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La era de los golpes de Estado suaves en América Latina

América Latina, habituada a los golpes de Estado militares, se convirtió, tras el invierno de las de las dictaduras, en un laboratorio de experimentación de políticas de izquierda. Sin embargo, Estados Unidos y sus aliados han aprendido a provocar la caída –o tratar de provocarla– de los gobiernos que le molestan, sin derramar demasiada sangre.

por Maurice Lemoine, agosto de 2014

Miami, 23 de septiembre de 2010. En las instalaciones del lujoso Bankers Club y bajo el auspicio del Instituto Interamericano por la Libertad y la Democracia, el anticastrista radical Carlos Alberto Montaner presentaba la conferencia “El derrumbe de los modelos del socialismo del siglo XXI”. Entre los asistentes se encontraban algunos exiliados ecuatorianos muy conocidos: Mario Ribadeneira, ex ministro del gobierno de Sixto Durán Ballén (1992-1996) –el apogeo del neoliberalismo en Quito–; Roberto Isaías, prófugo de la justicia tras haber provocado la quiebra fraudulenta de su banco, Filanbanco, el que fuera el más grande del país; el ex coronel Mario Pazmino, director del servicio de inteligencia del ejército, destituido en 2008 por el jefe de Estado Rafael Correa por sus lazos demasiado estrechos con la Central Intelligence Agency (CIA).

Orador del día, el ex coronel y luego presidente ecuatoriano Lucio Gutiérrez, expulsado del poder por una rebelión popular el 20 de abril de 2005, denunciaba la visión milenarista y mística de los socialistas, su marxismo pulverizado, su populismo peligroso. Predecía la llegada de una nueva era de felicidad y progreso. Siempre y cuando, por supuesto, se respetaran algunas condiciones… “Para acabar con el socialismo del siglo XXI, ¡es necesario terminar con Correa!”. Fue dicho e incluso grabado. Al igual que la explosión de aplausos que festejó la intervención.

Una semana más tarde, durante la noche del 29 al 30 de septiembre de 2010, en Quito, en uno de los veintiún salones del Swisshotel, una reunión de miembros de la oposición se prolongaba hasta las tres de la mañana. A las 7 horas, en el canal de televisión Ecuavisa, el programa “Contacto directo” recibía a Galo Lara. Frente a las cámaras, este dirigente del partido Sociedad Patriótica (SP) mencionaba la “ley de servicio público” que acababa de aprobar la Asamblea Nacional e involucraba a diversas categorías de funcionarios, entre ellos, los policías. Ponía fin a una serie de privilegios: bonificaciones, primas por la entrega de medallas y condecoraciones, regalos navideños, etc. A cambio, les otorgaba otras ventajas, como el pago de horas extras y el acceso a programas de viviendas sociales. Sin embargo, las palabras de Lara sonaban como latigazos: “El presidente Correa le quitó sus juguetes a los hijos de los policías. ¡Por eso tiene miedo de que lo linchen! ¡Por eso prepara sus valijas para abandonar el país!”. Vaya sorpresa… Un artículo apocalíptico del editorialista estrella Emilio Palacio aparecía también en el diario El Universo.

Cuando, a las 8 horas, Correa se enteró de que, para protestar contra la famosa ley, los policías llevaban a cabo una huelga de brazos caídos en el recinto del Regimiento Quito, no dudó un segundo, recuerda su entonces ministro del Interior, Gustavo Jalkh: “Se trata de un malentendido, voy a negociar directamente con ellos”. Tras abandonar el palacio presidencial de Carondelet, ambos se dirigieron al lugar. La noticia de su presencia se propagó entre la multitud de ochocientos miembros de las fuerzas del orden allí concentrados. “¡Vienen los comunistas!”; “¡Fuera los chavistas!”, en referencia, por supuesto, al presidente venezolano Hugo Chávez (fallecido en 2013).

Mezclados entre los policías rasos, los cabecillas –gafas negras, radiotransmisores, teléfonos móviles– organizaban los disturbios. Entre ellos, no podía faltar Fidel Araujo, portavoz del ex presidente Gutiérrez y dirigente de la SP, su partido.

Empujones, insultos, gases lacrimógenos arrojados al jefe de Estado. Desde una ventana del segundo piso, donde un puñado de guardaespaldas lograron a duras penas hacerlo entrar, Correa intentó pronunciar un discurso: “Esta ley mejorará sus condiciones. Trabajamos para la policía, ¡recuerden todo lo que han recibido!” (1).

