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El conflicto por el control de las tierras sin señales de solución

La otra guerra de Colombia

Pese al revés en el plebiscito sobre el proceso de paz entre el Gobierno de Colombia y las FARC, el presidente Juan Manuel Santos y una mayoría de legisladores se mostraron decididos a continuar por el camino de la reconciliación ratificando un tratado de paz enmendado. Sin embargo, la violencia sigue causando a día de hoy estragos entre la población colombiana, principalmente entre campesinos e indígenas. Al calor del proceso de paz se han impulsado proyectos con un elevado impacto sobre el territorio: minería, presas, cultivo extensivo de palma... lo que provoca el rechazo de la población local y conflictos medioambientales.

por Naomi Cohen, abril de 2017

Hasta hace poco, solo se podía acceder a localidad de Ituango por una autopista de dos carriles que serpenteaba entre la exuberante cordillera colombiana. La ciudad más cercana, casi a un día de distancia, es Medellín, conocida en el mundo por haber sido la guarida de Pablo Escobar y entre los locales por ser el lugar donde podían intercambiar sus cosechas por dinero rápido. Durante gran parte de los 52 años de guerra civil, insurgentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) esperaban emboscados a los márgenes de la vía, obligando a las compañías de autobuses a aprovechar la luz del día para atravesarla. Sin embargo, desde el alto al fuego pactado entre el gobierno de Colombia y los insurgentes de las FARC en junio, la chatarra de autobuses se ha vuelto un recuerdo y ha dejado de bloquear la carretera.

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Naomi Cohen

Ituango no fue tan solo un foco de tensión en la guerra intestina colombiana; el pueblo mismo se convirtió en rehén del conflicto. Tras una serie de incursiones en la década de 1970, las FARC vieron el potencial económico de esos campos apartados y de sus pasos estratégicos tanto a la costa del Pacífico como a la del Caribe; decidieron izar allí su bandera y, lo que es más importante, sembrar coca. El Ejército nacional también entendió la ventaja bélica de los miradores montañosos del municipio –hasta entonces frecuentados por amantes y niños– e instaló sus bases militares, mientras que paramilitares convirtieron las habitaciones de sus hoteles abandonados en cámaras de tortura. Cual depredadores del bosque amazónico, cada uno enterró minas personales para marcar su territorio.

Los votantes rechazaron inesperadamente un acuerdo de paz inicial con un 50,22% de los votos en un plebiscito celebrado el 2 de octubre de 2016. Sin embargo, el 30 de noviembre de 2016, los legisladores colombianos ratificaron con mayoría un tratado enmendado para evitar al electorado. El alto el fuego se mantiene; Ituango –uno de los pueblos donde las FARC entregaría sus armas y comenzaría su transición a la vida civil– no ha registrado ningún secuestro en 23 meses. Con el retroceso de los paramilitares, la disminución de las patrullas del Ejército y gran parte de los guerrilleros de las FARC enfundando sus armas, el Estado ha reafirmado su interés por el majestuoso río Cauca, el único recurso de Ituango que permaneció intacto durante la guerra.

Esta arteria color café es la memoria viva de incontables actos de sangre. Mineros precolombinos escondieron tesoros a lo largo de sus costas hasta que fueron expoliados y masacrados por los primeros exploradores españoles. Durante un periodo de conflicto político a mediados de siglo, conocido en Colombia como “la Violencia”, patrulleros en los puentes exigían a los pasajeros, muchas veces analfabetos, portar permisos expedidos por la alcaldía conservadora del pueblo, escritos en tinta azul o roja. El permiso escrito en azul era un salvoconducto. El rojo, en cambio, delataba a un liberal y era un permiso para decapitarlo y lanzarlo al río. Durante los años más violentos del conflicto, un cambio en el color del agua era la señal de una masacre río arriba.

