Son cuatro y están un poco alejados de la última rotonda que lleva por una pequeña carretera a un puesto de control. No dejan de mirar a los veinte militantes de la Confederación General del Trabajo (CGT) que, en esta mañana de enero, congelados y con los brazos cargados de octavillas, esperan a los cientos de trabajadores de la inmensa obra vecina.
Se acerca una primera camioneta. Unos sindicalistas la detienen, interrogan a los obreros sobre su origen, y les extienden octavillas en portugués. Pese a la barrera lingüística, se establece un intercambio sobre sus derechos a través de la ventanilla entreabierta. En seguida, se acercan los cuatro hombres. “Les pido que circulen –lanza el de más edad, amenazante–. Vosotros no tenéis por qué hablarles. Entrad en la obra”. Los sindicalistas rechazan enérgicamente al grupo de cuatro, que vuelve a ponerse a un lado.
Cada vez que una camioneta se detiene, los (...)