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Un opositor que podría resultar más molesto de lo que el Kremlin imagina

Alexéi Navalny, ¿profeta en su tierra?

Víctima de un intento de asesinato por envenenamiento, el opositor ruso Alexéi Navalny se encuentra a día de hoy entre rejas. Al tiempo que exigen su puesta en libertad, los gobiernos Occidentales preparan la imposición de nuevas sanciones. Aunque el Kremlin no parece dispuesto a ceder a las presiones internacionales, a las que califica de injerencias, sí que vigila de cerca las consecuencias del caso en el interior del país.

por Hélène Richard, marzo de 2021
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Selçuk

“La heroica lucha de Navalny no se diferencia en nada de la de Gandhi, King, Mandela o Havel”. Uniéndose al coro de la prensa Occidental, el exembajador de Estados Unidos en Rusia, Michael McFaul, no teme caer en la exageración al hablar del militante anticorrupción que desafía al presidente ruso Vladímir Putin (1). Tras recuperarse en Alemania del envenenamiento que sufrió durante un vuelo en Siberia el pasado agosto, Alexéi Navalny rechazó el exilio definitivo. A su regreso a territorio ruso, en enero, fue condenado, como estaba previsto, a una pena de dos años y medio de cárcel. Algo digno de respeto. No obstante, su caso ha armado un revuelo mediático que no suele ser habitual cuando se trata de opositores políticos.

Apenas se supo la noticia de su arresto, las embajadas Occidentales exigieron la “puesta en libertad inmediata” del opositor ruso y amenazaron con represalias. En el Congreso estadounidense, una amplia coalición de demócratas y republicanos aprovechó la ocasión para exigir el endurecimiento de las restricciones adoptadas en 2019 contra las empresas implicadas en la construcción del gasoducto Nord Stream 2, que proveerá a Alemania de gas ruso. Decisión que satisfaría al Parlamento Europeo, que en enero votó por amplia mayoría a favor de una resolución apelando a la Unión Europea a “detener inmediatamente la construcción” del gasoducto, desoyendo el consejo de Berlín, pero siguiendo los deseos de Polonia y los países bálticos.

Por su parte, Navalny ha multiplicado sus contactos en el extranjero. El opositor ruso pretende que la Unión Europea intensifique y reoriente el paquete de sanciones individuales adoptadas el pasado 15 de octubre contra seis altos cargos presuntamente implicados en su envenenamiento, entre los que se encuentra el director adjunto de la administración presidencial, Serguéi Kiriyenko. Su intención es conseguir medidas de represalia contra el Kremlin y apuntar a los activos en Europa y Estados Unidos de los oligarcas próximos al poder. Su equipo ha enviado al presidente estadounidense una lista con treinta y cinco personas que “han hecho del amañamiento de elecciones una política nacional, robando para ello dinero público y envenenando”. Además de personalidades de perfil alto –como el portavoz del Gobierno, el alcalde de Moscú y el primer ministro–, su lista incluye a empresarios próximos a Putin y a hijos de altos funcionarios presuntamente utilizados como testaferros para el desvío de fondos públicos.

Washington podría atender a su petición. Desde 2012, la ley Global Magnitsky permite a Estados Unidos castigar actos de corrupción en cualquier lugar del mundo. La Comisión Europea hizo campaña el pasado otoño a favor de una “ley Navalny” según el modelo estadounidense. Enfrentada a las reticencias de algunos Estados miembro, Bruselas ha llegado a un acuerdo: el nuevo régimen de sanciones adoptado el 7 de diciembre, y puesto en marcha el 22 de febrero contra cuatro altos funcionarios, mantiene la regla de la unanimidad y limita su campo de acción a las violaciones de los derechos humanos. “Esperamos que este nuevo régimen pueda usarse en el futuro contra actos de corrupción”, declaró el ministro de Asuntos Exteriores lituano, Linas Linkevicius.

“El Julian Assange ruso”

¿Justifica el peso político de Navalny en su país semejante excitación internacional? Independientemente de la respuesta, así opina Washington, que desprecia el régimen de Putin, al que acusa de desestabilizar las democracias. En 2018, en la revista Foreign Affairs¸ Joseph Biden describía Rusia como un país en manos de una “cábala de exfuncionarios de inteligencia y oligarcas”. “Sin el estrangulamiento de la sociedad civil –opinaba–, los aplausos de adoración y las desbordantes cotas de popularidad de las que gozan [los dirigentes rusos] podrían dar paso rápidamente a una tormenta de abucheos y silbidos […]. El régimen exhibe una imagen de invencibilidad que enmascara la fragilidad del apoyo con el que puede contar, en particular entre los jóvenes urbanitas con estudios” (2).