“Nuestro único problema son los recursos naturales”

El acuerdo de paz no menciona la construcción en marcha de una presa en Ituango, lo cual da total libertad al Gobierno para desdibujar el río Cauca con lo que será en un futuro la estructura hidroeléctrica más grande de Colombia. Cuando la obra esté acabada, tres mil ochocientas hectáreas de terreno del cañón del Cauca quedarán sumergidas y, con ellas, docenas de casas, además de los campos de cultivo de maíz y fréjol a los que miles de agricultores esperaban regresar algún día después del final de la guerra y de los desplazamientos –una violación del ecosistema biológico y social a una escala superior a las capacidades de la guerra y de los conquistadores–.

La vía a Ituango fue en su tiempo una de las últimas “zonas rojas” controladas por las FARC en Colombia. Ahora está pavimentada, ha sido reducida a la mitad y conduce directamente al proyecto hidroeléctrico. La carretera también transcurre frente a un pueblo cercano donde, el pasado mes de febrero, se registró el primer ataque desde hace mucho tiempo perpetrado por hombres uniformados que exigían a mano armada la entrega de tres activistas. Uno de ellos es un líder del movimiento ecologista antiminero; otro es miembro de un comité que exige que sean inspeccionadas las actividades de la compañía que construye el proyecto.

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Naomi Cohen

El informe oficial redactado tras el ataque menciona la “evidencia de un avance paramilitar’ en seis municipalidades vecinas, incluyendo Ituango, todas situadas en los márgenes del río Cauca y afectadas por la nueva ola de desplazamientos relacionados con la construcción de la presa. El incidente, sugería el informe, buscaría interrumpir el proceso de una campaña de transición que reduciría el cultivo de coca –en colaboración con la compañía minera– y advertía “nuevas disputas territoriales entre grupos armados con intereses en aquellos territorios”.

“Nuestro único problema son los recursos naturales”, dice Luis Palacio. Este profesor de Historia con pelo largo recogido en una cola perdió a un hermano a manos de las FARC. Ahora está comprometido a proteger a sus alumnos, año tras año, de la misma suerte. “Se pueden erradicar las guerrillas, pero nada cambia”. Agrega que, como los conquistadores, la compañía hidroeléctrica acumula poder a través de cualquier medio a su alcance.

En una ocasión, los paramilitares acusaron a Palacio de enseñar el socialismo en sus aulas y ordenaron a la directora a leer un pronunciamiento amonestando su pedagogía. Pero Palacio, originario de Ituango, rechaza estas acusaciones. En su opinión, el problema principal que divide al mundo no tiene que ver con ideología política, sino con el control de los recursos naturales.

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Luis Palacio

A pesar de una campaña de comunicación agresiva y millonaria para promover las ventajas de la presa, la compañía constructora público-privada responsable, la Empresa Pública de Medellín, no ha podido evitar una avalancha de malas noticias para Ituango. Un influjo de trabajadores temporales ha incrementado la demanda de prostitución y, con ello, el número de nativos de Ituango infectados de VIH. Asimismo, el coste de los bienes raíces ha incrementado bruscamente con su llegada. Varios científicos estiman que las inundaciones amenazarían la vida de ocho especies animales y doce vegetales únicas en el área, mientras que la población local muestra incredulidad ante el estudio medioambiental de la compañía, al que acusan de subestimar el impacto ecológico de la presa.

“Esta arteria color café es la memoria viva de incontables actos de sangre

Cuatro años en ciernes, el tratado de paz negociado entre el presidente colombiano Juan Manuel Santos y las FARC, de ideología marxista, obtenía concesiones antes inconcebibles de parte y parte, y codificaba la transición de un grupo guerrillero armado hacia la política partidaria. Confiado del éxito del acuerdo, Santos lo puso en manos de un proceso electoral nacional vinculante. A pesar de una vigorosa campaña mediática por parte de los favorables al “Sí”, el tratado no fue aprobado.

La punditocracia atribuyó el rechazo del plan de paz por un escaso margen a los esfuerzos del expresidente colombiano de extrema derecha, Álvaro Uribe, quien advirtió el advenimiento de un Estado castro-chavista y difundió otras mentiras alarmistas acerca del tratado que calaron entre los votantes y condenaron al “Sí” al fracaso.

