“¡Queremos trabajo y desarrollo!”. En este día de abril de 2016, una veintena de campesinos alzan sus machetes en torno a un líder, que lleva una pistola en el cinturón. Frente a ellos, amerindios lencas, acompañados por ecologistas de diversas nacionalidades, intentan llegar a la sede de la presa Agua Zarca. Quieren continuar la lucha de Berta Cáceres, galardonada con el Premio Goldman de Medio Ambiente en 2015 y asesinada al año siguiente, o la de Nelson García, asesinado quince días después de ella. Al poco tiempo, la delegación internacional tiene que retroceder para escapar de los machetes amenazantes y de las pedradas. Los policías permanecen inmóviles.
La escena se desarrolla en San Francisco de Ojuera, en el oeste de Honduras. Ofrece una nueva muestra de la acostumbrada colusión entre las fuerzas del orden y los apoyos de la empresa hidroeléctrica Desarrollos Energéticos S.A.(DESA). Desde que el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH) –creado en parte con el impulso de Berta Cáceres– empezó a protestar contra este proyecto de presa, se ha observado la militarización de la zona y un incremento del acoso policial. Los arrestos arbitrarios han pasado a ser prácticas habituales.
En 2009, menos de dos meses después del golpe de Estado militar (apoyado por la derecha) que derrocó al presidente Manuel Zelaya (1), Honduras adoptó la Ley General de Aguas, que autoriza la entrega de concesiones sobre una tercera parte de los recursos hídricos del país. Pasado menos de un año, ya se habían otorgado cuarenta… y los asesinatos selectivos de manifestantes se multiplicaron. En seis años, 109 hondureños fueron asesinados por haberse posicionado en contra de distintos proyectos de presas hidroeléctricas, de explotación minera, forestal o agroindustrial (2).
Este balance no es exclusivo del país: al menos cuarenta defensores de ríos han sido asesinados en diez años en toda América Central, según el Movimiento Mexicano de Afectados por las Presas y en Defensa de los Ríos (MAPDER) (3). En octubre de 2014 mataron a Atilano Román Tirado, dirigente de un movimiento de agricultores mexicanos desplazados por la presa Picachos. Estaba presentando su programa de radio y sus oyentes pudieron oír los disparos en directo. En Guatemala, donde el Gobierno del presidente Otto Pérez Molina se vio obligado a dimitir en septiembre de 2015 tras un gran escándalo de corrupción, se cuentan por lo menos trece muertos, de los cuales dos son niños de la etnia maya q’eqchi’ y originarios del pueblo de Monte Olivo. Tanto allí como en otros lugares de la región, la oligarquía es la principal beneficiaria de este entusiasmo por la “hulla blanca” (la energía hidroeléctrica), incentivada por los préstamos de bancos internacionales –Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE)– y las filiales de las agencias de cooperación europeas que se dedican al apoyo del sector privado de los países del Sur: la francesa Proparco (filial de la Agencia Francesa de Desarrollo), la alemana DEG, la neerlandesa FMO… Estos organismos de economía mixta no dudaron en aliarse más o menos discretamente con fondos de pensiones y multinacionales mediante complejos entramados.
Las concesiones, facilitadas por prácticas clientelistas y especulativas, se multiplican tanto que los proyectos hidroeléctricos pululan por toda América Central: 111 en Panamá, unos 60 en Costa Rica, más de 30 en Nicaragua, al menos 40 en Honduras, unos 20 en El Salvador, más de 50 en Guatemala y en México… Todas estas presas, previstas o ya en construcción, forman parte de un vasto programa de integración regional: el Proyecto Mesoamérica (PM), una versión más presentable del controvertido Plan Puebla Panamá (4), que pretendía acabar con las desigualdades reforzando la liberalización de los intercambios gracias al desarrollo masivo de las infraestructuras regionales. Este nuevo programa promueve la energía conocida como “renovable” en nombre de la lucha contra el calentamiento global. Se trata de conectar esta multitud de centrales hidroeléctricas a la nueva línea de alta tensión de 1.800 kilómetros que atraviesa seis países, de Panamá a Guatemala. Este Sistema de Interconexión Eléctrica de los Países de América Central (SIEPAC) cuenta con la transnacional italo-española Endesa-ENEL entre sus accionistas. A su lado, todas las compañías nacionales de electricidad de los países afectados se encuentran en vías de privatización…
“El objetivo es promover un mercado regional de la electricidad, competitivo, abierto a las empresas del sector eléctrico de cada país, ya sean productoras o distribuidoras de energía”, nos explica Giovanni Hernández, secretario ejecutivo de la Comisión Regional de Interconexión Eléctrica (CRIE), el organismo regulador de este mercado, con sede en la ciudad de Guatemala. Al autorizar la importación y la exportación de energía de un país a otro, este gran mercado de la electricidad debe “servir al crecimiento económico en un esquema ‘ganador-ganador’”. La lógica de este equilibrio sería evidente: la competencia entre actores privados garantizaría mejores servicios con tarifas más ventajosas para los usuarios.
