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En Estados Unidos, el Partido Republicano frente a sus contradicciones

Un imposible conservadurismo popular

El plan de emergencia del presidente Joseph Biden fue aprobado por el Congreso estadounidense sin un solo voto republicano. Esta oposición unánime a medidas económicas que favorecen especialmente a las clases populares podría sorprender viniendo de un partido que ahora se dice preocupado por defenderlas. Pero ilustra los límites –o la impostura– de un populismo de derechas en Estados Unidos.

por Daniel Luban, mayo de 2021

Al igual que sucediera hace doce años, cuando se convirtió en el vicepresidente de Obama, la llegada de Joseph Biden a la Casa Blanca coincide con una crisis económica galopante. Pero enfrente tiene una oposición totalmente distinta, pues Donald Trump extirpó del Partido Republicano el viejo mantra que exigía menos gobierno y alumbró un nuevo conservadurismo de clase obrera preocupado por los débiles y por poner los poderes públicos al servicio del bien común.

Hasta aquí el chiste: todo seguirá tal y como estaba. Es cierto que ha habido un cambio de tono en torno a la cuestión del libre mercado y que no es momento de lanzar loas a la globalización, pero, por lo demás, lo esperable es que el Partido Republicano nos regale cuatro años más de ataques histéricos al déficit, una defensa enfervorecida de la austeridad y una guerra de desgaste en el Congreso con el objetivo de empantanar a Biden en una larga recesión. Hasta el momento lo más sorprendente del paso de Trump por el partido es lo poco que ha afectado a las dinámicas de la derecha cuando esta ocupa la oposición.

Tampoco nos engañemos, seguiremos disfrutando de los grandes éxitos del cancionero trumpista: las hordas de migrantes que cruzan la frontera, la arrogancia de las élites de la costa, el “peligro amarillo” que viene desde China, la traición de los intelectuales, las sectas pedófilas escondidas a la vista de todos… Considerar “populistas” estas cuestiones podría llevar a engaño, pues eso implicaría que su principal público se encuentra entre la clase obrera. Ahora bien, si consideramos que “populismo” se refiere solo a esta clase de delirios reaccionarios, entonces la expresión “populismo de derechas” pierde todo significado.

Con todo, en los últimos años la etiqueta “populismo de derechas” se ha empleado para describir algo mucho más específico: un conservadurismo opuesto al neoliberalismo, intervencionista en lo económico y conservador en lo social, dirigido a cambiar el viejo electorado republicano de clase alta por uno de clase obrera. La era Trump ha servido para poner de manifiesto la debilidad persistente de tal proyecto.

Antes de 2016, los principales defensores de esta línea eran los llamados “reformistas conservadores” (reformicons), como Ross Douthat de The New York Times o Ramesh Ponnuru de National Review, que abogaban por que el Partido Republicano se alejara de la ortodoxia ­reaganiana y se mostrara más receptivo a las demandas de las clases populares. Sus esfuerzos sirvieron de poco. Sospechosos ya en tiempos del Tea Party por su tibieza ante la amenaza ­islamo-marxista de Barack Obama, sellaron su destino al oponerse a la candidatura de Donald Trump en 2016 y al mantenerse en sus trece tras su victoria. Con esta fidelidad a sus principios, renunciando incluso a darse el gusto de “clavársela a los progres”, los reformicons se ganaron la marginación del populismo estilo MAGA (“Make America Great Again”, “Hagamos a Estados Unidos grande otra vez”, el eslogan de Trump).

Más decididos se mostraron quienes tomaron el testigo tras 2016. Al poco de las elecciones, el estratega jefe de Trump, el multimillonario neoyorkino Steve Bannon, abogaba por un plan de inversión en infraestructuras de un billón de dólares acompañado de una subida de impuestos a los ricos. “Si cumplimos –se pavoneaba–, nos haremos con el 60% del voto blanco y el 40% del voto negro y latino y gobernaremos durante 50 años” (1). A Bannon hay que reconocerle el que siempre haya tenido claro que todo era un timo: ahora mismo se encuentra a la espera de juicio por haber estafado presuntamente a los donantes que que­rían financiar el muro en la frontera mexicana de Trump. Con todo, no fueron pocos quienes siguieron vaticinando con aparente sinceridad la victoria próxima del populismo de derechas.

“Es más fácil para la derecha desplazarse hacia la izquierda en materia económica que para la izquierda desplazarse a la derecha en materia cultural”, tuiteaba el politólogo británico Matthew Goodwin tras la victoria del partido conservador de Boris Johnson en las elecciones legislativas de diciembre de 2019. Sea cual sea su validez en el exterior, en el contexto estadounidense, tal afirmación constituye una muestra de obstinada ingenuidad. Durante décadas ha sido obvio que muchos votantes son conservadores en lo social y progresistas en lo económico, y que un Partido Republicano menos avariciosamente plutocrático lo tendría mucho más fácil para ganarse el apoyo de la mayoría. Y, sin embargo, ese prometido giro a la izquierda en materia económica nunca llega; la historia reciente del conservadurismo estadounidense incluye una serie de movimientos pseudopopulistas (la “revolución Gingrich” (2), el Tea Party antes del “MAGA”) que siempre acaban por volver a la clásica receta de rebajas de impuestos y desregulación económica, tan del gusto de los donantes republicanos.