Fue abucheado. Llegó a escuchar: “¡Atrápenlo! ¡Mátenlo!”. Los disturbios lo aturdían. Se aflojó entonces la corbata y se abrió el cuello de la camisa en un gesto de desafío: “Señores, si quieren matar al presidente, aquí está: ¡mátenlo si les da la gana! ¡Mátenlo si tienen valor, en vez de estar en la muchedumbre cobardemente escondidos!”. ¿Impudencia? ¿Imprudencia? Por su espectacularidad, el episodio no pasaría inadvertido.

Cuatrocientos soldados tomaron el control del aeropuerto Mariscal Sucre de Quito. También fueron sitiados: la base aérea de Latacunga; la Asamblea Nacional (por la Guardia Legislativa, que se supone que está para protegerla); el puerto y los aeropuertos de Guayaquil, la ciudad más poblada del país. Allí, a partir de las 9 horas, misteriosamente informadas de que las fuerzas del orden habían abandonado las calles, bandas de delincuentes rompieron escaparates, saquearon negocios y cajeros automáticos, aterrorizando a los ciudadanos.

Al igual que en Venezuela el 13 de abril de 2002, durante el secuestro de Chávez en el intento de golpe de Estado, decenas de miles de ciudadanos salieron a las calles en señal de apoyo a su dirigente. En cambio, una parte de la oposición llamada democrática condicionaba su apoyo; otra, al igual que el jefe del grupo parlamentario Pachakutik –brazo político de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE)–, Cléver Jiménez, invitaba a los movimientos indígena y sociales (¡que no la seguirían!) a conformar un “frente nacional” para exigir la partida del presidente.

Herido, asfixiado por los gases lacrimógenos, Correa debió refugiarse en el Hospital de Policía contiguo al Regimiento Quito. Asediado en el tercer piso, amenazado por los amotinados, permanecería allí secuestrado más de diez horas, hasta que, a las 20 horas, el Grupo de Operaciones Especiales (GOE) del ejército y elementos leales del Grupo de Intervención y Rescate (GIR) de la policía fueron finalmente a rescatarlo. En los radiotransmisores de los policías apostados fuera del establecimiento, se captaban instrucciones: “¡Saquen a Correa y llévenselo antes de que lleguen los chuspangos (militares)!”; “¡Mátenlo, maten al presidente!”. Éste salió finalmente en medio de un intenso tiroteo. Un soldado que lo protegía cayó, mortalmente herido; otro, que le prestó su chaleco antibalas, tenía el pulmón perforado. En el vehículo del jefe de Estado, se encontrarían cinco impactos de balas; diecisiete en los automóviles que lo escoltaron. Saldo de la jornada: diez muertos y alrededor de trescientos heridos.

¿Derrape de un movimiento espontáneo? Desde hacía varias semanas, una lluvia de correos electrónicos y panfletos había inundado el seno de la institución policial. Todos, desvirtuando sus términos, denunciaban la famosa ley. De hecho, algunas facciones acostumbradas a la impunidad habían visto con malos ojos la detención y condena de miembros de una unidad especializada, el Grupo de Apoyo Operacional (GAO), responsables de torturas y desapariciones. En cuanto a la Comisión de la Verdad, creada para esclarecer los crímenes de la represión en los años 1980 (2), algunos habrían prescindido con gusto de ella. A lo que se suma la política social del presidente Correa, su cercanía a los gobiernos progresistas de la región y la integración de Ecuador en el seno de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de nuestra América (ALBA), el cierre de la base militar estadounidense de Manta: bajo el elegante barniz de la defensa de sus intereses, se manipuló a los policías. Ese 30-S (30 de septiembre) no se trató de una simple insubordinación, sino claramente de un intento de golpe de Estado.

“Normalmente, aconsejados por sus equipos de seguridad, los presidentes no se exponen y permanecen encerrados en Carondelet, donde… se encuentran más bien atrapados”, observa Óscar Bonilla, miembro de la Comisión 30-S, encargada de establecer la verdad sobre el levantamiento. El ministro de Cultura Francisco Velasco completa su reflexión: “Con los policías acantonados en los cuarteles, grupos de delincuentes generando caos afuera y obligando a los ciudadanos a permanecer en sus casas, el escenario era perfecto para que, al cabo de algunos días de una rebelión cada vez más intensa, un grupo de militares, vinculados a diputados de la oposición y a los sectores ligados a los intereses internacionales, declarara un vacío de poder e interviniera, en nombre de la ‘gobernabilidad’”. Se sabe aquí cómo los generales se comportaron en el pasado, durante rebeliones –populares y no violentas– contra los presidentes Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y Gutiérrez (2005): cuando la agitación alcanzó su paroxismo, el ejército los soltó, y, para calmar los ánimos, dio su aval a su destitución.