Al ver que estas promesas no se cumplen, los opositores a las presas de los países que atraviesa el SIEPAC se preocupan por los abandonos de soberanía que engendran estas concesiones: dejando a un lado Costa Rica, donde los movimientos sociales luchan desde hace unos veinte años para preservar el sector público, alrededor del 80% de la producción de electricidad de América Central ya está privatizada. Sociedades transnacionales (AES, ENEL, Gas Natural Fenosa, TSK-Melfosur, Engie, etc.) y regionales (Grupo Terra, Lufussa) conquistaron las cuotas de mercado más importantes tanto en la distribución como en la producción de electricidad (5).
En Guatemala, donde la privatización del sector energético estuvo subordinada a la reconstrucción después del final de la guerra civil en 1996, muchos campesinos ya no pueden pagar las facturas de la electricidad, a pesar de que sólo usan dos o tres bombillas en cada hogar. “La cuenta asciende a más del 20% de su salario –observa Thelma Cabrera, presidenta del Comité de Desarrollo Campesino (CODECA)–. En veinte años, el precio del kilovatio hora ha ido aumentado hasta volverse el más elevado de toda América Central y de muchos países de América Latina”. En 2015, la empresa Energuate (del grupo británico Actis) facturaba el kilovatio hora a alrededor de 25 centavos de dólar, es decir, 2,5 veces más que el precio medio para los particulares en los demás países de América Central.
Para protestar contra esta situación y exigir la renacionalización de los servicios eléctricos, los miembros del CODECA se niegan a pagar y se conectan a la red de manera clandestina. Los tres principales movimientos guatemaltecos de resistencia a estos aumentos de las tarifas se exponen así a la represión. Entre 2012 y 2014, 97 personas fueron encarceladas, 220 heridas, 17 asesinadas. La mayoría durante manifestaciones (6).
Aunque las privatizaciones todavía no han generado las bajadas esperadas en las tarifas, la multiplicación de presas “debería contribuir a que se generaran –asegura Luis Manuel Buján Loaiza, director financiero de la empresa propietaria de la red SIEPAC (EPR), instalada en San José, la capital de Costa Rica–. La hidroelectricidad es hasta ahora la energía más barata de producir, lo que, a su debido tiempo, debería verse reflejado en las facturas de los usuarios”. Sin embargo, el caso de Costa Rica proporciona un nuevo contraejemplo: en este país en el que ya en 2015 el 72% de la electricidad producida era de origen hidráulico, las tarifas subieron hasta 2013, permaneciendo después entre las más elevadas de la región, especialmente para los particulares (7).
Tras la estela de Guatemala, primer exportador de electricidad de América Central, Costa Rica se suma a esta vía sin tener en cuenta a las poblaciones locales, que no obtienen ningún beneficio, deben ser desplazadas o ven afectado su entorno. Este país, ya autosuficiente con el 97% de su electricidad suministrada gracias a las energías renovables, pretende construir la presa más grande de la región, provista de una reserva que cubre más de 6.800 hectáreas, sobre el territorio de los amerindios Terraba. “Por su tamaño, este proyecto bautizado como ‘El Diquís’ va a emitir tanta cantidad de metano –un gas de efecto invernadero que emana de la descomposición de la vegetación tropical inundada– que es difícil considerarlo más ecológico que una central termoeléctrica”, destaca el profesor Jorge Lobo, biólogo en la Universidad Nacional de Costa Rica. Aunque producen una energía “renovable”, las presas, en particular las más grandes, están lejos de tener un impacto insignificante sobre el medio ambiente: tierras cultivables inundadas, aceleración de la erosión, retención de los sedimentos, modificación de la distribución de las aguas y de los ecosistemas, reducción de la biodiversidad, etc.
