I
Yinzi había ido simplemente a comprar unas cervezas. A su regreso, con tanta certeza como si las botellas que tenía en la mano hubiesen explotado sin ruido, el universo se había derrumbado. La tienda, una casucha blanca de tres cuerpos al final de la calle que bordea el río, vendía cigarrillos, bebidas, caramelos, galletas y una variedad bastante tentadora de esos snacks que se comen para hacer bajar el alcohol. Allí también se encontraban los elementos de cocina y las camas del dueño y su familia. Según Jinbang, el amigo gracias al cual había conseguido el trabajo, el agua que corría brillante y límpida a sus pies era la que bebían todos los pequineses, incluidos los dirigentes del Estado.
Con las botellas en la mano, desde la orilla, se tomó un tiempo para admirar la capital, río abajo. Los cristales de su bosque de rascacielos brillaban hasta tal punto que (...)