¿Funcionaba mejor antaño la diplomacia de los gasoductos? En la década de 1970, los intercambios de gas entre Europa occidental y la Unión Soviética tenían encantadas a las cancillerías: estables y duraderas, las tuberías tendían un puente entre los dos bloques enfrentados del Viejo Continente (1). Y cuando los estadounidenses trataron de perturbar la “distensión”, cayeron en el desencanto: en 1982, el presidente Ronald Reagan sancionó a varias empresas europeas que participaban en la construcción de un gasoducto euro-siberiano que, a su juicio, haría a Europa depender de los “rojos” (2). Pero en aquel momento, los diez miembros de la Comunidad Económica Europea no se plegaron a las presiones de los estadounidenses y declinaron aplicar el embargo. Francia, por ejemplo, intervino una empresa para obligarla a entregar equipos a los soviéticos... Al cabo de unos meses, Washington dio marcha atrás.
Desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, las infraestructuras de gas han sido una fuente de discordia entre los países miembros de la Unión Europea. Estas simbolizan el deterioro de las relaciones con Rusia, la divergencia de intereses geopolíticos entre naciones teóricamente aliadas y su impotencia frente a Estados Unidos. El destino del Nord Stream 2, que unirá Rusia y Alemania a través del mar Báltico, ilustra este cambio.
El montaje de esta serpiente de acero de 1.230 kilómetros de longitud, que ya está prácticamente completado y ha costado 9.500 millones de euros, tuvo que interrumpirse en diciembre de 2019, en medio de una tormenta de críticas europeas y sanciones estadounidenses. ¿Cómo es posible que los últimos kilómetros de una infraestructura de este tipo, del que hay por decenas, hayan sembrado tanta cizaña en el seno de la Unión Europea y provocado una de las crisis diplomáticas más graves entre Washington y Berlín desde la Segunda Guerra Mundial?
Al principio, sin embargo, había pocas nubes en el horizonte. En abril de 2018 el conglomerado ruso Gazprom, asociado con cinco empresas de gas europeas (la austriaca OMV, las alemanas Wintershall y Uniper, la francesa Engie y la anglo-holandesa Shell), acometió las obras para duplicar la capacidad del Nord Stream 1. Inaugurado en 2012, este primer gasoducto transportaba ya entonces 55.000 millones de metros cúbicos de gas al año entre Vyborg, cerca de San Petersburgo, y la ciudad de Greifswald, en el estado alemán de Mecklemburgo-Pomerania Occidental. Su trazado responde a una exigencia estratégica del Kremlin: eludir Ucrania, por donde aún transitan más de la mitad de las exportaciones de metano siberiano con destino a Europa occidental.
Moscú ha acusado a Kiev de lucrarse en exceso con los derechos de tránsito del gas, de desviar parte de los flujos y de no pagar sus deudas. Entre 2005 y 2009 estallaron varios conflictos salpicados de interrupciones en las entregas. Desde la “revolución ucraniana” de 2014 apuntalada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y más aún desde que ese mismo año Rusia se anexionara Crimea, la situación se ha ido agravando. Nord Stream 1 y 2 reflejan a su manera el deterioro de las relaciones ruso-ucranianas: el primer proyecto se puso en marcha un año después de la “revolución naranja” de 2004, que también recibió el apoyo de Occidente; el acuerdo para la construcción de su gemelo se produjo poco después de la crisis ucraniana de 2014. Por su propio interés soberano, Rusia se ha visto obligada a evitar que los sobresaltos políticos de su vecino afecten a sus exportaciones: el 91% de los flujos de gas hacia Europa pasaban por este país en 1994, mientras que en 2018 apenas llegan al 41%. El Nord Stream 2 y su homólogo del sur de Europa, el Turkish Stream, también en construcción, deberían completar la emancipación de Gazprom.
Los gasoductos tienen la particularidad de crear una dependencia mutua entre los países que unen. La asumida por Berlín y Moscú resulta molesta. Desde el principio, Nord Stream 2 se encontró frente a una coalición de opositores que gravitan en la órbita baja de la superpotencia estadounidense: Ucrania, claro, pero también los países bálticos y Polonia, “enfrentados al proyecto por razones ideológicas antirrusas”, como reconoce sin reparos un informe parlamentario francés (3). No obstante, en 2018, este eje se vio ampliamente superado por los partidarios del proyecto, encabezados por Alemania y su excanciller Gerhard Schröder, reconvertido en lobista y catapultado por Gazprom al cargo de presidente del consejo de administración de la empresa Nord Stream 2.
