“David contra Goliat”. La comparación se repetía constantemente entre los militantes que, el pasado mes de marzo, organizaron un referéndum sobre la creación de una sección sindical en BHM1, el inmenso almacén que tiene Amazon en Bessemer, en el estado de Alabama (Estados Unidos). Y no era para menos. Los operarios de este centro logístico, en su inmensa mayoría afroamericanos, desafiaban a una de las empresas más poderosas del mundo, propiedad del hombre más rico del planeta –Jeff Bezos–, en uno de los estados más conservadores del país.
Pero si en la Biblia es el pequeño David quien acaba derrotando al gigante Goliat, en el caso de Amazon, es Goliat quien aplasta a David. De los 5.805 trabajadores de Bessemer con derecho a voto, solo 738 votaron “sí”, y 1.798 optaron por el “no”. Stuart Appelbaum, líder del Sindicato de Comercio Minorista y Mayorista (RWDSU, en sus siglas inglesas), anunció que recurrirían los resultados, acusando a Amazon de interferir en la neutralidad del proceso. Sumado al fallido intento de sindicación de 2014 en Delaware, el gigante del comercio electrónico reafirma así su condición de fortaleza inexpugnable para las organizaciones de trabajadores.
En Estados Unidos, la formación de un sindicato en una empresa se asemeja a un viacrucis. A petición de un empleado –en este caso, un mozo de almacén que llamó por teléfono a la RWDSU en agosto–, la organización debe demostrar primero a la agencia federal con responsabilidades para hacer cumplir la legislación laboral, la National Labor Relations Board (NLRB), que el 30% de los trabajadores del centro quieren formar un sindicato. Una vez superada esta etapa, y tras una agria campaña, se organiza un referéndum. La batalla se libra fábrica a fábrica, supermercado a supermercado, restaurante de comida rápida a restaurante de comida rápida: aunque en Bessemer hubiese ganado el “sí”, la situación en los demás almacenes de Amazon no hubiese cambiado. Para los trabajadores, participar en un proceso de este tipo implica una larga y ardua batalla, y en caso de derrota, puede acarrear represalias contra aquellos que hayan solicitado la ayuda del sindicato –a menudo, el despido–. No es de extrañar, por tanto, que solo estén sindicados el 6,3% de los trabajadores del sector privado en Estados Unidos.
En los últimos veinte años, Amazon ha construido en el país 110 centros del tamaño de BHM1, y tiene previsto levantar 33 más (1). Con cerca de un millón de personas a su servicio, es decir, cerca de uno de cada 150 trabajadores en activo, la empresa es el segundo empleador privado de Estados Unidos (las previsiones apuntan a que superará a la cadena de hipermercados Walmart en dos años). La crisis sanitaria causada por la covid-19, junto con el crecimiento masivo de las compras por Internet que ha provocado, han impulsado sobremanera su negocio, hasta el punto de que resulta complicado calcular el ritmo de contratación actual de Amazon. Además, el brutal impacto que ha tenido el virus en el empleo de millones de trabajadores en activo le ha puesto las cosas aún más fáciles a la hora de contratar. Según los historiadores, estamos ante una situación sin precedentes –a excepción, probablemente, de la vivida a principios de los años 1940, cuando las industrias contrataban en masa para sostener el esfuerzo bélico– (2).
Para describir la importancia que ha adquirido esta empresa, el periodista Alec MacGillis habla de un “efecto Amazon” que ha reconfigurado el territorio estadounidense según una jerarquía de tres niveles: en la parte superior estarían “las ciudades que albergan los cuarteles generales de Amazon y los puestos de trabajo bien remunerados y de alta formación académica”, como Seattle, Washington o Boston; después se encontrarían las “ciudades de los almacenes”, aquellos municipios que se han quedado con “la logística y los puestos de trabajo significativamente peor retribuidos”; y, por último, el resto del país, donde el comercio local está siendo asolado por el auge del comercio electrónico, sin que como contrapartida se haya generado empleo, salvo el de repartidor (3).
