El 21 de enero, al día siguiente de la investidura de Donald Trump, varios millones de personas por todo Estados Unidos tomaban parte en centenares de “marchas de las mujeres”. Tras el decreto migratorio aprobado el 27 de enero, algunos manifestantes bloquearon los aeropuertos. Paralelamente, los grandes medios de comunicación multiplican las investigaciones para revelar las supuestas vilezas del Presidente republicano, mientras multinacionales como Airbnb o Budweiser se regalan con anuncios publicitarios que denuncian sus políticas. Sin embargo, a largo plazo, la resistencia más eficaz podría ser la que se apoye en los contrapoderes previstos por los Padres Fundadores de Estados Unidos según el principio de “pesos y contrapesos” (checks and balances).
Trump ha comenzado su mandato gobernando solo, por decretos, lo que le ha permitido forjarse una imagen voluntarista. Pero ese modo de actuación no puede prolongarse indefinidamente: para poner en marcha determinados compromisos de su campaña, como la derogación de la Ley para la Protección del Paciente y la Asistencia Sanitaria Asequible –“Obamacare”– o la reforma fiscal, deberá pasar por el Congreso. Autorizado para votar las leyes y el presupuesto, representa el primer contrapoder recogido en la Constitución, sobre todo durante los periodos de cohabitación.
A primera vista, la Administración de Trump no tiene mucho que temer por ese lado: el Partido Republicano controla a la vez el Senado (52 senadores de 100) y la Cámara de Representantes (237 congresistas de 435). Pero esta mayoría está dividida y es frágil (1), sobre todo en el Senado, y podría demostrarse insuficiente para garantizarle un plácido futuro. Porque Estados Unidos no es un régimen parlamentario: la disciplina de voto en el Congreso no es una norma absoluta. En función de sus convicciones personales, de los intereses del estado que representan o del lobbying del que son objeto, los representantes electos pueden divergir de su grupo. Cuando los demócratas dominaban las dos Cámaras entre 2008 y 2010, Obama tuvo que batallar durante dos años, también contra los representantes electos de sus propias filas, para conseguir la aprobación de su proyecto de cobertura sanitaria.
Algunos días después de su investidura ya comenzaban las dificultades para Trump. El 1 de febrero, Susan Collins y Lisa Murkowski, senadoras republicanas de Maine y de Alaska respectivamente, se negaban a confirmar el nombramiento de la empresaria Betsy DeVos para el cargo de Secretaria de Educación. Esta decisión sólo pudo ser validada gracias al poder conferido al vicepresidente Mike Pence –que preside también el Senado– de desempatar una votación: ¡lo nunca visto! Más tarde, el 6 de marzo, mientras que el Presidente presentaba en el Congreso su primer texto legislativo, que pretende “abolir y remplazar” el sistema de cobertura sanitaria de Obama, el senador libertarista por Kentucky Rand Paul, así como conservadores del Freedom Caucus (próximo al Tea Party), como el congresista por Michigan Justin Amash o el de Carolina del Sur Mark Sanford, anunciaban que se opondrían a ese texto, calificado por Paul como “una versión edulcorada del Obamacare”, cuyo coste sería, en su opinión, exorbitante. Por su lado, la Oficina de Presupuesto del Congreso, no partidista, proporcionaba argumentos a los demócratas a principios de marzo al estimar que el “Trumpcare” privaría a 24 millones de estadounidenses de cobertura sanitaria de aquí a 2026. Los republicanos James Jordan y David Brat, congresistas respectivamente por Ohio y por Virginia, anunciaron que rechazarían todo incentivo fiscal o nuevo gasto susceptible de aumentar el déficit público, y en particular, el gran plan de construcción de infraestructuras prometido durante la campaña.
Además del poder de votar las leyes, el Congreso se encarga de “vigilar” al Presidente y su Administración; sus comisiones pueden iniciar investigaciones y citar a testigos para que comparecezcan. Varios congresistas pretenden utilizar estos mecanismos contra Trump. En el Senado se ha iniciado una investigación sobre las sospechas de intervención rusa en el proceso electoral. Bipartidista, reúne a republicanos próximos al Pentágono, como John McCain y Lindey Graham, y a demócratas como Charles Schumer. En la Cámara de Representantes, la líder de la minoría demócrata, Nancy Pelosi, pide que el FBI se interese por los vínculos personales, financieros y políticos entre la Administración de Trump y el Kremlin para determinar “lo que los rusos tienen sobre Trump”: “Queremos ver también su declaración de impuestos y saber la verdad sobre su relación con Putin”, ha declarado (2).