Paradójicamente, con la temeridad que le reprocharon en reiteradas oportunidades, desplazándose al Regimiento Quito y dejando al descubierto la conspiración, el jefe de Estado alteró el escenario previsto –darle una “salida constitucional a la crisis”– y salvó la “revolución ciudadana”.

Durante los dos días siguientes, la oposición y los medios de comunicación locales no se privarían de dar una versión muy particular de los hechos: no hubo intento de golpe de Estado; no hubo secuestro; no hubo intención de asesinar al presidente; el único responsable de la situación era… el propio Correa. En El Universo, un editorial de Palacio reclamaría incluso su comparecencia ante el Tribunal Penal Internacional (TPI) por “crimen de lesa humanidad”, ya que “ordenó al ejército disparar contra un hospital”. El artículo generaría una acción judicial por parte del presidente, una polémica sobre la “libertad de expresión” y el exilio de Palacio.

En el exterior, la mayoría de los periodistas retomarían todos estos argumentos, o, en el mejor de los casos, los difundirían sin cuestionarlos: “La oposición (…) considera que la imprudencia y la arrogancia del presidente generaron los excesos”, escribió por ejemplo Le Monde (París) el 12 de enero de 2011.

Pocas veces analizado, vale la pena detenerse en el episodio ecuatoriano: representa un ejemplo de las nuevas estrategias implementadas para expulsar del poder a un jefe de Estado considerado molesto. Desde luego, lejos parecen estar los tiempos en que en América Latina y el Caribe, con la ayuda de Washington, los militares se deshacían de gobiernos constitucionales surgidos de elecciones democráticas. Sin embargo, cuando una ola de dirigentes carismáticos, de izquierda o centroizquierda, llegaron al poder a partir de 1999 movilizando a los desfavorecidos, golpes de Estado y otros intentos de desestabilización, abortados o concretados, tuvieron lugar en Venezuela (2002, 2003, 2014), Haití (2004), Bolivia (2008), Honduras (2009), Ecuador (2010) y Paraguay (2012). Pero las fuerzas conservadoras aprendieron que, para la opinión pública internacional, los métodos sangrientos resultan contraproducentes y que, al menos en Latinomérica, un “golpe” clásico ya no tiene cabida. Entonces, las técnicas evolucionaron.

Utilizada durante la guerra, la acción psicológica también desempeña un papel importante en tiempos de paz. A comienzos de los años 1970, el diario chileno El Mercurio preparó activamente el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 contra Salvador Allende. Pero existían entonces, particularmente en Europa, publicaciones progresistas capaces de desmontar esta propaganda y denunciarla. Salvo escasas excepciones, esto ya no sucede. Coincidiendo con una adhesión general al neoliberalismo así como al orden impuesto por Estados Unidos y la Unión Europea, la aparición de internet (donde lo mejor se codea con lo peor) y la generalización del “copiar-pegar” uniformizaron la información de los medios de comunicación llamados “occidentales”.

Al igual que ocurrió con El Mercurio en Chile, se reprodujo en otras partes (3): Clarín y La Nación en Argentina; O Globo y Folha en Brasil; El Nacional, Tal Cual y El Universal en Venezuela; La Hora, El Comercio y El Universo en Ecuador; La Tribuna, El Heraldo y La Prensa en Honduras; El Deber y La Razón en Bolivia; El Tiempo y Semana en Colombia. Sin olvidarse de CNN, The Wall Street Journal, The Washington Post o Miami Herald en Estados Unidos, Financial Times en Reino Unido, El País, El Mundo y ABC en España, Le Monde, Libération y los medios públicos audiovisuales en Francia, por sólo citar a algunos.