Bessemer pertenece a la segunda categoría: las ciudades de los almacenes. Ejemplo paradigmático de los pequeños centros industriales en declive, con su tejido social debilitado tras el cierre, en la década de 1990, de la fábrica Pullman, que producía vagones de mercancías, esta se asemeja a otras localidades escogidas por Amazon para ubicar sus gigantescos centros logísticos, como Sparrows Point, en los suburbios de Baltimore, o King of Prussia, cerca de Filadelfia. Las ciudades en crisis hacen todo lo posible con tal de atraer a la multinacional, lo que fomenta una carrera a la baja en cuestiones de materia fiscal. “Bessemer ofrece una fiscalidad competitiva, locales comerciales asequibles, una mano de obra capacitada y un bajo coste de vida”, pregona el sitio web de la cámara de comercio de la ciudad, cuyos responsables no respondieron a nuestra solicitud de entrevista. Durante la campaña sindical, el alcalde demócrata Kenneth Gulley, que lleva en el cargo desde 2010, evitó tomar partido. Sin embargo, el pasado mes de febrero, durante su “discurso sobre el estado de la ciudad”, el alcalde elogió la llegada de Amazon y destacó el “clima favorable para los negocios” de su ciudad, sin hacer mención alguna al conflicto sindical.
Cierto es que los sindicatos no siempre gozan de una buena reputación entre los representantes electos del Sur. Alabama es miembro del club de los veintisiete “estados con derecho al trabajo” (right-to-work states), donde los empleados no están obligados por ley a pagar cuotas a los sindicatos que los representan, lo que merma de hecho la tesorería de las organizaciones de trabajadores. Una legislación y una fiscalidad muy favorables a las empresas han propiciado la implantación de grandes grupos automovilísticos, sobre todo alemanes y japoneses, que han generado a su paso todo un ecosistema de subcontratas. Alabama presenta la particularidad de albergar la única planta de Mercedes-Benz en el mundo que no cuenta con un sindicato.
En este contexto, la campaña para formar un sindicato emprendida en Bessemer causó gran sorpresa: BHM1 es un almacén nuevo (fue inaugurado en marzo de 2020) que ofrece casi seis mil puestos de trabajo con salarios que parten de los 15,30 dólares la hora, lo que equivale al doble del salario mínimo en Alabama. Trabajar en este centro logístico de Amazon supone cobrar algo menos que en una fábrica de automóviles, pero está mejor retribuido que en Walmart (11 dólares la hora) o en un restaurante de comida rápida (donde el sueldo suele ir acorde con el salario mínimo). Además, Amazon ofrece seguro médico desde el primer día de trabajo, algo muy alejado de la norma en el sector privado en Estados Unidos.
Cuando llegamos a finales de marzo a las oficinas de la RWDSU en Birmingham, la mayor ciudad de Alabama, los rostros muestran un semblante cansado. Visiblemente exhaustos por una maratón que ha durado meses, un pequeño grupo de organizadores recibe el apoyo de una estrella. El actor Danny Glover lleva una gorra de los Newark Eagles, una franquicia de la Negro National League, la liga de béisbol reservada a los negros en los tiempos de la segregación. Ha venido a motivar a las tropas, a dar unas palmadas de ánimo a los organizadores y a contar su historia. Frente a él, en la sala de reuniones que luce los símbolos de la RWDSU (cuyo emblema representa una mano negra estrechando una blanca), se encuentran los trabajadores que han sido las cabezas visibles del movimiento en los medios de comunicación, entre ellos Jennifer Bates, que testificó sobre sus condiciones de trabajo ante el Senado por invitación de Bernie Sanders. A través de la puerta entreabierta, también se puede ver a Darryl Richardson, el trabajador que hizo la llamada telefónica al sindicato en agosto de 2020.
En el transcurso de una conversación que dura más de una hora, Glover alterna entre anécdotas divertidas de rodaje y momentos más serios, especialmente cuando habla de sus antepasados, que nacieron esclavos en Louisville, en la vecina Georgia, y de sus abuelos aparceros, que recolectaban algodón para un propietario blanco. La abuela del actor envió a sus hijos a estudiar a la escuela en lugar de hacerles trabajar en el campo, sobreponiéndose a lo establecido y a las amenazas de los terratenientes. Su madre se marchó de Georgia para instalarse en San Francisco, donde se convirtió en cartera. El actor evocó el ambiente de rebeldía que imperaba en su casa. Relató recuerdos de su adolescencia, cuando leía en los periódicos las historias de los activistas negros del Sur que “defendían sus derechos” y se aferraban a los taburetes de los restaurantes reservados a los blancos: “Eran mis héroes”.