Para sorpresa de nadie, Trump no realizó giro alguno a la izquierda. Cierto, los trabajadores se beneficiaron del crecimiento económico que coincidió con los tres primeros años de su mandato, circunstancia que los acérrimos del presidente imputaron a su singular sagacidad para los negocios (igual que hicieron los partidarios de la “tercera vía”, para quienes el boom económico de los años 1990 era una prueba de las virtudes de William Clinton). Pero en vez de una ley de financiación de infraestructuras, lo que aprobó fueron bajadas de impuestos brutales para las empresas; en vez de una ley de permiso de paternidad, lo que hubo fue una intentona fallida de dejar sin cobertura sanitaria a decenas de millones de personas. En todos los escalafones, la burocracia federal estaba dirigida por tránsfugas del sector privado empleándose a fondo en desmantelar los derechos de los trabajadores y la protección al medio ambiente. El logro más duradero de Trump fue la nominación (vitalicia) de decenas de jueces afiliados a la Federalist Society for Law and Public Policy Studies (3), comprometidos todos y cada uno de ellos con la causa del capital.

Si Bernie Sanders hubiera ganado las elecciones para luego dedicarse a desmantelar la seguridad social y a desregular la industria, sus electores habrían reaccionado con indignación. En cambio, la reacción de los que se hacen llamar “populistas de derechas” al abandono por parte de Trump de la mayoría de su programa fue bien distinta: ninguna. Personajes como el presentador estrella de Fox News Tucker Carlson corrieron a mostrar su apoyo al Gobierno, mientras los más fervientes seguidores del presidente reaccionaban como gato panza arriba ante la mera sugerencia de que su profeta pudiera estar incumpliendo sus promesas.

Una democratización de la vida política

Esta dinámica llegó a su punto culminante en los últimos meses, cuando el expresidente –entonces aconsejado por personajes como Lawrence Kudlow y Stephen Moore, dos lobistas propatronal– se mostró reacio a presentar un segundo plan de estímulo en respuesta a la pandemia de la covid-19. Quizá, si sus bases hubieran armado algo de ruido, Trump se habría sentido compelido a coaccionar a los senadores republicanos para que adoptaran este proyecto, pero no hubo ruido alguno. En vez de eso, la derecha populista dirigió su furia hacia Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, y hacia el movimiento Black ­Lives Matter (“Las vidas de los negros importan”). La incapacidad de Trump para defender el plan de estímulo en la recta final de las elecciones podría pasar a la historia como el último y fatal error de su presidencia, lo que no impidió que propagandistas del movimiento como Sohrab Ahmari, del New York Post, siguieran cantando las alabanzas al líder por haber “tratado la precaria situación de la clase obrera como una afrenta a la grandeza de la nación” (4).

Lo más sorprendente de todo esto no es la ausencia de deserciones decididas del trumpismo (quitando contadas excepciones como la de Julius Krein, cuya revista American Affairs ha sido la voz más heterodoxa del movimiento), sino la total ausencia de crítica alguna sostenida en el tiempo, incluso cuando Trump dejó más que claro que pasaba completamente del ideario que los populistas de derechas le habían atribuido. Una pasividad que no refleja en absoluto a una facción militante dispuesta a ganar batallas ideológicas.

Esta timidez podría explicarse por la naturaleza del trumpismo, no tanto un movimiento ideológico de contornos bien definidos como un culto a la personalidad construido en base a la distinción tajante entre amigos y enemigos. Los populistas han hecho bandera de su desdén hacia la “clase donante” republicana, los magnates que financian copiosamente al partido. Pero los auténticos plutócratas se subieron al carro de Trump en cuanto salió elegido y allí siguieron hasta el final de su mandato, pues no en vano el presidente cumplió todos y cada uno de sus deseos. Otro tanto puede decirse del Tea Party: a pesar de sus alambicados debates entre “libertarianismo” y “populismo”, el mayor sostén de Trump en el Congreso (y sus dos últimos jefes de gabinete) vino de los miembros más fanáticos del Freedom Caucus, un grupo parlamentario ultraconservador. Para la derecha, los auténticos enemigos no se definían tanto por cuestiones de doctrina económica como por el simple hecho de falta de lealtad al líder.

En la derecha populista hay quien espera que el legendario giro a la izquierda en materia económica se produzca finalmente cuando Trump ceda el testigo a un abanderado más fiable como Josh Hawley o Marco Rubio. Tanto si esto ocurre como si no –y, hoy por hoy, el futuro del Partido Republicano sigue girando en torno a la familia Trump–, la perspectiva parece poco alentadora.