Pese a su microscópica audiencia en Rusia, el excampeón de ajedrez Garry Kasparov ha gozado durante mucho tiempo del título de “opositor número uno” de Putin. Navalny resulta un candidato más creíble. ¿Quién se acuerda hoy de que este antiguo bloguero desfiló por las calles de Moscú a la cabeza de decenas de jóvenes entonando cánticos como “Rusia para los rusos” o “Dejemos de alimentar al Cáucaso”? Corría el año 2007, y este abogado de formación dirigía un partido minoritario, Narod (“el pueblo”). Tres años más tarde, y tras pasar por la Universidad de Yale en New Haven, lanzó la página web de investigaciones anticorrupción Rospil. Haciendo bandera de la denuncia de las adquisiciones fraudulentas de bienes, se alejó de las orillas del nacionalismo más virulento y se granjeó la simpatía de la prensa Occidental, y eso sin renegar en ningún momento de sus declaraciones xenófobas (3). Entonces empezó a conocérsele como “el Julian Assange ruso” (4). Recibida la autorización para presentarse a las elecciones municipales de Moscú, en 2013, obtuvo el 27% de los votos, un resultado remarcable considerando el contexto ruso. Y, aunque su candidatura a las elecciones presidenciales de 2018 fue rechazada, su campaña logró movilizar a 200.000 voluntarios y a casi un centenar de comités de apoyo a lo largo y ancho del país (5).

Expulsado de la arena política por la puerta, Navalny intentó regresar por la ventana. En 2018, llamó a sus partidarios a ejercer el “voto inteligente” eligiendo a los candidatos de la oposición parlamentaria con mayores posibilidades de vencer a Rusia Unida, el partido de Putin. La intención era erosionar el dominio del partido en el poder utilizando como caballo de Troya aquellas formaciones políticas que sí gozaban de autorización para incurrir a los comicios. El Partido Comunista de la Federación Rusa (KPRF, por sus siglas en ruso) y los nacionalistas del Partido Liberal-Demócrata de Rusia (LDPR, por sus siglas en ruso) fueron los principales beneficiarios de esta estrategia. En 2019 y 2020, varios candidatos de la oposición conseguirán abrirse paso gracias al refuerzo de los votos “inteligentes” en Moscú, San Petersburgo y en otras ciudades de provincias como Tambov (16 de 18 candidatos elegidos), Tomsk (19 de 27) o Novosibirsk (13 de 50). Esta campaña le permitió a Navalny compensar su relativa marginación política.

De hecho, la llamada a manifestarse emitida por el opositor tras su arresto y el estreno de su película de investigación El palacio de Putin –que más de uno de cada cuatro adultos rusos supuestamente ha visto (6)– encontró un cierto eco. Cerca de cien mil personas se lanzaron a la calle el pasado 23 de enero. La magnitud de las movilizaciones igualó a la de algunas jornadas de protesta del movimiento de 2011-2012 contra el amañamiento de las elecciones. Y todo esto pese al aumento de la represión, con arrestos preventivos, prohibición de manifestarse, detenciones masivas seguidas de prisión preventiva, sin olvidar el frío polar.

Sin embargo, Navalny no supone una amenaza seria para el régimen. Desde que está en prisión, no es raro que se le compare con Nelson Mandela, uno de los presos políticos más célebres de la historia –como hizo, por ejemplo, el canal BBC o el periódico The Guardian, el pasado 17 de enero–. Pero la situación de Navalny difiere de la del exdirigente del Congreso Nacional Africano, que contaba con el apoyo de una organización con cientos de miles de miembros y de una inmensa popularidad en su país. Las manifestaciones del pasado enero han sido acogidas con tibieza por los rusos: un 22% de opiniones favorables, muy lejos del 80% que recibieron por ejemplo los “chalecos amarillos” en los orígenes del movimiento de protesta francés (7). Y el número de asistentes se redujo el segundo fin de semana de protestas, al tiempo que el acoso judicial contra los activistas más destacados se intensificaba. Del final del verano a esta parte, según el Centro Levada, reputado por la independencia de sus sondeos, la popularidad del opositor se ha estancado en el 20%, muy por detrás de los niveles de aprobación del presidente ruso, que se encuentran en un 64% (8).

Y la salvación no vendrá de la diplomacia. Moscú parece acostumbrado ya a las sanciones e interpreta cualquier presión extranjera a favor de la liberación del opositor como una forma de injerencia. Putin se lo dejó bien claro al jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, durante una visita a Moscú, al expulsar a tres diplomáticos, un polaco, un sueco y un alemán. Por si fuera poco, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguéi Lavrov, ha amenazado con romper relaciones diplomáticas con la Unión Europea “si las sanciones suponen un riesgo para nuestra economía y afectan a determinados sectores, como los de especial sensibilidad”.

