Con motivo de cada una de las cuatro elecciones en el Parlamento Europeo posteriores al tratado de Maastricht (1992), los candidatos de los partidos socialistas y socialdemócratas habían prometido, con la mano en el corazón, que, esta vez, la Unión Europea (UE) sería al fin “social”. Nadie duda que este canto de sirenas se volverá a escuchar de aquí al escrutinio del próximo 25 de mayo.
Sería inexacto decir que la UE no se ha preocupado por las cuestiones sociales. El problema es que lo ha hecho a su manera, dentro de la lógica de tratados ultraliberales, mediante medidas que subordinan los derechos de los trabajadores a los imperativos de la competencia y de las “libertades” –llamadas “fundamentales”– de circulación del capital, de los bienes, de los servicios y de las personas (o sea, de la mano de obra). A este respecto, la directiva sobre los trabajadores “desplazados” es un caso (...)