Una explicación más completa del resultado sorpresivo se puede encontrar en dos de los tres votantes colombianos que ni siquiera se molestaron en votar. La mayoría de ellos son habitantes de comunidades que, como Ituango, fueron especialmente afectadas por la guerra.

El proyecto de presa de Ituango es la muestra A. La participación electoral ascendió tan solo a la mitad de la de Medellín, la capital del “No” –no porque los habitantes de Ituango sean apolíticos, estén mal informados o tengan intenciones de boicotear el proceso, sino porque se sentían ambivalentes acerca de una tregua que no afectaba fundamentalmente su desposesión sistemática, casi tan antigua como el río mismo–.

“El pueblo come mierda porque le gusta”. Palacio cita al uruguayo Eduardo Galeano, sobre la perspectiva altiva de las elites. Sí, muchos en Ituango siguen siendo analfabetos; sí, en su colegio rural se acaba de matricular la primera niña indígena este año; sí, “¿qué comeré hoy?” sigue siendo una pregunta más habitual que “¿a qué universidad irá mi hijo?”. Pero esta es su realidad porque el Estado la ha fomentado.

Mientras conversamos, mezcla algo que parece polvo de cal en una botella. Cuando nota que está lista, la pone a un lado. La pasta blanca, nos dirá más tarde, es para pintar caras en el primer desfile de carnaval que se ha celebrado aquí desde hace mucho tiempo. Abandona el aula para mirar el frondoso panorama, que todavía lo asombra. Apunta a un monolito de cemento donde, dice, los niños jugaban hasta que los paramilitares instalaron al lado una cámara de tortura. Los parques donde jugar se convirtieron en una cosa del pasado. En su lugar, los niños comenzaron a divertirse con un juego de “encuentra el casquillo” y a intercambiar sus hallazgos por chicles.

“Dejemos de lado el conflicto y las armas y ampliemos la extracción”

La directora del colegio dice que los estudiantes se están “ahogando en medio de tanto abandono”. Califica de “patrañas” una presentación para la escuela de la compañía llamada “Ituango para el futuro”. Ejecutivos de la EPM han centrado su campaña de relaciones públicas en las escuelas. Distribuyen mochilas bordadas con el logo corporativo, una imagen reconocible en los folletos distribuidos en las municipalidades vecinas. Pero, a pesar de todo el estrépito causado por EPM, el proyecto no es más que la última muestra del abandono crónico del campesinado “primitivo”, alega la directora. En la escuela de un pueblo colindante todavía cae más agua dentro del edificio que fuera, dice uno de sus profesores. Cuatro de cada cinco egresados del colegio principal de Ituango, muy conscientes de su perspectiva laboral, nutrían las filas de las FARC cada año.

Los campesinos, quienes siempre recibieron el grueso de la violencia de la guerra, identifican las políticas de comercio como el aspecto más problemático. El cultivo de coca y amapola comenzó a diseminarse después de un tratado, parecido al NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte, por sus siglas en inglés), que Colombia firmó con Estados Unidos. Dicho tratado redujo el precio al que los agricultores podían vender su fréjol en el mercado internacional a menos de la mitad y forzó a Ituango a importar comida por primera vez en su historia. El Gobierno también perturbó el mercado alimenticio a lo largo de la municipalidad después de que se sospechara que las FARC dominaban los abastecimientos, además de cortar la importación de cemento utilizado para la construcción de infraestructuras en la localidad porque, en la producción de cocaína, el cemento es un ingrediente clave.

Ni siquiera los colombianos que perdieron a familiares por la violencia de la guerra tienen asegurada una parte de los beneficios del proceso de paz. Incluso para recibir la nimia cantidad ofrecida por el fondo de compensación, las víctimas tienen que corresponder a un perfil angosto, ofrecer documentación que pocos tienen y atravesar una distancia que, para algunos, sería la más larga que han viajado en sus vidas. Muchos vuelven a Ituango con las manos vacías.

