Cada vez que hay un escándalo alimentario, se repite el mismo guión. Los políticos gruñen, los industriales mugen, los grandes distribuidores balan, y todos dicen a coro: ¡transparencia, trazabilidad, etiquetado! Las medidas se anuncian a viva voz y se oyen una y otra vez… para que todo siga igual. Comprender el por qué implica ampliar el foco y pasar de la etiqueta de las lasañas rellenas de “vacuno” al mapamundi, donde se entrecruzan los hilos de un sistema agrícola en plena recomposición. Un sistema dedicado a perseguir un objetivo único: la producción en gran escala para la exportación, creando polos de especialización. Los países de Europa Occidental importan carne bovina y porcina que consumen o exportan al resto del continente. El desarrollo económico de los países emergentes incrementó la demanda de carne, y con ella, la necesidad de tierras agrícolas para alimentar al ganado.
En China, por ejemplo, el consumo anual de carne por habitante ha aumentado un 55% en diez años (1). Para alimentar a los pollos de sus fábricas, el país importa toneladas de soja cultivada en América Latina –cuya principal misión es esa–, y desde hace poco, se propone comprar tierras en África para la producción de alimento humano y animal (land grabbing). Materias primas que se compran en un continente, se venden en otro, se vuelven a exportar hacia un tercero: la industria agrícola no se diferencia mucho de las cadenas de abastecimiento mundial de la industria manufacturera…
Hace varias décadas que el negocio agropecuario se obstina en seguir por una senda que arruinó al campesinado, la biodiversidad, los suelos, el agua, la salud de los agricultores, y a veces de los consumidores, sin lograr por ello alimentar al planeta: mil millones de personas no saciaban su hambre en 2011. La industria de la carne, blanco de duras críticas en las últimas semanas, ilustra la globalidad de esos problemas. Ella representa menos del 2% del Producto Interior Bruto (PIB) mundial, pero causa el 18% de las emisiones de gas con efecto invernadero, y se verifica singularmente voraz en recursos naturales, tierras y productos agrícolas. ¿Hay que producir cereales para alimentar a los humanos o para engordar al ganado? La pregunta es tanto más pertinente por cuanto el rendimiento de la producción de carne no está en equilibrio con el de los cereales: se necesita un mínimo de siete kilos de cereales para proveer un solo kilo de buey, cuatro kilos para un kilo de cerdo, dos kilos para un kilo de pollo.
Las pasturas cubren el 68% de las tierras agrícolas (el 25% están degradadas), mientras que el forraje ocupa el 35% de las tierras cultivables. En total, el 78% de las tierras agrícolas están consagradas al ganado. Este continuo desgaste de las tierras en beneficio de la producción de carne de menor calidad –y de agrocombustibles– repercute directamente en las condiciones de vida de las poblaciones más pobres. En su informe anual de 2006, la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO, advertía: “La producción y la importación de alimentos para el ganado están en aumento. El total de las importaciones de productos alimentarios para animales ha aumentado rápidamente y esto hace temer que el crecimiento del sector ganadero chino se traduzca en un alza de los precios y una escasez mundial de cereales”. Sabemos cómo sigue la historia: el año 2008 estuvo marcado por los motines del hambre, provocados por una elevación sin precedentes del precio de las materias primas en el mercado internacional.
En un momento en que todo el planeta sentía los primeros sobresaltos de la crisis financiera, esas tragedias tendrían que haber incitado a los dirigentes políticos a prohibir la especulación con los productos de primera necesidad. Pero no lo hicieron. Pese a la reducción de los costes reales de producción de los cereales, los precios de venta no dejan de aumentar (2). Por otra parte, el Banco Mundial señaló, en febrero de 2011, que “los precios alimentarios mundiales están alcanzando niveles peligrosos, y constituyen una amenaza para decenas de millones de pobres de todo el mundo. Esa alza ya está empujando a millones de personas a la pobreza y presionando a los más vulnerables, que destinan más de la mitad de sus ingresos a la alimentación” (3).
