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UNA CIUDADANÍA REDUCIDA A DATOS BIOMÉTRICOS

Cómo la obsesión por la seguridad hace mutar la democracia

La seguridad se incluye entre esas palabras cajón de sastre a las cuales ya casi no prestamos atención puesto que nos son familiares. Erigida en prioridad política desde hace unos cuarenta años, esta nueva llamada al mantenimiento del orden a menudo cambia de pretexto (la subversión política, el “terrorismo”), pero conserva su propósito: controlar a las poblaciones. Para comprender y desbaratar la razón “securitaria”, hay que entender su origen y remontarse al siglo XVIII

por Giorgio Agamben, enero de 2014

La fórmula “por razones de seguridad”, “for security reasons”, “per ragioni di sicurezza”, funciona como un argumento de autoridad que, cortando en seco todo debate, permite imponer perspectivas y medidas que no serían aceptadas de otro modo. Hay que oponerle el análisis de un concepto de apariencia anodina, pero que parece haber suplantado cualquier otra noción política: la seguridad.

Se podría pensar que la finalidad de las políticas de seguridad es simplemente prevenir peligros, disturbios, incluso catástrofes. Cierta genealogía, en efecto, remonta el origen del concepto a la máxima romana “Salus populi suprema lex esto” (“la seguridad del pueblo es la ley suprema”), y lo inscribe así en el paradigma del estado de excepción. Pensemos en el senatus consultum ultimum y en la dictadura en Roma (1); en el principio del Derecho Canónico según el cual “necessitas legem non habet” (“la necesidad no tiene ley”); en los Comités de Salvación Pública (2) durante la Revolución francesa; en la Constitución del 22 de frimario del año VIII (1799), que evocaba los “disturbios que amenazarían la seguridad del Estado”; o incluso en el artículo 48 de la Constitución de Weimar (1919), fundamento jurídico del régimen nacionalsocialista, que también mencionaba la “seguridad pública”.

Aunque correcta, esta genealogía no permite comprender los dispositivos de seguridad contemporáneos. Los procedimientos de excepción apuntan a una amenaza inmediata y real que hay que eliminar suspendiendo por un tiempo limitado las garantías de la ley; las “razones de seguridad” de las que se habla hoy en día constituyen, por el contrario, una técnica de gobierno normal y permanente.

Más que en el estado de excepción, Michel Foucault (3) recomienda buscar el origen de la seguridad contemporánea en los inicios de la economía moderna, en François Quesnay (1694-1774) y los fisiócratas (4). Si bien poco después del Tratado de Westfalia (1648) (5) los grandes Estados absolutistas introdujeron en su discurso la idea según la cual el soberano debía velar por la seguridad de sus súbditos, hubo que esperar a Quesnay para que la seguridad –o más bien la “sûreté” (6)– se convirtiera en el concepto central de la doctrina del gobierno.

Su artículo para la Enciclopedia dedicado a los “Granos” sigue siendo, dos siglos y medio después, indispensable para comprender el modo de gobierno actual. Voltaire diría de hecho que, una vez publicado ese texto, los parisinos dejaron de hablar de teatro y literatura para hablar de economía y agricultura… Uno de los principales problemas que los gobiernos debían afrontar entonces era el de la escasez y la hambruna. Hasta Quesnay, intentaban prevenirlas mediante la creación de graneros públicos y prohibiendo la exportación de granos. Pero esas medidas preventivas tenían efectos negativos en la producción. La idea de Quesnay fue invertir el procedimiento: en lugar de intentar prevenir las hambrunas, había que dejar que se produjeran y, por medio de la liberalización del comercio exterior e interior, gobernarlas una vez que se hubieran producido. “Gobernar” recupera aquí su sentido etimológico: un buen piloto –el que lleva el timón– no puede evitar la tormenta, pero si sobreviene, debe ser capaz de dirigir su barco.