Los demócratas tienen igualmente en su punto de mira a Jefferson Sessions, armado por el Senado a principios de febrero. Se acusó al nuevo Fiscal General, del que depende el FBI, de mentir durante su comparecencia: afirmó bajo juramento no haber “tenido contacto con los rusos” durante la campaña presidencial, cuando la realidad fue que se reunió dos veces con su Embajador ante Estados Unidos. Para defenderse, explicó que esas reuniones se desarrollaron “en el marco de [su] función como senador”. Sin embargo, si se demostrara que esta ocultación se produjo deliberadamente, podría ser calificada de traición o, al menos, de perjurio, un posible cargo con vistas a una destitución (impeachment). Schumer y Pelosi reclaman la dimisión de Sessions y piden el nombramiento de un “fiscal especial imparcial” para llevar a cabo la investigación. Una exigencia apoyada por algunos republicanos, que ya han conseguido que el Fiscal General se inhiba en toda investigación sobre los vínculos entre Rusia y el equipo de Trump.
Cada uno de los cincuenta estados federados juega igualmente un papel determinante en el equilibrio de poderes concebido por los Padres Fundadores. Disfrutan de la “competencia por defecto”, y el Estado federal, de “competencias de atribución”. Enumeradas en el artículo I (apartado 8) de la Constitución, éstas se limitan a ciertas prerrogativas esenciales (recaudar impuestos, velar por la defensa común, reglamentar el comercio con los demás países, declarar la guerra, fijar el código de la nacionalidad…). Fuera de estos ámbitos, los estados federados disponen de un vasto margen de maniobra.
Varios de ellos han manifestado su intención de resistir por todos los medios a la Administración de Trump, ya sea en el terreno de la inmigración, del medio ambiente o de la justicia penal. California, donde Hillary Clinton obtuvo algo más del 61% de los votos y que representa el 12% de la población del país, se ha situado a la cabeza de los rebeldes. Este estado, preparándose a largas batallas judiciales con Washington, ha contratado a Eric Holder, ex fiscal general de Obama, para que lo asesore sobre los mecanismos legales que le permitirían oponerse al Presidente. “Contar con el ex Fiscal General de Estados Unidos nos provee de una potencia de fuego con la que proteger los valores del pueblo de California”, declara el demócrata Kevin de León, presidente del Senado de dicho estado (3).
La cuestión medioambiental estará en el centro de este pulso. Trump no ha escondido nunca su escepticismo respecto del calentamiento global. Se declara un ferviente defensor del carbón y de la fracturación hidráulica. Desde su llegada a la Casa Blanca, ha autorizado dos proyectos de oleoductos faraónicos, anteriormente bloqueados por la Administración de Obama. También ha prometido desmantelar las regulaciones adoptadas por su predecesor, anular todas las medidas que impidan a las empresas prosperar y suprimir, a la larga, la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA por sus siglas en inglés).
Para llevar a término estos proyectos, Trump ha nombrado al frente de la Agencia a un escéptico del cambio climático, Scott Pruitt. En la época en la que era fiscal general de Oklahoma (2011-2017), emprendió acciones judiciales al menos en trece ocasiones contra las reglamentaciones de la EPA. Cuestionó así las disposiciones sobre las aguas de los Estados Unidos, que tienen como objetivo proteger los lagos, los ríos y los humedales del país, calificando este texto como “el mayor golpe jamás infligido a la propiedad privada en la era moderna” (4). Del mismo modo, ha atacado una normativa adoptada por la EPA en 2015 con el fin de disminuir los índices autorizados de ozono troposférico (de baja altitud). Varios de estos asuntos están todavía en trámite, y algunos militantes piden al director de la agencia que se inhiba. Pero nada le obliga a ello…
Los jueces detentan un fuerte poder normativo
Antes incluso de la creación de la EPA en 1970, California concretaba ya su normativa medioambiental. Según el principio de la “cláusula derogatoria” conserva desde entonces la capacidad de fijar sus propias normas, más estrictas que las federales, sobre todo en lo concerniente a la contaminación emitida por los vehículos motorizados. Una disposición de la ley sobre el aire limpio (Clean Air Act, 1963, modificada en 1970) autoriza a otros estados, como Massachusetts, Oregón, Nuevo México o Vermont, a aplicar las regulaciones californianas. Durante su comparecencia ante los senadores, Pruitt declaró que estaba considerando cambiar ese régimen derogatorio, lo que desencadenaría una áspera batalla judicial.