Semejante paisaje autoriza la implementación, sin que todos sus actores sean siquiera conscientes de participar en ellas, de sutiles “psy-ops” (operaciones psicológicas) destinadas a manipular o desestabilizar internamente a los gobiernos en cuestión, y dar una imagen negativa de éstos en el exterior. Se ubican entonces mucho más allá de la necesaria crítica de las políticas llevadas a cabo. Continuamente repetido, el término “populismo” (4) permite, por ejemplo, relegar a un segundo plano la reducción de la pobreza, la redistribución de la riqueza y los avances sociales a veces muy importantes de los países en cuestión, transformando sus decisiones soberanas en “políticas irresponsables incompatibles con la democracia”.

En Venezuela, a comienzos de los años 2000, ante la perspectiva del intento de golpe de Estado contra Chávez, la opinión pública sufrió el bombardeo de títulos escandalosos de El Nacional y (entre otros) de El Universal –“Talibanes en la Asamblea Nacional”, “Octubre negro”, “Terroristas en el gobierno”– y llamamientos a derrocar al presidente: una etapa comparable a la preparación de artillería que precede al asalto en una campaña militar.

Primer elemento del acondicionamiento destinado a la prensa y las diplomacias extranjeras: la “sociedad civil” manifestaba su descontento. ¡Expresión mágica! El anuncio de una movilización de la “oposición de derecha” reviste un sentido que el lector medio puede descifrar perfectamente; la presentación de una “sociedad civil” por definición simpática reviste otro sentido, aun cuando ésta –pero ¿para qué precisarlo?– sólo representa, a la salida de las urnas, a una minoría.

En el marco de la crisis que estalló en febrero de 2014, se reemplazaría el término “sociedad civil” por el de “estudiantes”, más presentable que “extrema derecha en acción”. Cabe recordar que, en Chile, bajo el gobierno de Allende, dos movimientos desempeñaron un papel clave durante la preparación del golpe: el poder femenino, con sus marchas “de las cacerolas vacías” –justificadas por las penurias en gran parte orquestadas–, y la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC)…

Para reforzar la imagen de una multitud pacífica enfrentando una dictadura, conviene poder mostrar a víctimas inocentes. El 11 de abril de 2002, siempre en Venezuela, mientras que la famosa “sociedad civil” se manifestaba, francotiradores mataban a varios de sus miembros (así como a partidarios del presidente). Se había encontrado la excusa para que un grupo de militares detuviera a Chávez, acusado de haber enviado a sus “milicias”, sus “camisas pardas”, a reprimir a la oposición. Doce años más tarde, los colectivos (de todo tipo: sociales, culturales, educativos, deportivos, etc.), sistemáticamente calificados con el adjetivo de “paramilitares”, sufren la misma campaña de demonización.

Ofreciendo la ventaja de no poder ser identificados, los famosos francotiradores también fueron utilizados, indirectamente esta vez, para provocar el derrocamiento de Fernando Lugo en Paraguay. Mientras que, desde que asumió el poder, sus opositores mencionaban regularmente, bajo los pretextos más diversos, la “destitución” del presidente, un conflicto campesino brindó la ocasión de poner en marcha la operación. Ésta se desarrolló el 15 de junio de 2012, en un lugar llamado Marina Kue, cuando una intervención policial contra una ocupación de tierras arrojó el saldo, al término de un tiroteo, de diecisiete muertos: once campesinos y seis policías. La responsabilidad del drama se atribuyó a los “sin tierra”, que habrían tendido una emboscada a las fuerzas del orden.

Sin embargo, el dirigente campesino Vidal Vega (entre otros testigos), que llevó a cabo una investigación paralela, afirmó que elementos “infiltrados” habrían desatado el tiroteo disparando a la vez contra sus compañeros y los policías. Al término de un juicio político express, hábilmente impulsado por el Congreso, el episodio permitió destituir a Lugo, acusado de haber fomentado, con su política, la violencia contra los dueños de las tierras. Vega fue asesinado por dos sicarios encapuchados (5).

El 28 de junio de 2009, fue Honduras, miembro del ALBA, el que sirvió de laboratorio para este tipo de “golpe de Estado constitucional” –los más fáciles de ser aceptados, ya que los golpistas pueden utilizar la expresión “renuncia forzada” (y hacer que la prensa internacional, no muy cuidadosa con el vocabulario, se refiera al “presidente depuesto”). Los parlamentarios destituyeron a Manuel Zelaya con un pretexto falaz: su supuesta intención de hacerse reelegir violando la Constitución, cuando en realidad había querido organizar una consulta, sin carácter vinculante, sobre la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente (6). Pero el interés de la técnica utilizada radica sin embargo en lo que siguió.