“Ser una víctima en Colombia significa sufrir hambre”, observó Claudia Pérez (nombre ficticio), cuyo padre anciano fue asesinado cuando, tras la muerte de su mujer, se rehusó a continuar pagando “impuestos” cobrados por las FARC. El primo de Pérez, un admirado abogado de derechos humanos, también fue asesinado. Un verdadero desagravio, dice ella, significaría preguntar a cada víctima: ¿Cuántos huevos come al día? ¿Le gustan las verduras? ¿Y la leche?

“Dejemos de lado el conflicto, dejemos de lado las armas y ampliemos la extracción”. Son palabras del negociador de paz principal del Gobierno colombiano, Humberto de la Calle, exhortando a un pequeño grupo de reporteros, políticos y jóvenes activistas locales reunidos dentro de un salón de conferencias para votar por el “Sí”, pocos días antes del plebiscito. Su charla parecía un show secundario de último minuto, escondido detrás de inversores de traje y corbata recién salidos del avión para escuchar cómo el aceite de palma colombiano debía figurar dentro de sus proyectos financieros.

“El aceite financiará la zona después del conflicto”, afirmó De la Calle, en referencia a los grandes vecinos aceiteros del país: Venezuela y Ecuador. Pero por aceite también se refería a la promesa del país de una fuente alternativa de combustible, desde biodiésel de aceite de palma hasta energía hidroeléctrica. “La paz abriría el camino a la inversión extranjera y liberaría las tierras ensangrentadas para la extracción”, dijo, como finalizando una presentación escolar.

Lo que asombra de la tierra colombiana después de la paz es que no haya manos limpias. Durante su presidencia, Uribe –a quien se acusa de tener vínculos con escuadrones de la muerte paramilitares– otorgó licencias medioambientales a velocidad récord. Durante su presidencia, Colombia se situó como el segundo país, detrás de la India, con mayor número de conflictos medioambientales no resueltos. Estos conflictos, según el grupo de defensa Environmental Justice Atlas, están concentrados a lo largo del río Cauca.

Las FARC antes sostenían una posición firme antiextractivista, pero esta se ha desinflado con el tiempo. El más repudiado de los proyectos de presa hidroeléctrica en Colombia, Quimbo, fue objetivo constante de ataques hasta que la compañía encargada pagó a las FARC para vigilar su infraestructura, según una fuente próxima a los insurgentes. Hasta hace dos años, las FARC presuntamente bombardeaban el área de construcción de la presa de Ituango. En un primer momento lo hicieron para reconquistar territorio perdido ante paramilitares y, después, ante la EPM, y no por razones ideológicas. El texto de las actuales negociaciones de paz no contiene salvaguardas medioambientales más allá de los términos “sostenible” y “respetuoso con el medio ambiente”.

Ríos Vivos es la vanguardia de la lucha contra la presa. Este colectivo activista está compuesto por familias desplazadas, ambientalistas, grupos jóvenes y nativos preocupados. No está en contra de las energías alternativas, sino de proyectos desarrollistas que les han sido impuestos. Con la construcción en marcha, el grupo dirigió sus esfuerzos hacia un proyecto energético “por y para el pueblo”. Testifican ante la Justicia, se manifiestan en las calles, escriben blogs, cantan canciones, recitan poemas, y establecen lazos con otros grupos interétnicos para proteger colectivamente sus territorios. Pero la guerra contra la presa emula la guerra a gran escala en Colombia, con estallidos de lucha en muchos campos a la vez.

La asociación de campesinos de Ituango, incluso, ha tenido que batallar para que sus miembros sean llamados campesinos, en vez de trabajadores agrícolas, lo cual reduce su capacidad de acción política. A pesar de varias etapas de reforma territorial y de una nueva agencia territorial creada durante el proceso de paz, todavía es palpable la carencia de herramientas para contrarrestar futuras transgresiones por parte de los promotores de la presa: títulos de propiedad y áreas de reserva para proteger la vida silvestre. Uno de los líderes campesinos dijo que es un escándalo que él ya no pueda acceder al río. Otro dijo que estaría totalmente de acuerdo con una presa artesanal y que es el aspecto multinacional lo que le molesta. Con o sin paz, con o sin presa, aseguran que mantendrán su voz en alto porque los problemas no terminarán pronto.