A su vez, Bates le habla del insoportable control del tiempo establecido por Amazon, los objetivos apremiantes imposibles de alcanzar dadas las dimensiones de la nave, las horas extras anunciadas en el último momento que complican el cuidado de los hijos y de su hartazgo por tener sus tareas determinadas y cronometradas por un algoritmo. “No me entra en la cabeza cómo alguien en su sano juicio puede organizar un sistema como este y esperar que la gente tenga una vida plena. Con jornadas de diez, once y doce horas, ¿cómo lo haces para cuidar de tu familia? Nos preocupamos mucho porque los niños se pasen todo el día en la calle, ¿pero acaso el sistema se ha diseñado para que el padre y la madre puedan estar en casa junto a ellos?”. Cuando Glover le pregunta, Bates aclara que sus hijos ya son mayores y que ya tiene siete nietos, lo que despierta exclamaciones y risas de admiración. Es por ellos por los que lucha, dice: “Si no enfrentamos los problemas ahora, ya sabemos lo que les depara el futuro”.
Este sentimiento no es casual. A pesar de su descomunal tamaño, Amazon sigue considerándose la joven “start-up” del “primer día”. “Pasar al segundo día significaría un estancamiento. Seguido de la irrelevancia. Seguido de un lento y doloroso declive. Seguido de la muerte. Por eso, en Amazon, todos los días seguirán siendo el primer día”, afirmó Bezos (también propietario del Washington Post) en 2016, en una carta dirigida a los accionistas. Para mantener este ambiente febril, la empresa debe aumentar incesantemente la productividad y reducir constantemente el coste de la mano de obra. De ahí que perciba la irrupción de un contrapoder como una amenaza existencial.
Perry Connelly, un hombre mestizo de unos cincuenta años y de complexión atlética, ha acabado trabajando en BHM1 tras perder su empleo de agente de seguridad en un aeropuerto durante la pandemia. El salario que ingresa actualmente “equivale a lo que pagaba en impuestos en [su] anterior trabajo”, una forma de decir que entiende su llegada a Amazon como una auténtica regresión. Este stower, o lo que es lo mismo, mozo de almacén, se encarga de escanear los productos y colocarlos en las estanterías provistas con códigos de barras. “Comer se ha convertido en una odisea: tengo que ir al baño, después a la sala de descanso, coger mi almuerzo y luego sentarme. ¿Qué me quedan, doce minutos para comer?”.
Es la primera vez en su carrera profesional que desempeña un trabajo donde el tiempo está cronometrado de tal modo: “Me identifico en el ordenador, escaneo los códigos de barras. El ordenador calcula el tiempo perdido entre dos escaneos”. Este es el famoso time off task (“tiempo sin realizar tareas”) o TOT, del que hablan todos los empleados. “Básicamente, para la máquina, es un tiempo en el que no estás haciendo nada. Desde la dirección pretenden que el TOT sea lo más bajo posible, pero esto depende lógicamente de los productos que tengas entre las manos”. Un código de barras defectuoso o un cupón de descuento y empiezan los problemas. A Connelly le provoca una risa nerviosa recordar el ambiente frenético que se respira en el almacén, entre la camaradería y la rivalidad cronometrada. “Fomentan la competitividad todo el tiempo. Al que haya colocado más productos en las estanterías, le ofrecen quince minutos de descanso extra, o una camiseta”. Antes del referéndum sobre la creación de un sindicato, Amazon ofreció una prima de renuncia, para que aquellos empleados descontentos no participaran en la votación. “Desde que arrancó la campaña, también han despedido a 250 personas”, señala el operario.
En este condado conservador, en el que más de cuatro de cada diez votantes afroamericanos votaron a Donald Trump en 2016 y 2020 (4), los activistas sindicales insistieron en inscribir su guerra en la tradición de las luchas por los derechos civiles del pastor Martin Luther King y del movimiento Black Lives Matter (“Las vidas de los negros importan”), denunciando la hipocresía de Amazon en estos temas. “Las vidas de los negros no les importan”, contaba Richardson al New York Magazine. “Hacen ver que se preocupan, especialmente por la figura de Martin Luther King. Tienen panfletos y fotos suyas en los pasillos. Pero están fingiendo. Lo hacen porque los negros son mayoría en la planta” (5). Las referencias a King son omnipresentes en la región. El pastor fue detenido en Bessemer el 30 de octubre de 1967 por organizar una Marcha de la Igualdad no autorizada. El caso acabó en el Tribunal Supremo, que rechazó considerar su recurso, por lo que King fue condenado a cinco días de cárcel y una multa de 50 dólares. El día de su asesinato, el 4 de abril de 1968, en Memphis, Tennessee (el rifle con el que lo asesinaron se había comprado en Birmingham), Martin Luther King había acudido a apoyar una huelga de basureros negros que reclamaban un aumento salarial y una mejora de sus condiciones (6).