El 28 de junio, fue un comando militar el que detuvo a Zelaya, lo hizo subir a un avión con destino a Costa Rica y reprimió violentamente a sus partidarios que salieron a las calles. Sin embargo, el ejecutor del trabajo sucio, el general Romeo Vásquez, entregó inmediatamente el poder al presidente del Congreso Roberto Micheletti. La maniobra fue perfecta: “sometidos al poder civil”, los militares permitieron una “sucesión presidencial”. Pronto, el régimen golpista de Micheletti sería rebautizado como “gobierno de transición”. En 2002, en Venezuela, una vez que cometieron el delito, los generales y almirantes traidores habían procedido del mismo modo entregando las llaves del palacio presidencial al patrón de los patrones Pedro Carmona.

En resumen, mientras que en el pasado los militares, tras haber actuado en favor de tal o cual facción, permanecían en el poder, actualmente regresan a sus cuarteles. La dictadura civil se vuelve transparente, y nadie puede denunciar a un nuevo Augusto Pinochet. Bastará con organizar, unos meses más tarde, elecciones “controladas”, suspendiendo la breve marginación del país por parte de la comunidad latinoamericana (o internacional), y listo (7).

A comienzos del siglo XXI, Washington aún concibe la democracia como una mera herramienta que permite el buen funcionamiento del mercado. La “nueva izquierda” latinoamericana escapa a su tradicional hegemonía poniendo fin a la gran novela de la globalización feliz, nacionalizando sus recursos naturales, afirmando su independencia. ¿Qué hacer? Bajo el gobierno de Richard Nixon y Ronald Reagan, armados con su biblia, la “doctrina de seguridad nacional”, las cosas eran claras: para mantener el control, se trataba de librar una guerra total, generalizada, absoluta. Con George W. Bush, lo siguen siendo: Estados Unidos está directamente implicado en el intento de golpe de 2002 en Venezuela.

En Bolivia, país que, gobernado por el indio Evo Morales, “ya no tiene amos sino aliados” (8), el embajador estadounidense Philip Goldberg, quien llegó en octubre de 2006, mantuvo continuas relaciones con miembros de la oposición de la Media Luna, los departamentos ricos en hidrocarburos y gas de Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando (9). De 2004 a 2006, había dirigido la misión estadounidense en Pristina, Kosovo. Como por casualidad, con la lucha contra el proyecto “estatal, autoritario e indigenista” (“indigenista reemplaza aquí “populista”) de Morales, Bolivia, “satélite del chavismo” (10), entró a su vez en un proceso de… balcanización.

A partir del 4 de mayo de 2008, los departamentos de la Media Luna organizaron sucesivamente referendos ilegales para aprobar un estatuto de autonomía que se parecía mucho a una declaración de independencia. Estallaron violentos disturbios. Grupos de choque “autonomistas” sembraron el terror, tomaron aeropuertos así como las instalaciones y edificios del gobierno. En septiembre, los paramilitares asesinaron a treinta campesinos en el departamento de Pando.

En ningún momento se produciría la tradicional proclama golpista sobre la “toma del poder”. Pero, al igual que en Venezuela en 2014 (11), se trataba de hacer que corriera sangre, ya fuera a través de la “violencia espontánea” o de la represión gubernamental de esa “violencia espontánea”, y de volver al país ingobernable, con el objetivo de lograr una condena general del poder por parte de la “comunidad internacional” que tornara aceptable la renuncia forzada o la separación del jefe de Estado.

En Bolivia, apostando por la movilización popular antes que por la represión militar, Morales, apoyado además por la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), haría fracasar el plan. ¿Hace falta decirlo? Cuando, el 10 de septiembre de 2008, La Paz le dio setenta y dos horas al embajador Goldberg para abandonar el país, la fiebre separatista bajó bruscamente.

Cuando los acontecimientos del 28 de junio de 2009 conmocionaron a Honduras, Barack Obama reemplazó a Bush en la Casa Blanca. Sin embargo, el avión que procedió al traslado forzoso de Zelaya de Tegucigalpa a San José de Costa Rica (treinta minutos de vuelo) hizo escala en la base militar estadounidense de Palmerola, situada desde los años 1980 en territorio hondureño. Pero, ¡nadie se dio cuenta de nada!

