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Los sortilegios de la cultura

Figura obligada de los programas electorales, los proyectos relacionados con la cultura reflejan las disposiciones ideológicas de los partidos. Algunos ven en ella un caldo de cultivo identitario; otros, un bagaje educativo que se trataría de distribuir a todo el mundo. No obstante, parece que se olvida su papel motor en la transformación social.

por Evelyne Pieiller, abril de 2017

No hay nada más escurridizo ni más equívoco que la definición de la palabra “cultura”. Cuando se fundó en Francia el ministerio que lleva ese nombre en 1959, ésta remitía a las obras, al patrimonio, a las creaciones del arte y del intelecto. Según el Larousse, designa “el enriquecimiento del espíritu mediante ejercicios intelectuales –conocimientos en un ámbito particular–”, o “el conjunto de fenómenos materiales e ideológicos que caracterizan un grupo étnico o una nación, una civilización”. Esta segunda acepción se acerca a la de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO): “La cultura es un conjunto complejo que incluye saberes, creencias, artes, posiciones morales, derechos, costumbres y otras muchas capacidades y hábitos adquiridos por un ser humano como miembro de una sociedad” (1). Estas diferentes concepciones se inscriben en una situación de tensión entre “un uso [de la palabra] limitado a las obras de arte reconocidas como tal y un enfoque antropológico más amplio que engloba las formas de pensar y de crear de diferentes grupos (naciones, etnias, clases)” (2).

Los principales candidatos para las próximas elecciones presidenciales coinciden más o menos, algo maravilloso, en dos puntos: la cultura es importante, si no algo central, y hay que conservar sus especificidades, desde el estatuto de los asalariados intermitentes del mundo del espectáculo hasta la excepción cultural, desde su papel en el resplandor del país hasta la protección de la lengua. No obstante, casi todos subrayan las limitaciones actuales de su democratización, que exige el desarrollo de la educación artística y cultural en la escuela –a excepción de Marine Le Pen, del Frente Nacional (FN), quien se aferra, por el contrario, a promover la enseñanza de los oficios artísticos, tan exquisitamente patrimoniales–. Pero, ¿a qué “cultura” hacen referencia? ¿A la que se entiende como la esencia de un grupo, incluso del individuo que forma parte de éste, o a la que puede denominarse “cultura general”? Estas cuestiones semánticas poseen importancia política: ¿cuál es la extensión del ámbito de la cultura? ¿Qué papel, qué función deben otorgarle los poderes públicos? ¿Qué esperanza lleva consigo?

Entre la derecha, la definición es simple y podemos preguntarnos hasta qué punto no desarrolla la de la UNESCO hacia sus posibles consecuencias: “La cultura es la base de nuestra identidad, de nuestro modo de vida, de nuestra historia”, “la última muralla contra la barbarie”; al permitir “la integración de los que llegan al país”, contribuye al “atractivo del territorio” y a su “resplandor” según el programa de François Fillon (Los Republicanos) (3). En el FN, aunque la palabra no aparece, la idea es la misma; la cultura sería, ante todo, un patrimonio que funda una identidad: los “valores” y “tradiciones de la civilización francesa”. A este respecto, “la defensa y la promoción de nuestro patrimonio histórico y cultural” deberán inscribirse en la Constitución (4). En definitiva, es la depositaria y el símbolo del espíritu nacional.

Ciertamente, presentar la cultura como el alma del país conlleva muchos aspectos implícitos y exclusiones. Pero no es del todo cierto que el “diagnóstico” de Emmanuel Macron, retomando su léxico, sea menos equívoco (5). Considera que la cultura está constituida por “nuestros valores, nuestra lengua, nuestras emociones compartidas”. “Define lo que somos”, “construye una lengua común y permite salir de los ‘encierros’ que crean los orígenes sociales”. Pero, ¿cómo sería, por sí mismo, liberador este “lenguaje común” que sólo puede remitir a conocimientos, a referencias colectivas, y provenir de una herencia, de códigos, de valores? ¿Cómo articular ese “común” con el deseo de “que todos los jóvenes puedan acceder a cualquier tipo de cultura”, o con la siguiente afirmación, realizada durante un mitin en Lyon el 7 de febrero: “No existe una cultura francesa. Hay una cultura en Francia. Es diversa”? El misterio quedará sin resolver.

Diluir las diferencias en una bella unión

Cuando, por el contrario, Macron afirma que su proyecto es completamente cultural, “un proyecto de emancipación, una respuesta a las barreras invisibles que crea la sociedad”, pintando de color rosa esta dimensión de su programa, se muestra claramente que esta “emancipación” remite en realidad al control de la cultura dominante y atañe más al plan de carrera que a la adquisición de una reflexión crítica y de un saber que abra horizontes: la cultura permitirá eliminar barreras para ascender en la escala social, si nos atrevemos así a mezclar las metáforas. En otras palabras, la famosa democratización cultural, finalmente acelerada por diversas medidas –entre ellas la educación artística en la escuela, un “abono cultural” para los jóvenes, etc.–, otorgará a todo el mundo los medios para tener éxito. Aquí se encuentran elementos de los programas de Fillon o de Le Pen: desarrollar las prácticas colectivas musicales, ampliar los horarios de apertura de las instalaciones, apoyar el mecenazgo, etc. “Pilar de nuestra identidad” (Fillon) o “pilar de nuestra fraternidad” (Macron), se supone que la cultura, en cualquier caso, diluye las diferencias en una unión muy bella.