La flor y nata de los demócratas (congresistas, influyentes líderes religiosos...) que acudió a Bessemer antes de la votación en Amazon secundó la estrategia sindical, refiriéndose a la ciudad como una “nueva Selma” (7). Otro de los simpatizantes que se desplazó hasta el lugar, el rapero Killer Mike, llegó a comparar a Bezos con un “plantador” (término dado a los dueños de plantaciones del Sur propietarios de 20 o más esclavos), y las condiciones de trabajo en los almacenes (el calor y el ritmo, en particular) con las de los campos de algodón.
Estos apasionados discursos no convencieron a los trabajadores (el 85% negros, según las estimaciones del sindicato) y, a posteriori, la fallida campaña de Bessemer ha resultado ser poco más que un gigantesco espejismo. Para un observador que se informara solo a través de las redes sociales, los medios de comunicación y los vídeos subidos a Internet, la victoria del “sí” estaba cantada, tan numerosos y visibles eran sus partidarios: la iniciativa encontró el apoyo de poderosos sindicatos, como el de jugadores de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL) y el de guionistas de Hollywood, así como de artistas y académicos. Incluso el presidente Joseph Biden se posicionó públicamente dos semanas antes del cierre de las urnas –la primera vez desde la presidencia de Franklin D. Roosevelt que un inquilino de la Casa Blanca brindaba su apoyo–.
Una cobertura mediática del conflicto en ocasiones romántica e idealizada contribuyó a alimentar la ilusión de una victoria del “sí”, distorsionando la realidad de un terreno más complicado de comprender. La pandemia, la presencia de los medios de comunicación y la movilización sindical frente a la planta enrarecieron el ambiente, y la topografía del lugar –un enorme almacén sin ventanas ubicado en una zona industrial, un aparcamiento vigilado por un coche de policía y guardias de seguridad privados, con los sindicalistas agitando pancartas en el cruce más cercano– hicieron difícil, si no imposible, poder interactuar con los trabajadores más allá de la pequeña decena de operarios comprometidos públicamente con el sindicato o de los obreros absolutamente felices con sus condiciones de trabajo que desde el departamento de comunicación de la empresa se afanaban en exhibir.
Resulta evidente que Amazon ha utilizado sus ilimitados recursos y toda la sofisticación tecnológica a su disposición para influir en sus asalariados. Detrás de las puertas del almacén, la dirección ha celebrado “sesiones informativas” grupales de asistencia obligatoria para advertir de las consecuencias de tener un sindicato en la planta, y los teléfonos de los empleados fueron bombardeados con mensajes que tachaban al sindicato de invasor. “¡No permitas que los de fuera dividan a un equipo ganador! No creemos que debas pagar a un intermediario para que hable por ti, ni pagar cuotas para conseguir algo que ya tienes gratis”, se puede leer en una captura de pantalla facilitada por un empleado.
Desde el 25 de enero, Amazon se hizo con los servicios para este almacén de varios asesores especializados (que han facturado varios miles de dólares al día), los famosos union busters (“revientasindicatos”) (8). También han circulado rumores alarmantes sobre el cierre de la planta si los empleados “traicionaban” a la compañía –emulando a Walmart, que en 2009 decidió cesar sus actividades en Jonquière, Canadá, tras la creación de un sindicato–.