Más allá de la asociación, las campesinas indígenas, muchas de ellas viudas, dueñas por primera vez de terreno y cabezas de familia, han comenzado a organizarse, desde hace poco, para combatir a sus adversarios principales, el machismo y el racismo, tanto en el hogar como en el campo y en la vida pública.

Los estudiantes, espoleados tras un revés en una campaña que reivindicaba retirar una base militar instalada en el campus de la única escuela de oficios de la región, desfilaron con banderas por las calles de Medellín para concienciar a otros contra la presa. Los lugareños plantearon sin tapujos acciones de boicot contra las instalaciones de la constructora e incluso propusieron negarse a vender provisiones a EPM y a sus empleados conforme la construcción continúe.

“Es la primera vez que te veo impotente, debes de ser un río condenado a muerte por el solo crimen de tu potencial”. Claudia Pérez recita estas palabras de su ensayo Conversaciones con el Río, que se lee como un poema de amor. Sus pendientes de dominós y de signos de paz se balancean y su cabello tintado de rojo destella con un rayo ocasional de sol. Su casa mira a Ituango desde lo alto de un cerro, un santuario para ella y todos los perros y gatos que ha rescatado con el pasar de los años.

Pérez es profesora de Filosofía, pero ha dedicado la mayoría de sus lecturas a la historia. El primer asentamiento en esta zona del Cauca, explica, fue bautizado en honor de Gaspar de Rodas, el conquistador que reclamó la mayoría de Antioquia cuando se enamoró del Cauca. Esta aldea, fundada mucho antes que Medellín, fue reducida a cenizas en dos ocasiones por la población local de tuangos. De Rodas, de carácter tenaz, subió de las márgenes del río para asentarse aquí, en Ituango, y lo bautizó en nombre de los rebeldes indígenas. Pero los ataques no se aplacaron.

A diferencia de en otros países latinoamericanos, pocos pueblos indígenas sobrevivieron a la conquista colonial en Colombia. Las comunidades que lo lograron, sin embargo, mantienen la lucha. Río abajo, al otro lado del país, la multinacional azucarera InCauca ha plantado campos de caña para producir combustible de etanol. Todas las noches, el pueblo Nasa –autodenominados “liberadores de la Madre Tierra”– invaden los cultivos, cortan la caña y la queman.

Las FARC antes sostenían una posición firme antiextractivista, pero esta se ha desinflado con el tiempo

Pérez lamenta sentirse tan desconectada de sus ancestros indígenas y promete no permitir que la presa provoque lo mismo a la posteridad. Las víctimas más recientes de Ituango, escribe, “viajarán por un desplazamiento legal hacia una cultura de nadie, y sus imaginarios y culto al río flotarán, quizás, en los lodos del olvido junto a los primeros peces muertos”. El río Cauca ha absorbido la sangre de sus ancestros; es el único registro vivo de un pueblo borrado por la tragedia de una época.

“Decimos que no podemos hablar de la paz porque no la conocemos, pero la paz es una falacia”, afirma Pérez, con los ojos muy abiertos. Pero no cree del todo en sus propias palabras. La paz está en la sonrisa de los niños, en su amistad duradera, en la última partida nocturna de un juego de billar que nunca termina. Si Ituango –cuya intimidad con el desplazamiento y la destrucción no conoce ni principio ni fin– no puede hablar de paz, no queda claro quién puede hacerlo. Como Gabriel García Márquez escribió en Cien años de soledad, cuando el coronel Aureliano Buendía decidió finalmente poner fin a una de las treinta y dos guerras civiles que había comenzado “no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que terminarla”.

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P.-S.

LMd en español

Este texto es una versión actualizada del artículo publicado en la edición inglesa de Le Monde diplomatique. Traducción: Felipe Troya.

Naomi Cohen

Periodista con base en Quito (Ecuador). Su trabajo se centra en cuestiones de seguridad y migraciones.

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