A pesar de que Moscú saca pecho y se muestra seguro, hay al menos dos elementos que deberían preocupar al Kremlin. El primero, el perfil sociológico de los manifestantes. A la caída progresiva de los ingresos de la población iniciada en 2014 se suman el salto que dio el precio de los alimentos en 2020 (una subida del 70% en el caso del azúcar y del 24% en el del aceite de girasol) (9) y la presencia en las calles del “proletariado posindustrial urbano” (10)https://carnegie.ru/commentary/83716”, Carnegie Moscow Centre, 25 de enero de 2021.]] y de titulados desclasados, lo que complica la respuesta del Kremlin. Mucha gente ha participado en una protesta por primera vez en sus vidas. Detenido a finales de enero en una concentración, Alexéi Gaskarov, un sindicalista cercano a Navalny, nos cuenta que coincidió en su celda con un trabajador de la construcción, un reparador de aparatos de aire acondicionado y un empleado de supermercado: “Uno había pedido un crédito que ya no podía devolver; el otro estaba furioso porque no había podido pagar el tratamiento para el cáncer de su madre… Las motivaciones de tipo social son una dimensión evidente de las protestas”. Ya en 2018, una impopular reforma del sistema de pensiones incrementó la desconfianza de la población hacia el poder (11).

Efectos en el tablero político ruso

Otro motivo de preocupación para el Kremlin son los efectos colaterales que el caso Navalny pueda tener sobre la oposición parlamentaria, supuestamente fiel al poder (12). Mientras que el dirigente del LDPR, Vladímir Zhirinovski, va de plató en plató acusando a Navalny de estar “comprado” por los estadounidenses, Serguéi Furgal, exgobernador de la región de Jabárovsk y miembro del mismo partido, fue elegido en 2018 gracias al “voto inteligente”. Con el aumento de su popularidad, Navalny acabó entre rejas, lo que provocó el pasado verano unas manifestaciones inéditas hasta la fecha.

Las divisiones son aún más sensibles en el KPRF, primera fuerza de la oposición del país (42 diputados de 450 en la Duma Estatal) y que el Kremlin nunca ha conseguido controlar del todo. Mientras que su secretario general Guennadi Ziugánov trata a Navalny de agente del extranjero, son muchos los diputados comunistas que se han unido a las protestas. Uno de ellos, el popular Nikolai Bondarenko, de Samara y con 1,28 millones de suscriptores en su canal de YouTube, llegó a estar detenido durante unas horas. Sería de extrañar que la cosa quedara ahí, ya que el diputado va a presentarse a las legislativas del próximo septiembre como candidato por la misma circunscripción que Viacheslav Volodin, presidente de la Duma Estatal. La prohibición en febrero –oficialmente por razones sanitarias– de los tradicionales mítines comunistas en conmemoración de la crea­ción del Ejército Rojo ha contribuido a radicalizar el ala izquierda del KRPF, preocupada por las crecientes restricciones impuestas en la vida política y en el uso de las redes sociales. El diputado comunista Alexander Smirnov, de la asamblea de la ciudad de Penza, ha sido condenado a siete días de detención administrativa por haber llamado a la gente a negarse a respetar las órdenes del Kremlin.

El encarcelamiento de Navalny ha perturbado el tablero político ruso. De momento, la respuesta del Gobierno ha consistido en la criminalización de la oposición “fuera del sistema” y quién sabe si lo próximo no será la expulsión de los elementos más turbulentos de la oposición legal. Si Putin pretende mantenerse en el poder hasta 2036, tal y como le permite la nueva Constitución avalada por el voto popular el pasado verano, es poco probable que le baste con la represión.

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(1) Michael McFaul, “A Russian dissident is fighting for his life. Where is the US?”, The Washington Post, 21 de agosto de 2020.

(2) Joseph R. Biden, Jr. y Michael Carpenter, “How to stand up to the Kremlin”, Foreign Affairs, vol. 97, n.° 1, Nueva York, enero-febrero 2018.

(3) Marlene Laruelle, Russian Nationalism: Imaginaries, Doctrines, and Political Battlefields, Routledge, Nueva York, 2019.

(4) Marie Jégo, “La Russie a son WikiLeaks à elle”, Le Monde, París, 10 de diciembre de 2010.

(6) The film ‘Palace for Putin’”, Centro Levada, 8 de febrero de 2021

(7) Centro Levada, “January Protests”, 11 de febrero de 2021.

(8) Putin’s approval rating”, Centro Levada, enero de 2021.

(9) Alain Barluet, “Russie: Vladimir Poutine face à l’envolée des prix alimentaires”, Le Figaro, París, 17 de diciembre de 2020.

(10) Alexander Baunov, “[[The new face of Russian protest

(11) Véase Karine Clément, “La cara antisocial de Vladímir Putin”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2018.

(12) Arnaud Dubien, “Quelques réflexions sur la situation politique en Russie”, Observatorio franco-ruso, 26 de enero de 2021.

Hélène Richard