El pastoreo es, de lejos, la forma más extendida de ganadería bovina. Si bien no trae problemas el apacible rebaño de vacas negras y blancas, que rumian a la sombra de los manzanos de sidra junto a las carreteras del campo bretón, los daños ecológicos se intensifican a medida que aumenta la densidad de los rebaños en pastoreo. Y en estos últimos años, los cambios más drásticos tuvieron lugar en América del Sur. Allí impera el sobrepastoreo, que deja tras de sí tierras estériles y saturadas de heces animales. Para adquirir nuevas tierras, los productores no vacilan en recurrir a la deforestación ilegal, especialmente en Brasil. Primer productor y exportador mundial de carne bovina y de cuero, este país representa por sí solo el 30% del mercado mundial, con 2,2 millones de toneladas de carne exportadas al año, principalmente hacia Rusia y la Unión Europea. Una investigación dirigida por Greenpeace y publicada en 2009 demuestra que la hacienda brasileña –de no menos de doscientos millones de cabezas– es responsable del 80% de la deforestación de la Amazonia (4). Eso equivale a diez millones de hectáreas de bosques convertidas en humo en diez años, para gran perjuicio de los pequeños agricultores y los pueblos autóctonos, que padecieron y siguen padeciendo el crecimiento de esas grandes maquinarias productivas. Hace más de cuatro décadas que la organización no gubernamental Survival denuncia ininterrumpidamente la masacre de los indígenas que habitan en la selva brasileña, por parte de los ganaderos (5).
La destrucción de la selva amazónica sirve a dos objetivos principales: la producción de agrocombustibles y la de alimentos concentrados para el ganado. Según el movimiento campesino Vía Campesina, “el monocultivo de soja ocupa actualmente un cuarto del total de las tierras agrícolas de Paraguay, y esas tierras se extendieron al ritmo de 320.000 hectáreas al año en Brasil desde 1995. En Argentina, país donde este ya ocupaba la mitad de las tierras agrícolas, 5,6 millones de hectáreas de tierras no agrícolas se transformaron entre 1996 y 2006 para la producción de soja. Los efectos devastadores de esas explotaciones en la población y el medio ambiente en América Latina están muy bien documentados y múltiples actores los reconocen” (6).
Cereales y oleaginosas cultivados, y luego cosechados, mediante procedimientos con elementos químicos, atraviesan el Atlántico y luego se trasladan a silos pertenecientes a grandes empresas, en espera de ser transformados en alimentos concentrados. Los millones de cerdos y pollos que mueren en cobertizos de hormigón oscuros y pestilentes, han devorado 1.250 millones de toneladas en 2005.
Estas auténticas fábricas de carne abastecen las plantas de transformación y los supermercados de todo el mundo. Se busca minimizar los costes “racionalizando” toda la cadena, desde la producción hasta la distribución, pasando por la matanza y el procesamiento: reducción de la mano de obra, automatización y programación de las tareas, estandarización de los productos, reciclado de los cortes de segunda y tercera categoría en bloques de carne procesada para la elaboración de platos baratos. Toda una trama montada en función de los requerimientos del negocio agropecuario y los grandes distribuidores.
Hasta el concepto de “animal” ha perdido vigencia: se fabrican salchichas del mismo modo que se ensamblan automóviles, a partir de materias primas. Pero de una “materia prima” viva y muchas veces sufriente. En efecto, estos animales, puro resultado de la investigación agronómica, no son del todo comunes. Selección tras selección, son “transformados” con el fin de acelerar el desarrollo de su masa muscular y potenciar su desempeño reproductivo. Como contrapartida, los órganos vitales se reducen al mínimo necesario y no pueden siquiera cumplir sus funciones. Los animales se debilitaron tanto que se han hecho hipersensibles a las enfermedades. Para solucionarlo, se pone calefacción en los edificios donde se los engorda, pero eso suele no bastar para evitar las infecciones, motivo por el cual se difunde el uso de antibióticos.
Este tipo de explotación produce también problemas ambientales ligados a la formación de purín y su eliminación: el cóctel sulfuroso de nitrógeno y fósforo se esparce sobre unas tierras saturadas incapaces de absorberlo. En particular, en la Bretaña francesa, la contaminación por las cianobacterias de las fuentes de agua y del litoral por las algas verdes, ambas debidas a la industria porcina, son actualmente endémicas.
Tradicionalmente, la ganadería se practica en función del alimento disponible en el lugar. En las pasturas, se pone especial cuidado en proteger la regeneración de la pradera del pisoteo de los rumiantes y en impedir la concentración de heces, que afecta la calidad de los suelos y el agua. Se realiza una ganadería granjera, en simbiosis con los cultivos cerealeros y hortícolas: los residuos de cosechas enriquecidos con algarrobas, altramuces y habas, constituyen un forraje sano y equilibrado; la paja sirve como jergón para los animales; el estiércol producido fertiliza los suelos. El círculo se cierra.
Las nuevas generaciones de agricultores, preocupadas por producir localmente un alimento sano sin coste planetario, se inspiraron en estas técnicas ancestrales. Las ha estudiado, experimentado, mejorado y modernizado. Algunos se han aventurado incluso a la agroforestación: los árboles de plantación protegen a los campos de los vientos y el sol; favorecen la fertilidad de los suelos y sus raíces retienen el agua al pie de las plantas. Eso recomienda actualmente la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (Food and Agriculture Organization, FAO)…