Durante su visita a la Casa Blanca en julio de 2018, Jean-Claude Juncker, entonces presidente de la Comisión Europea, coincidía en su análisis con el presidente Donald Trump. “Hemos decidido reforzar nuestra cooperación estratégica en el ámbito energético –declararon conjuntamente ambos dirigentes–. La voluntad de la Unión Europea es aumentar las importaciones de gas natural licuado provenientes de Estados Unidos para diversificar el abastecimiento” (1). Los productores de gas estadounidenses estaban buscando mercados, era un secreto a voces. Y la Unión Europea (UE), mayor importador del mundo, es el cliente ideal.
El conflicto entre Rusia y Ucrania, la cuestión del gasoducto Nord Stream 2 (véase el artículo contiguo) y las tensiones en el mar Mediterráneo por los yacimientos de gas chipriotas han situado la producción y el suministro de gas natural en el centro del juego geopolítico, en un momento en que las cuestiones medioambientales preocupan cada vez más a los Estados. Es cierto que el gas natural es un recurso no renovable, pero es menos contaminante que el petróleo y –especialmente– que el carbón. Además, posibilita producir electricidad a bajo coste y su transporte es ahora más fácil que en el siglo pasado.
Con la aparición del gas natural licuado (GNL), transportado en buques metaneros, el sector, antes muy localizado, pasó a internacionalizarse y se liberó de la dependencia mutua entre exportadores e importadores que imponían los gasoductos (2). Sin embargo, el proceso no brilla por su sencillez: el gas extraído se licúa primero enfriándolo a una temperatura de -161°C, se transporta por barco y, después, se regasifica. En la Unión Europea hay una treintena de terminales que permiten realizar estas operaciones. Aunque la mayoría de las exportaciones mundiales se realizan por gasoducto (63%, frente al 37% por mar), la diferencia se está reduciendo (en 2005 era de un 78%, frente al 22%).
Al resultar más cómodo que el gas terrestre, el GNL ha despertado un fuerte entusiasmo entre los partidarios de la liberalización del sector. Con el GNL, los operadores trabajan con los precios de distintos mercados (europeo, atlántico y del Pacífico) y cierran cada vez más contratos a corto plazo, conocidos en el sector como “spots”, que permiten realizar transacciones diarias. En cambio, los contratos del gas transportado por gasoductos –y también algunos de GNL– suelen negociarse por periodos que alcanzan hasta veinte o treinta años (3).
Estados Unidos, primer productor mundial de gas, extrae actualmente un 88% más que hace quince años, mientras que la producción de Rusia se ha estancado y la de Europa se ha visto reducida a la mitad. ¿La causa? El descubrimiento, a principios de la década de 2000, del gas “no convencional” extraído del subsuelo mediante la técnica altamente contaminante de la fracturación hidráulica (también conocida como “fracking”) (4). Desde 2008, su explotación intensiva se ha visto facilitada por la “voluntad de independencia energética del Gobierno federal”, y sobre todo por el “régimen jurídico de exploración y producción, que en Estados Unidos reconoce la propiedad del subsuelo al propietario del suelo” (5). En otras palabras, un propietario de tierras no requiere la autorización del Gobierno para explotar su subsuelo.
Aunque Estados Unidos consume la mayor parte de su producción, su excedente ha ido creciendo en los últimos años. De los tres mayores mercados mundiales, el europeo es el más lucrativo. Washington ha ejercido diversas formas de presión sobre Bruselas para que reduzca su dependencia de Rusia en el mercado gasístico europeo. En línea con esta ofensiva, en julio de 2017, Trump participó en la Iniciativa de los Tres Mares (ITM). Reunido por primera vez en 2016, este foro congrega cada año a doce países (6) situados entre los mares Báltico, Negro y Adriático con el objetivo de “promover la cooperación para el desarrollo de infraestructuras en los sectores de la energía, el transporte y el ámbito digital” (7). El presidente estadounidense no ocultó su objetivo: reforzar, con el apoyo de Polonia y en contra del criterio de Alemania, el abastecimiento norte-sur de Europa mediante el transporte de gas desde la terminal de GNL de Świnoujście (Polonia) al resto de Europa Central (8), y competir así con los gasoductos rusos procedentes del este.
Entre 2005 y 2011, en un periodo en que no exportaba gas a Europa, Estados Unidos no mostró muchas reticencias a la construcción del gasoducto Nord Stream 1 entre Rusia y Alemania. En cambio, la construcción del Nord Stream 2 les obsesiona tanto que están haciendo todo lo posible para impedir que se concluya. Pero el escándalo internacional que rodea a este conducto eclipsa otro campo de la batalla del gas. Deseosa de eludir a Ucrania, país vecino con el que está en conflicto desde 2014, Rusia no se conforma con desdoblar Nord Stream. Por ello, el 8 de enero de 2020, Vladímir Putin inauguró junto con el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan el gasoducto Turkish Stream, que tiene como finalidad abastecer a Europa desde el sur, vía Turquía (9). Otro tramo, denominado Tesla, servirá para abastecer a Serbia, Hungría, Bulgaria y Austria, canalizando el gas por Grecia y Macedonia del Norte, que ya son clientes. Esta ampliación resucitaría el South Stream, un antiguo proyecto ruso con una ruta similar que fue abandonado por Moscú en 2014 tras las presiones de Bruselas sobre los países miembro de la UE que participaban del proyecto (10). Frente a los obstáculos que se está encontrando en el mercado europeo y ante la creciente hostilidad de los occidentales hacia las tuberías rusas, Moscú está desarrollando su capacidad de exportación de GNL y orientándose hacia el este: la tubería Siberian Force, inaugurada en diciembre de 2019, deberá transportar 38.000 millones de metros cúbicos al año a China durante las próximas tres décadas.