En ese sentido se debe comprender la fórmula que se atribuye a Quesnay, pero que en realidad nunca escribió: “Laisser faire, laisser passer” (“Dejar hacer, dejar pasar”). Lejos de ser solamente la divisa del liberalismo económico, designa un paradigma de gobierno que sitúa a la seguridad –Quesnay evoca la “sûreté de los granjeros y los trabajadores”– no en la prevención de los desórdenes y los desastres, sino en la capacidad de canalizarlos en una dirección útil.

Hay que medir el alcance filosófico de esta inversión que trastorna la tradicional relación jerárquica entre las causas y los efectos: dado que es vano o, en cualquier caso, costoso gobernar las causas, resulta más útil y seguro gobernar los efectos. La importancia de este axioma no se puede obviar: rige nuestras sociedades, de la economía a la ecología, de la política exterior y militar a las medidas internas de seguridad y policía. Este axioma también permite comprender la convergencia de otro modo misteriosa entre un liberalismo absoluto en economía y un control securitario sin precedentes.

Tomemos dos ejemplos para ilustrar esta aparente contradicción. En primer lugar, el del agua potable. Aunque se sepa que pronto va a faltar en gran parte del planeta, ningún país aplica una política seria para evitar su derroche. En cambio, vemos cómo se desarrollan y se multiplican, en todas partes del globo, las técnicas y las fábricas para el tratamiento de aguas contaminadas –un mercado en considerable desarrollo.

Consideremos ahora los dispositivos biométricos, que son uno de los aspectos más inquietantes de las actuales tecnologías de seguridad. La biometría apareció en Francia en la segunda mitad del siglo XIX. El criminólogo Alphonse Bertillon (1853-1914) se apoyó en la fotografía de identificación y en las medidas antropométricas para constituir su “retrato hablado”, que utiliza un léxico estandarizado para describir a los individuos en una ficha de identificación. Poco después, en Inglaterra, un primo de Charles Darwin y gran admirador de Bertillon, Francis Galton (1822-1911), puso a punto la técnica de las huellas digitales. Pero estos dispositivos, obviamente, no permitían prevenir los crímenes, sino identificar a los criminales reincidentes. Aparece aquí nuevamente la concepción de seguridad de los fisiócratas: solo una vez cometido el crimen el Estado puede intervenir eficazmente.

Pensadas para los delincuentes reincidentes y para los extranjeros, las técnicas antropométricas fueron durante mucho tiempo un privilegio exclusivo de estos. En 1943, el Congreso de Estados Unidos todavía rechazaba el Citizen Identification Act, que apuntaba a proveer a todos los ciudadanos de documentos con sus huellas digitales. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX que se generalizó este tipo de documento. Pero el último paso no se dio hasta hace poco. Los escáneres ópticos que permiten obtener rápidamente tanto las huellas digitales como la estructura del iris han sacado los dispositivos biométricos de las comisarías de policía para instalarlos en la vida cotidiana. En algunos países, el ingreso a los comedores escolares está controlado por un dispositivo de lectura óptica sobre el cual el niño apoya distraído su mano.

Algunas voces se han alzado para llamar la atención sobre los peligros de un control absoluto y sin límites por parte de un poder que dispondría de los datos biométricos y genéticos de sus ciudadanos. Con semejantes herramientas, el exterminio de los judíos (o cualquier otro genocidio que se quiera imaginar), llevado a cabo basándose en una documentación incomparablemente más eficaz, hubiese sido total y extremadamente rápido. La legislación que está actualmente en vigor en los países europeos en materia de seguridad es, en ciertos aspectos, sensiblemente más severa que la de los Estados fascistas del siglo XX. En Italia, el Texto Único de las Leyes sobre Seguridad Pública (Testo Unico delle Leggi di Pubblica Sicurezza, TULSP) adoptado en 1926 por el régimen de Benito Mussolini sigue, en lo esencial, aún en vigor; pero las leyes contra el terrorismo votadas en el transcurso de los “años de plomo” (de 1968 a principios de los años 1980) restringieron sensiblemente las garantías que contenía dicho texto. Y como la legislación francesa contra el terrorismo es aún más rigurosa que su homóloga italiana, el resultado de una comparación con la legislación fascista no sería muy distinto.