“Cuando le pregunté al presidente Correa si Estados Unidos estaba detrás del 30-S, me respondió: ‘No existen pruebas, pero… nunca hay que descartar esa posibilidad’”, señala sonriente, en Quito, Juan Paz y Miño (12). Posteriormente, el presidente ecuatoriano precisaría su pensamiento cuando, desligando de responsabilidad directa al presidente Obama, pondría en tela de juicio a la CIA: “De lo que tenemos certeza es de que hay [en Estados Unidos] grupos de extrema derecha, numerosas fundaciones que financian a los grupos y a muchos que conspiran contra nuestro gobierno…” (13).

En 1983, a instancias de Reagan y bajo la égida del Congreso, se creó la National Endowment for Democracy (NED), destinada a “promover la democracia” en el mundo. Junto con la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID), el Instituto Republicano Internacional (IRI), el Instituto Nacional Demócrata (NDI) y el Instituto de Estados Unidos para la Paz (USIP), pero también con una nebulosa de think-tanks y fundaciones –Freedom House, Open Society Institute, etc.–, e incluso con oficinas de regiones alejadas, como Otpor (“Resistencia”), surgida en Serbia a finales del siglo pasado, la oposición y sus organizaciones no gubernamentales (ONG) son financiadas y preparadas tanto ideológica como técnicamente.

Sólo en el período 2013-2014, 14 millones de dólares llegaron por diversos canales a la oposición venezolana, tanto para las campañas electorales como para las “protestas pacíficas” de 2014, que presentan todas las características de una rebelión antidemocrática. La Mesa de la Unidad Democrática (MUD) recibió 100.000 dólares para un proyecto de intercambio con organizaciones bolivianas, nicaragüenses y argentinas con el fin de “compartir las lecciones aprendidas en Venezuela y permitir adaptar su experiencia a dichos países” (14).

Sólo suele recordarse, tratándose de la República Bolivariana de Venezuela, el intento de golpe de Estado de abril de 2002. En realidad, antes y después, la ofensiva nunca cesó. Diciembre de 2001: huelga general (organizada por la patronal); diciembre de 2002-enero de 2003: desestabilización económica por la paralización de la empresa petrolera nacional, militares llamando al levantamiento desde la “zona liberada” de la plaza Altamira (barrios elegantes de Caracas); 2004: primeras guarimbas (bloqueos de calles y barricadas), incursión de un centenar de paramilitares colombianos cerca de Caracas; 2014… “Aquí, nos confía el ministro del Interior venezolano Miguel Rodríguez Torres, aplican lo que la izquierda llamaba la ‘combinación de todas las formas de lucha’. Y si uno hace la lista de actores implicados, son los mismos desde el comienzo; las mismas estructuras, con algunas variantes. Lo que cambia, cada vez, es el método”.

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(1) Desde 2007, el salario de los policías rasos aumentó de 355 a 886 dólares; el de un sargento, de 707 a 1.329 dólares.

(2) Véase Hernando Calvo Ospina, Tais-toi et respire, Bruno Leprince, París, 2013.

(3) Véase Renaud Lambert, “En Latinoamérica, los gobiernos se enfrentan a los dueños de los medios de comunicación”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2012.

(4) Véase Gérard Mauger, “‘Populismo’, itinerario de una palabra errante”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2014.

(5) Véase “Paraguay: un país devorado por la soja”, Le Monde diplomatique en español, enero de 2014.

(6) Véase Ignacio Ramonet, “Honduras”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2009.

(7) Renaud Lambert, “Honduras: retour à l’OEA, retour à la normale?”, La valise diplomatique, junio de 2011.

(8) Le Courrier, Ginebra, 30 de junio de 2007.

(9) Véase Hernando Calvo Ospina, “Destabilización en Bolivia”, Le Monde diplomatique en español, julio de 2010.

(10) “Bolivia es un satélite absoluto del chavismo”, El País, Madrid, 9 de agosto de 2008.

(11) Léase Alexander Main, “Tentación de un golpe de Estado”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2014.

(12) Juan J. Paz y Miño Cepeda, autor de Insubordinación o golpe, Abya Yala, Quito, 2011.

(13) Telesur, 4 de enero de 2011.

(14) “Eva Golinger - Sigue la mano sucia de la NED en Venezuela”, 21 de abril de 2014, www.contrainjerencia.com

Maurice Lemoine

Periodista y escritor. Autor de Les Enfants cachés du général Pinochet, Don Quichotte, París, 2015.