“¿Es razonable multiplicar las presas hidroeléctricas en nombre de la lucha contra el calentamiento global sin cuestionar un modelo de desarrollo destructor hiperconsumista en energía?”, pregunta el presidente de la Federación Ecologista de Costa Rica, Mauricio Álvarez. Su organización cuestiona las proyecciones de consumo energético oficiales que justifican la necesidad de las presas. Estas evaluaciones hacen caso omiso de cualquier sobriedad energética y están calculadas sobre la base del desarrollo de una economía minera y extractiva al mismo tiempo contaminante, muy consumidora de electricidad y generadora de conflictos socio-territoriales mortíferos.
En Panamá, la presa Barro Blanco, contra la que protestan los amerindios ngäbes, va a producir la cantidad de electricidad necesaria para un solo gran centro comercial climatizado, más energívoro aún que cada uno de los rascacielos de la capital. A pesar de duros años de protestas, la población de tres aldeas ngäbes está a punto de ser expulsada con la finalización del embalse y su llenado. Éste fue construido cerca de la frontera que delimita el territorio atribuido a los ngäbes-buglé, protegido por la Constitución panameña, de tal manera que su lago artificial va a inundar seis hectáreas del dominio amerindio.
Empresas regionales e internacionales construyen presas en territorio indígena a lo largo del SIEPAC contra la voluntad de sus habitantes. Los derechos de los pueblos autóctonos “a la consulta y al consentimiento previo, libre y claro” figuran sin embargo en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y en el Convenio nº 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo, que fue ratificado por la mayoría de los Estados americanos.
Los amerindios ngäbes, que se manifiestan desde este verano, ya han perdido a dos de los suyos durante las marchas precedentes que fueron severamente reprimidas en 2012. Denuncian el Acuerdo del Mecanismo para un Desarrollo Limpio (MDL), relacionado con el Protocolo de Kioto, concedido a la presa Barro Blanco. Este sistema de mercado del carbono alentado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) promueve que países ricos financien proyectos que favorezcan las energías renovables en los países del Sur. Las empresas hidroeléctricas convierten en bonos de carbono el gas carbónico que no ha sido emitido y se lo venden a empresas contaminantes que tienen que compensar sus emisiones. “Estos acuerdos son concedidos a empresas que pretenden liberar menos gases de efecto invernadero que un proyecto de energía fósil. Pero las necesidades energéticas reales de los países no son factores que prevalecen en los parámetros de atribución, y menos aún la opinión de las poblaciones locales”, señala el profesor Lobo, preocupado por las deforestaciones que amenazan la rica biodiversidad de América Central.
Los ngäbes mandaron cartas de reclamación al consejo ejecutivo del MDL. Berta Cáceres no consiguió nada de este organismo de la ONU. Después de su asesinato, la Policía Militar hondureña procedió al arresto de seis sospechosos, entre los cuales se encontraban un militar jubilado, ex empleado de DESA, y un militar en activo. La familia de la activista ecologista y las organizaciones indígenas siguen reclamando una investigación independiente, dado que, además, el diario británico The Guardian reveló que su nombre se encontraba en una lista del Ejército hondureño en la que figuraban los de personas que había que eliminar (8).
“Necesitamos la solidaridad internacional y la presión de los ciudadanos de la Unión Europea sobre sus propias empresas, bancos y Gobiernos –dice Bertita, la hija de Berta Cáceres–. Mi madre no murió para nada, su lucha se tiene que propagar”. La repercusión de este asesinato llevó a varios proveedores de fondos internacionales (FMO, Finnfund) a suspender sus financiación del proyecto Agua Zarca, y la empresa alemana Voith Hydro detuvo la entrega de turbinas a la empresa hondureña mientras espera las conclusiones de la Justicia. Pero los inversores extranjeros están todavía lejos de haber asimilado el libre consentimiento de las poblaciones locales antes de apoyar los proyectos regionales.