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El misterioso asunto del estilo

por Sophie Divry, abril de 2017

“Encontrar un estilo propio” constituye para el escritor a la vez un mandato, un objetivo y un principio ético. La frase de Buffon, que data de 1753, se ha hecho célebre: “El estilo es el hombre”. Un escritor que quiera jugar en el patio de los mayores busca dar con un estilo muy personal, para ser a la vez identificado y distinguido. El summum de lo chic es ser reconocible en pocas líneas. El escritor que no lo consigue se acompleja: ¿será mediocre, diletante o esquizofrénico?

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Se supone que esta idea de encontrar un estilo propio anima a cada artista a crear un lenguaje personal. Pero la mayoría de veces se degrada en lo que el escritor Jean Lahougue llamaba el “postulado identitario”: una citación a permanecer prudentemente en un nicho estilístico etiquetado. Ahora bien, hay una gran diferencia entre la invención de un lenguaje para traducir la singularidad de una visión propia y la voluntad narcisista de tener un estilo reconocible marcado por “la impronta de su espíritu” (1).

En un principio, se trata, partiendo de una visión particular, de ahondar en la lengua hasta hacer surgir del interior “una especie de lengua extranjera”, tal y como decía Marcel Proust. Es una de las características de la experiencia literaria: embarcarse en una relación con el lenguaje que nos sustrae del cotidiano. Pensemos en Claude Simon, pero también en Arno Schmidt o en Clarice Lispector. En cada uno de sus libros encontramos una melodía singular. No todos los escritores saben pulsar esos resortes, y el proyecto literario de un artista puede situarse en otro plano sin ningún menoscabo. Pero, como en cualquier caso es difícil renunciar a esa ambición, algunos quieren encontrar un estilo a toda costa. De ello resultan libros con unos rasgos distintivos que les diferencian del resto de compañeros tanto como del resto de los mortales. Unos escribirán verbos al principio de la frase. Algunos trufarán el texto de repeticiones. Otros usarán anáforas. El resultado no rebasará la medianía. Hay que ser original pero no marginal. Y listo: se dirá que ese estilo es el suyo.

Sin embargo, reconozcámoslo, en sus comienzos un escritor no sabe cuál es su estilo. Se embarca en una batalla entre las convenciones de la lengua patria y su visión artística. Un manuscrito nace de este esfuerzo. Este primer texto es un jalón en su combate con la lengua y, por fuerza, adquiere una forma. Esta forma, clásica o inédita, es una mezcla de influencias, de odio o de amor a las palabras, de un compromiso respecto de la puntuación, etc.

Se imprime el texto y los hechos se imponen: este libro es él, es ella quien lo ha escrito. Bueno, la mayoría de las veces una primera novela no se vende. El joven autor se lanza nuevamente a la batalla con la lengua y crea otro texto, a veces con otro aspecto. Pero un día, un editor, un amigo o un crítico le dice algo así como: “Con este libro, por fin te has encontrado a ti mismo”. Entonces, el acuerdo al que ha llegado sobre la puntuación se convierte en artículo de fe. El autor se encastilla. Habría que estar loco para partir hacia nuevos parajes estilísticos en el momento en que llega el reconocimiento. Y además, ¿no dicen que “un escritor siempre escribe el mismo libro”? Por supuesto, no negamos que fijar un estilo es una manera de fijar una verdad sobre sí mismo –si ha sido duramente hallada– y de conseguir provocar un efecto particular –si no puede producirse de otra manera–. Pero forjar a toda costa un estilo pretendidamente original es también una manera de mantener las convenciones literarias…

Para un escritor, hay tres ventajas en permanecer en su nicho estilístico: la dicha de reproducir el mito del gran autor portador de un estilo siempre reconocible; la vanidad de creerse único; la seguridad de que nadie invadirá su terreno. Para los lectores, es tiempo ganado. Perdidos en la librería, saben qué libro adquirir para volver a encontrar el mismo disfrute en la lectura. Ya en las primeras líneas, reconocerán a su autor preferido. Eso evita las compras azarosas. Para los editores, el postulado identitario genera beneficios. Los intereses de las editoriales están ligados a cierta estabilidad estética. A corto o largo plazo, los autores deben ser rentables, ya sea económicamente (por las ventas) o simbólicamente (por el prestigio de tenerlos en el catálogo). A las editoriales les interesa presentar productos reconocibles y distintivos en un mercado muy competitivo. Ahora bien, la estabilidad es necesaria para que un patrimonio dé frutos.

Sin duda, Les Éditions de Minuit se ha convertido, desde los años 1990 y por un efecto bien conocido de institucionalización de la vanguardia, en la caricatura más evidente de la “editorial-estilo”. Da la impresión de seleccionar a sus autores por su grado de proximidad a la línea editorial, a riesgo de que sus escritores, aunque presentados como nuevos, aparezcan más bien como productos derivados de una gran marca con un estilo propio.