Con sus intereses en juego, la multinacional ha sido acusada de transgredir la legislación laboral para desbaratar la campaña; en cualquier caso, la NLRB carece de autoridad para sancionarla económicamente. Los testimonios de exempleados que trataron de crear un sindicato en su almacén en Delaware y Virginia describen un comportamiento brutal, repleto de amenazas y represalias, incluyendo despidos improcedentes, como el de un trabajador que estaba de baja médica por una operación de rodilla. En Chester, Virginia, la sanción de las autoridades, tras una investigación, fue obligar a Amazon a exhibir en la sala de reuniones, en una hoja A4, una lista de acciones que se comprometía a no cometer. “No le amenazaremos con despedirle; no le interrogaremos sobre sus actividades sindicales; no le vigilaremos; no le amenazaremos con represalias”. Se supone que el documento debe tranquilizar a los empleados, pero puede producir el efecto contrario al subrayar, tácitamente, los riesgos a los que se exponen los díscolos (9).
Frustrado por no poder hablar con los empleados de Bessemer, un periodista estadounidense se coló en el aparcamiento del centro logístico para tratar de conseguir entrevistas al azar, a riesgo de exponerse a tener problemas con la ley. Su camisa hawaiana desentonaba entre el alquitrán. Para Mike Elk, de 35 años, esta ha sido su quinta cobertura de una campaña sindical (y las cinco perdidas) en el Sur. Fue despedido del digital Politico por intentar sindicalizar a los trabajadores de la redacción, y decidió reinvertir su indemnización por despido en la creación de su propio medio de comunicación, Payday Report, cuyo propósito es “cubrir las noticias sociales en los desiertos mediáticos”. Optimista al principio del movimiento, cuando aún lo seguía desde su redacción en Pittsburgh, cambió de opinión una vez llegó a Alabama, al comprobar que los periodistas superaban en número a los obreros en un mitin de Bernie Sanders ante la sede del sindicato en Birmingham el pasado 26 de marzo.
Consiguió entrevistar a cuatro operarios del almacén antes de que un vigilante de seguridad le obligara a marcharse del aparcamiento. Todos los entrevistados eran negros; y todos le aseguraron que votarían “no”. “Estoy más bien en contra, porque no sé mucho de sindicatos, nunca he tratado con ellos”, declaró Ashley, de 32 años. Un empleado de 19 años comparó al sindicato con un “ladrón” que pretende quitarle parte del dinero ganado con el sudor de su frente. Este fue el principal argumento esgrimido por Amazon durante sus sesiones informativas grupales; la empresa incluso creó un sitio web electoral dedicado a esta cuestión: “Do it Without Dues” (“Hazlo sin cuotas”). Un tercer empleado, de mayor edad, explicó que había visto a la RWDSU en acción en un trabajo anterior, pero que no habían logrado que su situación mejorase. El último de los cuatro trabajadores llevaba alrededor del cuello una cadena de chapas con formas de animales pidiendo el voto por el “no”: “[Los directivos] los reparten en el almacén, todo el mundo la lleva”. Los responsables que impartían los cursos sobre los sindicatos eran descritos como “cool” (comprensivos) y nada amenazadores: “Se limitaban a explicarnos para qué sirve un sindicato”. La difusión de estas entrevistas le ha valido a Elk insultos en las redes sociales, donde se le ha acusado de estar al servicio de la patronal. Este responde que era crucial “entender la psicología de los ‘anti’, los sentimientos de los trabajadores de la planta”, y que él no está al servicio de nadie, “excepto el de la verdad”.
Resulta imposible establecer qué efecto tuvo en el voto la estrategia de asociar la campaña sindical a la lucha por los derechos civiles. Por lo demás, los trabajadores que Elk encontró al azar no se mostraron visceralmente hostiles a los sindicatos: simplemente desconocían su utilidad. “Es fácil responsabilizar a Amazon, pero los sindicatos también tienen su parte de culpa”, analiza el periodista. Según este, la victoria en una votación así debe parecer una mera formalidad, conquistada de antemano, por así decirlo, después de que el sindicato haya hecho campaña y haya convencido a una masa crítica de empleados, de modo que estos pierdan el miedo a compartir sus convicciones con su compañero de planta.
En el caso de BHM1, la RWDSU utilizó una táctica diferente, conocida como hot shopping en la jerga sindical estadounidense. Se trata de “poner del revés” un centro de trabajo al poco de ser inaugurado, aprovechando el repentino descontento de los trabajadores –por las deplorables condiciones sanitarias del almacén, en el caso de Bessemer–. El objetivo es aprovechar un efecto sorpresa, sin haber trabajado el terreno de antemano, poniendo a sabiendas el arado delante de los bueyes. Esto puede conllevar un descuido del trabajo de base. Por ejemplo, a los líderes religiosos locales apenas se les ha convidado a participar en la campaña, a diferencia de a los activistas en redes sociales y los pesos pesados del Partido Demócrata, quienes acudieron en masa.