Los tribunales y el recurso a los contenciosos son, en efecto, una pieza esencial del sistema estadounidense de separación de poderes. En su artículo III, la Constitución presenta el poder judicial, guardián de los derechos y las libertades, como el “igual” de los poderes ejecutivo y legislativo. El sistema jurisprudencial anglosajón, basado en la doctrina del “precedente” (stare decisis en latín: “mantenerse sobre lo decidido”) implica que los tribunales dictan resoluciones conformes a aquellas tomadas previamente por las jurisdicciones superiores. Los jueces estadounidenses detentan, pues, un fuerte poder normativo. Podrían bloquear cualquier medida que contraviniera la Constitución o las leyes existentes.
Trump ya lo ha experimentado personalmente. El 27 de enero firmaba un decreto que suspendía, en nombre de la seguridad nacional, el programa de admisión de refugiados en Estados Unidos y que bloqueaba durante tres meses la entrada de ciudadanos (comprendidos los de doble nacionalidad) de siete países de mayoría musulmana (5). De inmediato, varios jueces fueron requeridos con carácter de urgencia por los interesados, en ocasiones ayudados por la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés), a los que se han asociado una veintena de estados federados y un centenar de multinacionales de Silicon Valley como Google, Twitter o Microsoft. Estos gigantes de las nuevas tecnologías, interviniendo como “amigos del tribunal” (amicus curiae), han detallado los perjuicios que se arriesgaban a sufrir, afirmando que ese decreto dañaba la imagen de Estados Unidos en el mundo y obstaculizaba sus programas de contratación impidiéndoles recurrir a la mano de obra de su elección.
Ya el 28 de enero, un juez de Nueva York prohibió la expulsión de dos iraquíes. Poco después, el 3 de febrero, un magistrado de Seattle suspendió la implementación del decreto a nivel nacional: al conceder un régimen especial a las minorías cristianas, el texto contravendría la primera enmienda de la Constitución, que garantiza la libertad religiosa; al discriminar a los extranjeros de determinados países, violaría la ley migratoria de 1965, que prohíbe toda discriminación por motivos de nacionalidad. Contrariamente a las afirmaciones del Presidente, esas denuncias en los tribunales no demuestran un “encarnizamiento” por parte de los demócratas, sino el funcionamiento habitual de las instituciones estadounidenses. Además, los republicanos también habían recurrido a los tribunales para impugnar los decretos del presidente Obama que pretendían suspender la expulsión de determinados “sin papeles” (6).
El presidente Trump renunció a defender su decreto del 27 de enero y prefirió preparar un nuevo texto con la ayuda de juristas y de los departamentos concernidos. Presentada el 6 de marzo, la nueva versión no afecta ya a los ciudadanos con doble nacionalidad ni a los portadores de visados y de green cards (permiso de residencia); Irak ya no figura entre los países proscritos y la cláusula sobre las minorías cristianas ha desaparecido. “Nos vemos en los tribunales” reaccionó inmediatamente la ACLU en Twitter. Y al día siguiente, Douglas Chin, fiscal general de Hawai, recurría al tribunal de apelación de su estado. El 15 de marzo, el juez federal de Hawai, Derrick Watson, bloqueó la aplicación del segundo texto en el conjunto del territorio pocas horas antes de su entrada en vigor. La batalla amenaza con ser larga, ya que el decreto está, desde un punto de vista jurídico, mejor planteado que el precedente. El caso podría terminar, pues, en el Tribunal Supremo, el cual, de aquí a entonces, estará sin duda al completo y habrá encontrado el equilibrio que prevalecía antes de la muerte del juez Antonin Scalia en febrero de 2016: cinco conservadores y cuatro progresistas.
Mientras las batallas judiciales se multiplican, el Tribunal Supremo está llamado a desempeñar un papel determinante. Las comparecencias de Neil Gorsuch, el magistrado conservador elegido por Trump, comenzaron el 20 de marzo en el Senado. Aunque el ala izquierda del partido les apremia para bloquear el proceso de designación activando un procedimiento de “obstrucción parlamentaria” (filibuster) (7), los senadores demócratas deberían ceder para no quemar todos sus cartuchos antes de tiempo.
A lo largo de los próximos cuatro años, Trump quizás tenga ocasión de nombrar a un segundo juez, lo que acentuaría la inclinación derechista del Tribunal Supremo. Por lo tanto, las grandes maniobras para desregular el sistema financiero, la protección medioambiental o incluso el derecho al aborto no han hecho más que comenzar.