La multiplicación creciente de los dispositivos de seguridad atestigua un cambio de la conceptualización política, hasta el punto que podemos preguntarnos legítimamente no solo si las sociedades en las que vivimos pueden seguir siendo calificadas de demo­cráticas, sino también y ante todo si ­todavía pueden ser consideradas sociedades políticas.

En el siglo V a. C., como señaló el historiador Christian Meier, ya se había producido en Grecia una transformación de la manera de concebir la política, a través de la politización (Politisierung) de la ciudadanía. Mientras que la pertenencia a la polis estaba definida hasta entonces por el estatus y la condición –nobles y miembros de las comunidades cultuales, campesinos y mercaderes, señores y clientes, padres de familia y parientes, etc.–, el ejercicio de la ciudadanía política se convierte en un criterio de identidad social. “Se creó así una identidad política específicamente griega, en la que la idea según la cual los individuos debían comportarse como ciudadanos encontró una forma institucional –escribe Meier–. La pertenencia a los grupos constituidos a partir de las comunidades económicas o religiosas fue relegada a un segundo plano. En la medida en que los ciudadanos de una democracia se dedicaban a la vida política se veían a sí mismos como miembros de la polis. Polis y politeia, ciudad y ciudadanía, se definían recíprocamente. La ciudadanía se convirtió así en una actividad y una forma de vida mediante la cual la polis, la ciudad, se constituyó en un ámbito claramente distinto del oikos, el hogar. La política se convirtió en un espacio público libre, opuesto en tanto que tal al espacio privado en el que reinaba la necesidad” (7). Según Meier, ese proceso de politización específicamente griego fue transmitido como herencia a la política occidental, en la que la ciudadanía siguió siendo –con altibajos, claro– el factor decisivo.

Y es precisamente este factor el que se encuentra progresivamente arrastrado a un proceso inverso: un proceso de despolitización. La ciudadanía, en otros tiempos umbral de politización activo e irreductible, se transforma en una condición puramente pasiva, donde la acción y la inacción, lo público y lo privado se desdibujan y se confunden. Lo que se materializaba a través de una actividad cotidiana y una forma de vida ahora se limita a un estatus jurídico y al ejercicio de un derecho de voto que cada día se asemeja más a un sondeo de opinión.

Los dispositivos de seguridad han jugado un papel decisivo en este proceso. La extensión progresiva a todos los ciudadanos de las técnicas de identificación antes reservadas a los criminales actúa infaliblemente sobre su identidad política. Por primera vez en la historia de la humanidad, la identidad ya no es función de la “persona” social y de su reconocimiento, del “nombre” y del “renombre”, sino de los datos biológicos que no pueden mantener ninguna relación con el sujeto, como los extravagantes arabescos que mi pulgar entintado dejó en una hoja de papel o la disposición de mis genes en la doble hélice del ADN. El hecho más neutro y más privado se vuelve así el vehículo de la identidad social, quitándole su carácter público.

Si criterios biológicos que en nada dependen de mi voluntad determinan mi identidad, entonces la construcción de una identidad política se hace problemática. ¿Qué tipo de relación puedo establecer con mis huellas digitales o con mi código genético? El espacio de la ética y de la política que estábamos acostumbrados a concebir pierde su sentido y exige ser repensado de principio a fin. Mientras que el ciudadano griego se definía por la oposición entre lo privado y lo público, el hogar (lugar de la vida reproductiva) y la ciudad (lugar de lo político), el ciudadano moderno parece más bien evolucionar en una zona de indiferenciación entre lo público y lo privado, o, para usar las palabras de Thomas Hobbes, entre el cuerpo físico y el cuerpo político.