En el Viejo Continente, Estados Unidos sabe que puede contar con un aliado aún más importante que Polonia: el dogmatismo liberal de Bruselas. Con la apertura del sector a la competencia, la gestión de los gasoductos está ahora en manos de empresas que ya no dependen de los operadores tradicionales, de modo que estos no puedan favorecer el gas de una determinada empresa, la suya por ejemplo. Así, la compañía rusa Gazprom, que produce y distribuye gas y gestiona gasoductos, se ve acorralada por los textos redactados por la Comisión Europea y, claro está, apoyados por Washington. En efecto, pocos meses después del acuerdo sellado entre Juncker y Trump sobre el suministro de gas estadounidense, el Parlamento Europeo aprobó de urgencia, el 17 de abril de 2019, la directiva sobre el gas incluida en el tercer paquete Energía-Clima, que revisaba con bisturí la directiva relativa al gas de 2009.
“Esta modificación –precisan desde la Comisión de Regulación de la Energía en Francia–, tiene por objeto ampliar la aplicación de los principios legislativos esenciales de la Unión Europea en el ámbito de la energía (acceso de terceros a la red, normas de tarificación, separación de las estructuras de propiedad, transparencia) a todos los gasoductos con destino a y procedentes de terceros países hasta el límite del territorio de la Unión Europea” (11). Como señala el consultor Philippe Sébille-Lopez, “evidentemente, este texto beneficia a los proyectos de importación de GNL, de Estados Unidos o de otros países, ya que el GNL no se ve afectado por este embrollo burocrático y reglamentario de la UE, cuyas repercusiones aún no hemos terminado de calibrar” (12).
Aunque no pueda aspirar a contrarrestar a sus competidores rusos y noruegos en términos de volumen, el nuevo actor norteamericano se beneficiará de las nuevas normativas fijadas por la Comisión Europea: para avanzar en la “cooperación transatlántica”, es necesario “eliminar los obstáculos innecesarios a la concesión de licencias de GNL a Estados Unidos para acelerar las exportaciones estadounidenses” y, sobre todo, “establecer consultas regulares y actividades de promoción con los operadores del mercado para convertir a Estados Unidos en el principal proveedor de gas a Europa” (13).
Esta ambición, declarada abiertamente por los países centroeuropeos y secundada por Bruselas, podría sin embargo tropezar con ciertos escollos. Por un lado, es probable que Moscú no espere a que las cosas se pongan cuesta arriba para reaccionar. Aunque el GNL estadounidense se negocia a un precio inferior al del gas ruso (22% de diferencia a prestaciones energéticas iguales), los sucesivos procesos de licuefacción, transporte y regasificación lo hacen menos competitivo. Al disponer de mayor libertad para fijar sus tarifas, Gazprom, con el fin de reforzar su actual posición dominante, “puede, en particular, hacer excepciones a determinadas cláusulas restrictivas concediendo a sus clientes europeos descuentos en relación con los precios contractuales indexados a la cotización del petróleo” (14).
Priorizar la sobriedad energética
Por otra parte, la voluntad europea de diversificar las fuentes de importación de gas ratifica el hecho de que los países miembros seguirán abasteciéndose... de gas. Sin embargo, la UE se ha comprometido a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 20% para 2030 y lograr la neutralidad del carbono para 2050. Estos objetivos implican un cambio hacia las energías renovables, la hidroeléctrica y la nuclear. Pero, desde el accidente de la central de Fukushima (Japón) en 2011, la energía atómica ha caído en desgracia.
Quedan pues las energías renovables. El entusiasmo que acompaña a su auge hace que a veces olvidemos que requieren la extracción –contaminante (15)– de minerales (cobalto, litio, zinc, níquel, aluminio...) disponibles en unos pocos países (Bolivia, Brasil, Chile, China, República Democrática del Congo...), creándose de este modo una nueva dependencia. A la larga, el grueso de la economía debería sustentarse en la electricidad, lo que hace prever una proliferación de parques eólicos, centrales eléctricas, líneas de alta tensión, transformadores, condensadores, interruptores y disyuntores, cuya huella medioambiental se encuentra subestimada.
Si bien el aumento de los recursos renovables y la reducción de las fuentes de energía que más gases de efecto invernadero emiten parecen ser la solución más lógica, la ecuación ecológica no se resolverá si no se producen cambios en la demanda, lo que implica un cambio profundo de las cadenas de producción y consumo dando prioridad a la sobriedad energética, la relocalización de la producción manufacturera y la reducción drástica de los flujos de transporte.