Un gasoducto “totalitario”
Para Alemania, el principal consumidor de gas de Europa, el nuevo gasoducto es todavía más importante, puesto que la canciller Angela Merkel ha acordado abandonar la energía nuclear para finales de 2022 y el carbón para 2038. A la espera del despegue definitivo de los recursos renovables, el “giro energético” está sufriendo reveses: basta una ola de frío, un tiempo nublado y la ausencia de viento para que las centrales eléctricas alimentadas con lignito destrocen los objetivos de emisión de gases de efecto invernadero, como ocurrió el pasado febrero (4). De ahí la necesidad de un suministro permanente de gas, menos contaminante que el carbón, y la garantía de unos precios estables. Desde la perspectiva alemana, para lograr este imperativo estratégico está justificado forjar una asociación comercial con Rusia, a pesar de que las relaciones entre ambos países se han deteriorado desde 2014. Alemania “considera la consecución de sus intereses económicos como el último indicio del éxito de su política exterior”, recuerda Angela Stent, especialista (proestadounidense) en las relaciones entre Washington, Berlín y Moscú (5).
Esta misma filosofía, aplicada caóticamente por Donald Trump, fue la que hizo descarrilar el proyecto. Para Washington, el boicot al Nord Stream 2 supone ventajas mercantiles además de geopolíticas: gracias al apoyo de la Comisión Europea, más partidaria del mercado flexible del gas natural licuado (GNL) estadounidense que de los gasoductos rusos, y al apoyo de las naciones más atlantistas de la Unión Europea (Polonia, Dinamarca...), Washington pretende no solo frustrar los planes de Moscú, sino también, y sobre todo, imponer sus excedentes de gas de esquisto licuado en el mercado europeo. Y, de paso, presionar a Alemania, con la que los conflictos comerciales van en aumento (6). Toda la sutileza diplomática de Estados Unidos se despliega con este fin.
El expresidente Trump, que estuvo amenazando a Europa con imponer aranceles desde su llegada al poder, obtuvo una capitulación de Bruselas en julio de 2018: la Unión Europea aceptó revisar de arriba abajo su política de gas en favor del GNL “de la libertad” (Trump dixit) y en detrimento del gasoducto “totalitario”. La nueva directiva comunitaria sobre el gas, adoptada al año siguiente, dilató los trámites administrativos con la intención de obstaculizar el Nord Stream 2, hasta el punto de que sus promotores tuvieron que replantear su arquitectura jurídica y comercial.
El Consejo Europeo no habría podido adoptar el texto en febrero de 2019 de no haberse producido un espectacular giro de 180 grados en la posición del presidente francés, cuyo discreto apoyo había garantizado hasta entonces que los partidarios del proyecto (Alemania, Francia, Austria, Países Bajos, Bélgica, Grecia y Chipre) dispusieran de una minoría de bloqueo. Emmanuel Macron justificó su cambio de postura por la necesidad de “no apuntalar nuestra dependencia de Rusia” (7); pero quizá lo que pretendía era obligar a Berlín a considerar su proyecto de reforma de la Unión Europea, que fue acogido al otro lado del Rin con frialdad.
Leyes para los europeos redactadas en Washington
Tras el disparo de advertencia, el cañonazo: como si fuera del todo evidente que la política energética europea se decide en Washington, los parlamentarios estadounidenses de ambos partidos aprobaron en diciembre de 2019 la Ley de Protección de la Seguridad Energética de Europa, una salva de “sanciones que congelan los visados y los activos de cualquier persona extranjera que ayude a sabiendas a los buques de tendido de tuberías a construir oleoductos de origen ruso que terminen en Alemania o Turquía”, según resume el Congreso estadounidense. Estas medidas extraterritoriales, que carecen de base legal en el derecho internacional, provocaron la paralización inmediata de los trabajos de construcción del proyecto Nord Stream 2. Al año siguiente, se endurecieron las sanciones y se extendieron a las sociedades. Como resultado, la mayoría de las empresas de asistencia técnica y las aseguradoras abandonaron el barco.