Esta indiferenciación se materializa en la videovigilancia de las calles de nuestras ciudades. Este dispositivo ha tenido el mismo destino que las huellas digitales: concebido para las prisiones, fue progresivamente extendido a los lugares públicos. Ahora bien, un espacio vigilado por una cámara ya no es un ágora, ya no tiene ningún carácter público; es una zona gris entre lo público y lo privado, la cárcel y el foro. Semejante transformación es producto de una multiplicidad de causas, entre las cuales la deriva del poder moderno hacia la biopolítica ocupa un lugar especial: se trata de gobernar la vida biológica de los individuos (salud, fecundidad, sexualidad, etc.) y ya no solamente de ejercer una soberanía sobre un territorio. Este desplazamiento de la noción de vida biológica hacia el centro de lo político explica la preeminencia de la identidad física sobre la identidad política.

Pero no debe olvidarse que la asimilación de la identidad social con la identidad corporal empezó con la preocupación de identificar a los criminales reincidentes y a los individuos peligrosos. No es, por lo tanto, en absoluto sorprendente que los ciudadanos, tratados como criminales, terminen aceptando como algo lógico que la relación normal que el Estado mantiene con ellos sea la de la sospecha, el fichaje y el control. El axioma tácito, que cabe correr el riesgo de enunciar aquí, es: “Todo ciudadano –en tanto que ser vivo– es un terrorista potencial”. Pero ¿qué son un Estado y una sociedad regidos por semejante axioma? ¿Pueden todavía ser definidos como democráticos, o incluso como políticos?

Tanto en sus cursos en el Collège de France como en su ensayo Vigilar y castigar (8), Foucault esboza una clasificación tipológica de los Estados modernos. El filósofo muestra cómo el Estado del Antiguo Régimen, definido como un Estado territorial o de soberanía, cuya divisa era “hacer morir y dejar vivir”, evoluciona progresivamente hacia un Estado de población, en el que la población demográfica reemplaza al pueblo político, y hacia un Estado de disciplina, en el que la divisa se invierte a “hacer vivir y dejar morir”: un Estado que se ocupa de la vida de los sujetos para producir cuerpos sanos, dóciles y ordenados.

El Estado en el que hoy vivimos en Europa no es un Estado de disciplina, sino más bien –según la fórmula de Gilles Deleuze– un “Estado de control”: su objetivo no es ordenar y disciplinar, sino gestionar y controlar. Tras la violenta represión de las manifestaciones contra el G-8 en Génova, en julio de 2001, un funcionario de la policía italiana declaró que el Gobierno no quería que la policía mantuviera el orden, sino que gestionara el desorden: no imaginaba estar tan en lo cierto. Por su parte, algunos intelectuales estadounidenses que intentaron reflexionar sobre los cambios constitucionales inducidos por el Patriot Act y la legislación post 11-S prefieren hablar de “Estado de seguridad” (security State). ¿Pero qué quiere decir aquí “seguridad”?

Durante la Revolución francesa, esta noción –o la de “sûreté”, como se decía entonces– estaba imbricada con la de policía. La ley del 16 de marzo de 1791, y después la del 11 de agosto de 1792, introdujeron en la legislación francesa la idea, destinada a una larga historia en la modernidad, de “policía de sûreté”. En los debates que precedieron a la adopción de esas leyes, se percibía claramente que policía y sûreté se definían recíprocamente; pero los oradores –entre ellos Armand Gensonné, Marie-Jean Hérault de Séchelles, Jacques Pierre Brissot– no fueron ­capaces de definir ni una ni otra. Las discusiones hacían referencia esencialmente a las relaciones entre la policía y la justicia. Según Gensonné, se trataba de “dos poderes perfectamente distintos y separados”; y sin embargo, mientras que el papel del poder judicial era claro, el de la policía parecía imposible de definir.

