El ataque del ejército ruso a Ucrania, que se ha producido después del cierre de la edición del número de marzo de Le Monde diplomatique, es una clara violación del derecho internacional y de la Carta de las Naciones Unidas. El pretexto aducido por el presidente Vladímir Putin –adelantarse a un genocidio– es espurio, y la presencia de nazis en Ucrania, aunque real, deliberadamente exagerada. Por otro lado, Moscú también lleva años insistiendo en su temor a ver a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) acampada en sus fronteras, en contra de los compromisos adquiridos por Estados Unidos cuando se desmanteló la Unión Soviética (1). El caso es que el paradójico resultado de la decisión del presidente ruso es probable que sea un fortalecimiento de la alianza militar occidental a las mismas puertas de su país.
Con algún parecido con la invasión ilegal de Irak por parte de Estados Unidos en 2003, también basada en una propaganda falaz a la que los medios de comunicación dieron amplia repercusión, la invasión rusa de Ucrania abre un episodio nuevo y especialmente peligroso en las relaciones internacionales. Tendrá efectos negativos en la vida política y en la economía del mundo. Es poco probable que las sanciones anunciadas por Estados Unidos y la Unión Europea intimiden al Kremlin, pero sus consecuencias financieras y energéticas se extenderán más allá de Rusia.
También es probable que las emergencias ecológicas y sociales pasen a un segundo plano, y que esta guerra en Europa acelere una escalada de los presupuestos militares que ya está en marcha desde hace algunos años. Ante la parálisis de las Naciones Unidas y la ausencia de una instancia internacional capaz de resolver desacuerdos y conflictos, las amenazas, los hechos consumados y las agresiones armadas son, más que nunca, lo que define el orden mundial.