Determinado a ahogar financieramente a cualquier entidad que colabore con el proyecto ruso, Estados Unidos anunció en julio de 2020 que el Nord Stream 2 pasaba a formar parte del ámbito de aplicación de la ley de 2017 bautizada como “Acorralar a los adversarios de Estados Unidos con sanciones”, que en un principio se dirigía contra Rusia, Irán y Corea del Norte. En esta ocasión, los infractores amenazados con verse privados del acceso al sistema del dólar se encuentran entre las empresas y los ciudadanos de Alemania, país miembro de la OTAN y el aliado más poderoso de Estados Unidos en la Unión Europea. En una carta fechada el 5 de agosto de 2020, tres congresistas estadounidenses dieron orden a los directores de dos puertos alemanes de cesar toda participación en Nord Stream 2 bajo amenaza de “destruir la viabilidad financiera de [su] empresa” y “devastar [su] valor accionarial”, congelar sus activos y prohibirles pisar suelo estadounidense. Medidas y tono normalmente reservados para Venezuela o Cuba...
Ecologistas y prensa antirrusa
Ante tal humillación, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, el socialdemócrata Heiko Maas, realizó unas observaciones: “No hemos criticado a Estados Unidos por haber duplicado con creces sus importaciones de petróleo de origen ruso en el último año. Estados Unidos está ejerciendo su derecho a una política energética independiente. Nosotros también”. En cuanto a Frank-Walter Steinmeier, presidente de la República Federal, apoya la finalización de “uno de los últimos puentes entre Rusia y Europa”, recordando a los “más de veinte millones de víctimas soviéticas de la Segunda Guerra Mundial” (8).
No obstante, en términos generales, los dirigentes alemanes han mantenido un perfil bajo. Ahora bien, aunque la mayoría de las fuerzas políticas han respaldado el proyecto, el consenso parece haberse resquebrajado. La Unión Demócrata Cristiana (CDU, en sus siglas alemanas) sigue apoyando el Nord Stream, al igual que el Partido Socialdemócrata (SPD, en sus siglas alemanas), Die Linke (La Izquierda) y Alternative für Deutschland (Alternativa por Alemania, de extrema derecha), mientras que los democristianos más antirrusos, con Manfred Weber a la cabeza, líder del Partido Popular en el Parlamento Europeo, han multiplicado sus declaraciones incendiarias. Los liberales, que en un principio se mostraron receptivos a los aspectos económicos del proyecto, han cambiado de opinión a raíz del caso del envenenamiento del opositor ruso Alexéi Navalny y últimamente reclaman una moratoria. Por su parte, Los Verdes, que mostraron su oposición al Nord Stream 1, no quieren ni oír hablar de una segunda tubería. Su negativa se ha visto reforzada por una resolución contra el gasoducto aprobada por el Parlamento Europeo el pasado 21 de enero, así como por la movilización de las asociaciones ecologistas y por la obsesión antirrusa de la prensa occidental.
Combinado con la capacidad de influencia estadounidense, el apoyo popular por la cuestión medioambiental hace que este asunto se haya convertido en radiactivo y empuja al Gobierno alemán a hacer concesiones. Ya en 2019, la canciller Merkel acordó con Estados Unidos la financiación de dos terminales de regasificación para recibir GNL en la costa alemana, siempre que Washington cesara en sus ataques contra Nord Stream 2. Desgraciadamente, el envenenamiento de Navalny en el verano de 2020 y, posteriormente, su encarcelamiento en enero de 2021 (9), han proporcionado a los opositores al gasoducto un argumento tanto más poderoso cuanto que Berlín se ha mostrado enérgicamente comprometida con el opositor ruso: de Varsovia a París, pasando por Bruselas, los funcionarios emplazaron a la canciller a incluir la paralización del proyecto entre las sanciones impuestas a Moscú. La llegada a la Casa Blanca de Joseph Biden ha desacomplejado a los liberales, angustiados ante la idea de alinearse con las posiciones de Trump: la nueva Administración se ha mostrado tan decidida como la anterior a liquidar el Nord Stream 2.
Sin embargo, la saga de las serpientes prosigue. Barcos rusos han reanudado los trabajos para desplegar las tuberías bajo las gélidas aguas del Báltico; Alemania, por su parte, mantiene la esperanza de convencer a la Casa Blanca. Y para sortear las sanciones, el estado de Mecklemburgo-Pomerania Occidental (dirigido por el SPD) ha creado una Fundación para la Protección del Clima y el Medio Ambiente, que incluye la finalización del gasoducto entre sus objetivos. Ironías del destino, el calendario para la finalización de la tubería podría coincidir con el de las negociaciones para formar una coalición de gobierno tras las elecciones alemanas del próximo 26 de septiembre. Los Verdes, a quienes las encuestas otorgan unos buenos resultados que les permitirían disponer de una posición de fuerza en las negociaciones, ¿terminarán tragándose la culebra?