El análisis de los discursos de los diputados muestra que el lugar de la policía es claramente indecidible, y que debe quedar así, pues si la justicia la absorbiera completamente, la policía ya no podría existir. Es el famoso “margen de apreciación” que aún hoy caracteriza la actividad del oficial de policía: en relación con la situación concreta que amenaza la seguridad pública, este actúa como soberano. Al actuar así, no decide, ni prepara –como se repite sin razón– la decisión del juez: toda decisión implica causas, y la policía interviene sobre los efectos, es decir, sobre un indecidible.

A este indecidible ya no se le llama, como en el siglo XVII, “razón de Estado”, sino “razones de seguridad”. El security State es, por tanto, un Estado de policía, aun cuando la definición de policía constituye un agujero negro en la doctrina del derecho público: cuando en el siglo XVIII aparecen en Francia el Traité de la police de Nicolas de La Mare y en Alemania la Gesamte Policey-Wissenschaft de Johann Heinrich Gottlob von Justi, la policía recupera su etimología de politeia y tiende a designar la verdadera política; mientras que, por su parte, el término de “política” solo designa la política exterior. Así, Von Justi denomina Politik a la relación de un Estado con los otros y Polizei a la relación de un Estado consigo mismo: “La policía es la relación de fuerza de un Estado consigo mismo”.

Al situarse bajo el signo de la seguridad, el Estado moderno sale del dominio de lo político para entrar en un no man’s land (tierra de nadie) cuya geo­grafía y fronteras no se perciben bien y para el que nos falta la conceptualización. Este Estado, cuyo nombre remite etimológicamente a una ausencia de preocupación (securus: sine cura), no puede al contrario sino hacer que nos preocupemos más de los peligros que le hace correr a la democracia, ya que una vida política en dicho Estado se ha hecho imposible; ahora bien, democracia y vida política son –al menos en nuestra tradición– sinónimos.

Frente a este Estado, tenemos que repensar las estrategias tradicionales del conflicto político. En el paradigma “securitario”, todo conflicto y toda tentativa más o menos violenta de derrocar el poder le dan al Estado la ocasión de gobernar los efectos en beneficio de los intereses que le son propios. Es lo que muestra la dialéctica que asocia estrechamente terrorismo y respuesta del Estado en una espiral viciosa. La tradición política de la modernidad pensó los cambios políticos radicales bajo la forma de una revolución que actúa como el poder constituyente de un nuevo orden constituido. Hay que abandonar ese modelo para idear más bien una potencia puramente destituyente, que no podría ser captada por el dispositivo “securitario” ni precipitada en la espiral viciosa de la violencia. Si se quiere frenar la deriva antidemocrática del Estado “securitario”, el problema de las formas y de los medios de una potencia destituyente semejante constituye la cuestión política esencial que habrá que pensar durante los próximos años.

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(1) En caso de disturbios graves, la República romana preveía la posibilidad de conferirle, de manera excepcional, plenos poderes a un magistrado (el dictador).

(2) Establecidos por la Convención, estos comités deben proteger a la República contra los peligros de invasión y de guerra civil.

(3) Michel Foucault, Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978), Ed. Akal, Madrid, 2008.

(4) La fisiocracia basa el desarrollo económico en la agricultura y promueve la libertad de comercio e industria.

(5) El Tratado de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años que oponía el bando de los Habsburgo, apoyado por la Iglesia Católica, a los Estados alemanes protestantes del Santo Imperio. Inauguró un orden europeo basado en los Estados-nación.

(6) N. del T.: los términos franceses “sécurité” y “sûreté” que Agamben distingue se traducen en ambos casos en castellano por “seguridad”. Para diferenciarlos se ha dejado el segundo término en francés.

(7) Christian Meier, “Der Wandel der politisch-sozialen Begriffswelt im V Jahrhundert v.Chr.”, en Reinhart Koselleck (dir.), Historische Semantik und Begriffsgeschichte, Klett-Cotta, Stuttgart, 1979.

(8) Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 1986.

Giorgio Agamben

Filósofo.