Para Benoît Hamon, la cultura, “emancipadora y creadora de vínculos sociales”, es “esencial para la República” (6). Además, sería intensa e intrínsecamente virtuosa, ya que constituye “un arma contra el fascismo en todas sus formas”, lo que puede dejarnos pensativos si nos acordamos de los numerosos nazis y colaboracionistas impecablemente “cultos”. Cuando el candidato socialista establece un estrecho vínculo entre cultura y República, ¿debemos ver en ello una variación relacionada con el pensamiento de Jean Zay, nombrado ministro de Educación Nacional y de Bellas Artes en junio de 1936 e iniciador de una importante política cultural y educativa, según el cual “la República se basa ante todo en el civismo y en la inteligencia de los ciudadanos, es decir, en su educación intelectual y moral”? (7). No exactamente.

Entre los “objetivos” de Hamon, el de “hacer de los derechos culturales una realidad, ya se trate del acceso a las obras o del reconocimiento de todas las culturas” marca su singularidad (8). La Declaración de Friburgo sobre Derechos Culturales postula que cualquier persona tiene derecho a elegir y a que se respete su “identidad cultural, entendida como el conjunto de las referencias culturales con las que una persona, de forma individual o colectiva, se define, se constituye, se comunica y pretende ser reconocida en su dignidad”; por añadidura, “nadie puede ver como se le impone la mención de una referencia o ser asimilado a una comunidad cultural en contra de su voluntad”. Estos derechos, inscritos en la ley “Nueva organización territorial de la República” (NOTRe) de 2015, implican una política “a la carta”, algo que transmite Hamon. Así, cada “espacio artístico” debería considerar, desde su punto de vista, “las identidades culturales de sus públicos existentes o potenciales”. Pero, ¿quién nombra esas identidades? Por otra parte, ¿se trata de identificar prácticas como características de una comunidad, de promover obras convenientes para lo que entonces podría asemejarse a una clientela? ¿Qué sentido darle, pues, al “vínculo social” que la cultura debería consolidar? Y por último, ¿es cierto que encerrar a cada uno en lo que imaginamos que es su comunidad cultural participa en la emancipación?

Cabe preguntarse si el uso de la palabra “cultura” no representa un paso obligado para afirmarse como un ferviente partidario de la democracia, de la lucha contra las desigualdades y de la resistente “emancipación”. Sorprendentemente, la “fractura cultural” es denunciada de forma habitual, incluso por Fillon, pero sin que esté ligada en absoluto a ninguna injusticia social. Además, parece que los “excluidos” de la cultura aspirarían a reconocerse por sí mismos, ya que sólo se les designa como obreros, desempleados, pobres...

El programa de Jean-Luc Mélenchon (La France insoumise, Francia Insumisa) (9) parece que tampoco retrocede ante el cliché, postulando de entrada que la cultura es “el motor y el reflejo de la liberación individual y colectiva” porque “nos permite superar nuestros orígenes, nuestros límites, los conformismos, el lugar que se nos asigna”. Qué bella confianza en unos poderes reveladores antes atribuidos a la instrucción y al desarrollo de un saber crítico... En algunos aspectos, ese programa se acerca al impulso fundador del Ministerio de André Malraux, ya que la cultura remite en este caso “a los bienes de la Humanidad, entre los cuales se encuentran las obras intelectuales, las artes o el patrimonio natural”. Esto significa que son comunes a todos los ciudadanos y que cada uno debe poder apropiárselos gracias a la actuación pública. De la misma manera, se despliega un interés muy concreto por las cuestiones relativas al dinero –decisivas–, del poder de las multinacionales a la austeridad europea pasando por el mecenazgo, para denunciar, sobre todo, su dimensión ideológica. Finalmente también en este aspecto se trata, afectuosamente, la cuestión de los artistas, quienes pueden contribuir “a imposibilitar una visión contable de la existencia”. Esta convicción, expresada de forma bastante fugaz, no impide “alentar la construcción conjunta de la programación cultural con los públicos”, lo que recuerda un poco la preconización de Hamon, e “incluir a representantes de los públicos hasta en la designación de la dirección y en las orientaciones estratégicas” de las instituciones. Democracia, ¡cuánto te apreciamos! Sin embargo, se puede temer que, de esta manera, se abra la puerta al clientelismo y a los índices de audiencia.

Asombrosamente, estos programas se interesan a menudo por el sector audiovisual, por la prensa o por el deporte, pero ninguno incluye la cultura científica, ni mucho menos alguna reflexión sobre la educación popular, la cual no podría reducirse a la animación sociocultural preconizada, sobre todo, por Les Arts insoumis (10). A pesar de las propuestas precisas y a veces pertinentes, la ambición de los candidatos sigue siendo muy moderada, puesto que nunca plantea con fuerza el hecho de que la cultura pueda contribuir a despertar el deseo activo de cambiar el mundo.

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(1) Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, www.unesco.org

(2) Gisèle Sapiro, Culture, vue d’ensemble, Encyclopaedia Universalis.

(3) Sitio web de la campaña de François Fillon, www.fillon2017.fr

(4) Cf. “Les 144 engagements présidentiels”, Frontnational.com

(5) En marche!, https://en-marche.fr

(6) “Mes propositions pour faire battre le cœur de la France”, www.benoithamon2017.fr

(7) Antoine Prost (bajo la dir. de), Jean Zay et la gauche du radicalisme, Presses de Sciences Po, París, 2003.

(8) Benoît Hamon, “Ce que je propose pour le monde de la musique”, Le Huffington Post, 9 de febrero de 2017. Misma referencia para la cita siguiente.

(9) “Les arts insoumis, la culture en commun”: documento de trabajo, https://avenirencommun.fr/le-livret-culture/

(10) N. de la T.: Publicación dedicada a la cultura que forma parte del programa electoral de La France insoumise.

Evelyne Pieiller

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