A menudo se considera a Israel como uno de los Estados más religiosos del mundo; lo es todavía más de lo que se imagina. Aquí, religión y Estado son indisociables. La ortodoxia judía acompaña a los ciudadanos desde su nacimiento hasta su muerte, ya sean creyentes, agnósticos o ateos. Pero como si eso no fuera suficiente, un segundo dogma limita la vida de los israelíes: el de la seguridad. En cada etapa de su vida les impone sus reglas implacables.
Esta religión se basa en la creencia de que Israel vive bajo una amenaza permanente –convicción que descansa en cierta lectura de la realidad, pero que se nutre igualmente de mitos meticulosamente conservados–. Nuestros gobernantes orquestan así campañas de miedo. Exageran los peligros reales, inventan otros y alimentan la idea de que seríamos víctimas de persecuciones constantes. Y esto es así desde la creación del Estado.
Durante la guerra de 1948, inmediatamente (...)