Hawley fue elegido para el Senado en 2018 gracias a un programa anodinamente convencional –bajadas de impuestos, derogación del “Obamacare”, eliminación de los sindicatos–, pero desde entonces ha demostrado tener un don para adoptar posturas mediáticas contra objetivos convenientemente lejanos: China, Silicon Valley, la Organización Mundial del Comercio (OMC). En lo que se refiere a mejorar materialmente la vida de sus electores, no ha mostrado tanto interés. Durante la que fue la mayor victoria reciente para la clase trabajadora de su estado, Misuri, la votación en agosto de 2020 a favor de ampliar la cobertura sanitaria a cientos de miles de personas mediante la expansión del Medicaid, Hawley se mantuvo en silencio mientras sus aliados luchaban por derrotar la medida.

Por su parte, Rubio, que entró en el Senado surfeando la ola del Tea Party de 2010, ha empezado a defender el proyecto de un “capitalismo a favor del bien común”, una idea que ha desarrollado mano a mano con su consejero Michael Needham (más conocido por haber sido uno de los defensores más acérrimos de la austeridad durante los años de Obama). Este programa más bien vago, supuestamente enraizado en la doctrina social católica, está orientado sobre todo a la confrontación con China. En una entrevista concedida a The New Yorker el 4 de junio de 2018, Rubio confesaba que su momento epifánico se produjo al observar la difícil situación de las comunidades golpeadas por la desindustrialización durante la campaña presidencial de 2016. Si Rubio consiguió pasarse toda la Gran Recesión sin darse cuenta de que la clase trabajadora estadounidense estaba sufriendo –ceguera más que conveniente para sus perspectivas políticas–, sin duda será capaz de repetir la hazaña durante el mandato de Biden.

En un Senado muy dividido, la aparición de un bloque, por pequeño que fuera, de senadores republicanos dispuestos a apoyar una sólida recuperación económica tendría una importancia real. Desgraciadamente, hay pocas razones para esperar tal eventualidad. Hawley y Rubio tienen la mirada puesta en las presidenciales de 2024. Saben que colaborar con el enemigo no favorecerá sus perspectivas en las primarias republicanas; es más, estas no pueden sino mejorar con el empeoramiento de la situación económica de los estadounidenses durante los próximos cuatro años. Durante el mandato de Biden lo más probable es que ambos se alineen con el resto de su bancada en defensa de la austeridad. El reducido grupo de republicanos que realmente se toma en serio el proyecto del conservadurismo de clase obrera quizá proteste; al grupo infinitamente mayor que se subió a ese carro exclusivamente para clavársela a los progres no le importará.

Los populistas de derechas pueden repetirse a sí mismos que todo esto no son más que concesiones a corto plazo, pero la experiencia nos dicta que solo podremos creernos que la derecha estadounidense es capaz de desplazarse a la izquierda en materia económica una vez hayamos sido testigos de ello. Y si la era Trump ha visto al populismo abrirse paso en el terreno retórico, sus lecciones prácticas son menos prometedoras para el movimiento: Trump ­consiguió más votos en 2020 a pesar de haber ­dejado de lado el programa que según los populistas le llevó a la Casa Blanca.

El obstáculo más básico al que se enfrenta el populismo de derechas sigue siendo el mismo desde hace décadas: la gente que importa en la derecha prefiere hacerse asquerosamente rica con un 45% de apoyo que ser algo menos asquerosamente rica con un 55% de apoyo, y la configuración de las instituciones políticas estadounidenses hace que esta sea una estrategia perfectamente racional. La forma de cambiar este cálculo no es haciéndoles ver su error, sino haciendo que la estrategia se convierta en inviable. Para esto sería necesaria una democratización de la vida política estadounidense que convirtiera la búsqueda de mayorías para gobernar en una necesidad y no en un lujo.

© DISSENT MAGAZINE
© DANIEL LUBAN

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(1) Citado en Louis Nelson, “Steve Bannon hails Trump’s ‘economic nationalist’ agenda”, Politico, 18 de noviembre de 2016.

(2) Promovido por el republicano ultraconservador Newton Gingrich, este movimiento permitió a los republicanos recuperar la mayoría en la Cámara de Representantes en 1994, tras 40 años de mayoría demócrata gracias a un “contrato con Estados Unidos” según el cual se comprometían a limitar el papel del Estado federal, a bajar los impuestos y a apoyar a los emprendedores.

(3) Más conocida por el nombre de Federalist Society, esta organización agrupa a juristas ultraconservadores y libertarios que promueven una interpretación literal de la Constitución.

(4) Sohrab Ahmari, “The right after Trump”, The Spectator, 24 de agosto de 2020.

Daniel Luban

Investigador de ciencias políticas en la Universidad de Oxford. Este artículo fue publicado inicialmente en revista Dissent, Nueva York, invierno de 2020: https://www.dissentmagazine.org.