Otros problemas: la elevada tasa de rotación de la plantilla, la falta de tiempo para comunicarse en la planta (debido tanto a las condiciones de trabajo como a la pandemia, que imposibilitaba la celebración de actos paralelos, como una barbacoa sindical) y la falta de expectativas profesionales en un almacén. ¿Quién puede saber si seguirá trabajando aquí dentro de un año? ¿Por qué exponerse y arriesgar su puesto de trabajo por un empleo en el que no se ve a medio plazo? Ante la duda, los trabajadores de BHM1 quizá temieron tener mucho más por perder (su empleo, su salario, el seguro médico cubierto por Amazon...) que por ganar (no sabían qué exactamente).
Sea como fuere, la saga de Bessemer habrá sido una oportunidad para que el país haga balance del estado de su legislación laboral. Varias encuestas reflejaban un apoyo mayoritario al “sí” entre la opinión pública, y los editoriales estaban en sintonía. “Es evidente que el declive de los sindicatos es la principal razón por la cual los ricos son cada vez más ricos, y los pobres más pobres –ha llegado a escribir incluso el columnista liberal Joe Nocera en un artículo a modo de mea culpa–. Como muchos demócratas de mi generación, no había prestado atención. Los sindicatos no se limitan a subir los salarios de sus afiliados: los centros de trabajo no sindicados a menudo se ven obligados a imitarlos. La falta de sindicatos en este país hace que las empresas no sientan la necesidad de subir los salarios” (10). El recuento de votos de Bessemer tuvo un seguimiento en directo en el sitio web de The New York Times con la misma deferencia que unas elecciones políticas disputadas a nivel nacional, algo inédito en unas elecciones de empresa.
Preguntamos a Connelly, el operario del almacén de Bessemer, qué le ocurriría si el “no” era mayoritario. “La dirección del almacén utilizará una treta, cualquier excusa les será suficiente para despedirme –nos respondió–. Estoy preparado para ello; es el precio que hay que pagar por el cambio. Si gana el ‘sí’ y puedo representar al sindicato, me quedaré. Si se impone el ‘no’, no seguiré aquí mucho tiempo”.
El día de la victoria del “no”, los empleados de un centro de Chicago realizaron un paro laboral espontáneo. Se anunciaron otras acciones en una cincuentena de ciudades. ¿Tendrán un destino diferente? Para explicar la derrota de Bessemer, los militantes continúan culpando a Amazon, a sus amenazas e intimidaciones. El pasado marzo, la Cámara de Representantes aprobó la Protecting the Right to Organize Act (“Ley de protección del derecho de sindicación”), o PRO Act, que pretende eliminar las presiones que ejercen los patronos sobre las campañas sindicales, en particular prohibiendo las “sesiones informativas” obligatorias. Aunque este proyecto de ley es un paso en la dirección correcta, bien podría morir en el Senado por falta de apoyos entre los republicanos. Por otro lado, no exime a los sindicatos y a los dirigentes demócratas de aprender las lecciones de su naufragio en Alabama, cuestionando su estrategia. De lo contrario, aunque surjan nuevas campañas como la de Bessemer, corren el riesgo de fracasar también.
Para salir del atolladero, algunos han propuesto iniciar una campaña de boicot contra Amazon. Pero incluso estos activistas, sin saberlo, continúan enriqueciendo a la multinacional, ya sea comprando por Internet a un competidor como eBay, al que Amazon suministra productos, o utilizando Netflix o Google, porque Amazon Web Services, con sus servicios de computación en la nube, alimenta gran parte de Internet y almacena sus bases de datos. El pasado 6 de marzo, en el transcurso de una videoconferencia sindical, una militante mostró su sorpresa al descubrir que Amazon también es propietaria de los supermercados Whole Foods (cadena especializada en productos ecológicos que adquirió en 2017). Otro activista preguntó cómo “boicotear a Amazon”, sin saber que el simple hecho de asistir a esa reunión beneficiaba a la empresa, puesto que Zoom depende de su computación en la nube. En situación de cuasi-monopolio –en el país de la libre competencia…–, la empresa de Bezos se ha convertido en algo prácticamente imposible de evitar.