Finalmente, para determinados críticos, la unicidad estilística es muy práctica. Saben de antemano qué gafas ponerse para leer el último opus de X o Y. Si “El estilo es el hombre”, el libro será in fine el hombre o la mujer que lo haya escrito. Este axioma permite a los periodistas pasar rápidamente por el análisis del texto para centrarse a continuación en el autor, evaluable en retrato o entrevista. El mandato de encontrar un estilo arregla no pocos asuntos. Mala suerte si transforma a los escritores en pequeños rentistas, celosos de su estilo como el avaro de Molière de su arqueta.

Los escritores son, a menudo, como cada uno de nosotros, seres contradictorios, e intentan escapar de la identidad que se les asigna. Practican lo que se podría llamar una pluralidad estilística. Más que seguir la frase de Buffon, siguen la de Fernando Pessoa quien, en su Ultimatum de 1917, bajo el heterónimo Álvaro de Campos, reclamaba “la abolición del prejuicio de la individualidad”. Según Pessoa, “el mayor artista será el menos definido y el que escriba en el mayor número de géneros con el mayor número de contradicciones y desemejanzas. Ningún artista deberá tener una sola personalidad. Deberá tener varias, cada una constituida de estados de ánimo semejantes, destruyendo así la ficción grosera de que es uno e indivisible” (2).

La literatura nos permite cambiar de estilo con cada libro; cambiar de género entre la novela, la poesía y el teatro (Jacques Roubaud es muy dado a ello); cambiar de público escribiendo literatura llamada “de género”, literatura juvenil, etc. Éstas son las múltiples vías que han seguido, entre otros, Georges Perec, Roman Gary, Antoine Volodine y Joyce Carol Oates. Los autores que viven la literatura de esta manera adaptan su estilo al propósito de cada texto. Esta metamorfosis no entraña una devaluación del estilo. Está incluso bastante cerca de lo que decía el propio Gustave Flaubert. Su figura, todavía hoy, abruma a los autores franceses por su nivel de exigencia. “El estilo lo es todo” (3), escribe. Si observamos atentamente, vemos que la idea del estilo en Flaubert no está ligada a la expresión de una singularidad propia. Cuando se define como “hombre pluma”, quiere decir que toda su vida está presidida por la escritura, no que pretenda convertir su estilo en una especie de expansión de su yo. Flaubert afirmaba que “cada obra por escribir tiene su propia poética, que hay que encontrar” (4). No es, pues, el escritor quien alberga la poética en sí, sino el texto en proceso. Flaubert, en su exigencia extrema, no buscaba un estilo que remitiera a su humilde persona, sino un estilo que remitiera sólo al texto. Y si hay, pese a las similitudes, tantas diferencias entre Madame Bovary y Salambó, es porque, en la primera novela, Flaubert pretendía “transmitir un tono gris”, mientras que en la segunda buscaba “algo púrpura” (5).

En lugar de preguntarse “cómo expresar mi yo”, habría que preguntarse: “¿Cuál es el objetivo estilístico y moral de mi texto, y cuáles son los medios estilísticos que mejor se adaptan al mismo?”. Porque, no nos equivoquemos, siendo la obsesión por distinguirse de lo vulgar lo que une a artistas de todos los siglos, los escritores pasan fácilmente de la búsqueda de un estilo a la exaltación de su ego. Procurar una cierta pluralidad estilística permite, por el contrario, sustraerse de la vanidad del “escritor-soy-único-en-el-mundo”.

Con todo, el mandato de ser múltiple es tan estúpido como el mandato de ser único. La pluralidad estilística tiene sus límites. Incluso aguzando constantemente la curiosidad, incluso alimentándose de lecturas variadas, incluso bajo pseudónimo, un escritor no puede “renacer nuevo con cada aurora” (Pessoa). La vida nos ha modelado de tal manera que, como el caballo de Florian (6), creemos exilarnos mientras se nos lleva de vuelta a nuestra verde pradera. Pero, puesto que involuntariamente volvemos siempre a nuestras obsesiones, no busquemos deliberadamente el camino.

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P.-S.

Este texto ha sido extraído de Rouvrir le roman (Noir sur Blanc, col. “Notabilia”, París, 2017).

(1) Cf. la correspondencia entre Jean-Marie Laclavetine y Jean Lahougue, Écriverons et liserons en vingt lettres, Champ Vallon, Ceyzérieu, 1998.

(2) Fernando Pessoa, Ultimatum, Mille et une nuits, París, 1996.

(3) Carta a Louise Colet del 15 de enero de 1854.

(4) Carta del 1 febrero de 1852.

(5) Journal des Goncourt, entrada del 17 marzo de 1861, Robert Laffont, París, 1989.

(6) N. de la R.: Jean-Pierre Claris de Florian (1755-1794), autor de Fábulas.

Sophie Divry

Escritora. Autora del ensayo Rouvrir le roman (Noir sur Blanc, col. “Notabilia”, París, 2017).