones? Y, sobre todo, ¿cómo salir del estado de excepción, desgastado a fuerza de prorrogaciones?

En un momento en el que Donald Trump promete aumentar en cerca de un 10% el presupuesto militar de Estados Unidos y exige a los europeos que hagan lo mismo, la vuelta al mando militar de la OTAN –una decisión del presidente Nicolas Sarkozy– reduce al Ejército francés al papel de servidor del padrino estadounidense. Emmanuel Macron (En marche!, ¡En Marcha!), François Fillon (Los Republicanos) y Benoît Hamon (Partido Socialista) siguen defendiéndolo. Marine Le Pen (Frente Nacional) y Nicolas Dupont-Aignan (Debout la France, Francia en Pie) abogan por salir de éste, mientras que Jean-Luc Mélenchon (La France insoumise, Francia Insumisa), Nathalie Arthaud (Lutte ouvrière, Lucha Obrera), Philippe Poutou (Nouveau Parti Anticapitaliste, Nuevo Partido Anticapitalista) o François Asselineau (Union Populaire Républicaine, Unión Popular Republicana) desean abandonar la organización atlántica. Según varios candidatos, el brexit y las exigencias del nuevo Presidente estadounidense sobre la financiación de la OTAN (garantizada en un 70% por Estados Unidos) ofrecerían una oportunidad para la reactivación del antiguo proyecto de una “Europa de la defensa”, enterrado desde 1954. Se dedicará una sesión del Consejo Europeo el próximo mes de junio a la idea de la “cooperación estructurada” entre los países que desean ir más allá.

Una vez más, la campaña electoral apenas ha permitido que se inicien grandes debates en torno a cuestiones relativas a la defensa. Sin embargo, ¿no sería el momento de reconsiderar por completo la cuestión del activismo guerrero de Francia, en un momento en el que progresa la idea de que algunas intervenciones propagan el terrorismo tanto como lo combaten? ¿De hacer una pausa en las “opex” (operaciones exteriores) durante el tiempo necesario para reconfigurar el dispositivo de defensa? ¿De orientar la parte esencial de los recursos ya no hacia intervenciones de dominancia tricolor –percibidas, lo queramos o no, como neocoloniales–, sino hacia acciones realmente multinacionales? ¿Y de crear, a gran escala, una rama de estudios de formación internacional en técnicas de mantenimiento de la paz, que pondría en valor el savoir-faire de los militares franceses?

El formateo del Ejército según un modo más defensivo que ofensivo podría llevarse a cabo a la vez que el desarrollo de formas de compromiso ciudadano (servicio militar, servicio cívico, etc.), que conllevaría el acercamiento de los militares a la sociedad y retomaría un espíritu de defensa alejado de un nacionalismo estrecho o vengativo. También proporcionaría la ocasión de abordar el tema, casi tabú en la actualidad, de la disuasión nuclear, a la vez demasiado débil y demasiado fuerte y, finalmente, poco adaptada a las amenazas actuales. Su dispendiosa renovación (3.500 millones al año, 6.000 a partir de 2022) es presentada como ineluctable, mientras que en Naciones Unidas va a comenzar una negociación internacional sobre un tratado de prohibición del armamento nuclear.

Pensar en el papel que Francia podría desempeñar en la estabilización de la situación internacional obligaría también a revisar su política de exportación de armamento, que la situaba en la tercera posición a nivel mundial en 2016 con cerca de 20.000 millones de euros (9). Habría que redefinir las cooperaciones entre países europeos liberados de las ambigüedades y de las cargas de la OTAN, otorgando de nuevo a Francia cierto margen de autonomía y de soberanía que le sería útil en un momento en el que se reestructuran los grandes equilibrios del mundo. Y también habría que idear, en el marco de una reforma constitucional, una asociación más estrecha del Parlamento con el control de la venta de armamento, con las decisiones de envío de tropas y con la evaluación en tiempo real de las políticas militares, desde hace mucho tiempo confinadas en el “ámbito reservado” del Presidente.

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(1) Véase “Otros focos de yihadismo en África”, y Philippe Hugon, “El Sahel entre dos fuegos yihadistas”, Le Monde diplomatique en español, respectivamente febrero de 2015 y marzo de 2016.

(2) Cf. Gérard Davet y Fabrice Lhomme, Un président ne devrait pas dire ça… Les secrets d’un quinquennat, Stock, París, 2016.

(3) Véase “Imágenes propias, guerras sucias”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2013.

(4) Jean-Yves Le Drian, Qui est l’ennemi?, Cerf, col. “Actualité”, París, 2016.

(5) Cf. Claude Serfati, Le Militaire. Une histoire française, Éditions Amsterdam, París, 2017.

(6) Claude Serfati, L’Industrie française de l’armement, La Documentation française, col. “Les Études”, París, 2014.

(7) Dominique de Villepin, “La guerre ne nous rend pas plus forts, elle nous rend vulnérables”, Libération, París, 26 de noviembre de 2015. Véase Serge Halimi, “El arte de la guerra estúpida”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2015.

(8) “Renouveau de la recherche stratégique”, coloquio, París, 25 de enero de 2017.

(9) Véase el dossier “La diplomacia de las armas”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2016.

Philippe Leymarie

Periodista.

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