Portada del sitio > Mensual > 2021 > 2021/03 > Un periodismo de guerras culturales

VENDER DISCORDIA EN VEZ DE INFORMAR

Un periodismo de guerras culturales

El término medio ya no es rentable. Antes, cuando se apoyaba en el maná publicitario, la prensa moderada buscaba un público masivo y lo mimaba con simulacros de objetividad. Pero la fórmula ha cambiado. Ahora los medios de comunicación prosperan alimentando guerras culturales dirigidas a unas audiencias polarizadas y movilizadas. Caiga quien caiga. Y bajo la mirada atenta, y a veces sectaria, de sus propios lectores.

por Pierre Rimbert y Serge Halimi, marzo de 2021

Compra a diestro y siniestro medios de comunicación y editoriales (Vivendi, Editis, Prisma), tiene el ojo puesto en Europe 1, reduce plantilla y gastos, fomenta una prensa amarillista destinada a la extrema derecha (CNews), tiene a las redacciones aterrorizadas –y amenaza con demandar a Le Monde diplomatique, que investiga sus actividades en África–: si hubiera que personificar los estragos del capitalismo mediático, el nombre del empresario francés Vincent Bolloré destacaría.

Comidilla de la prensa, la rudeza del milmillonario bretón no es, con todo, el mejor indicador del movimiento que sacude el panorama periodístico de los años 2020. Porque la fuerza ascendente no se encuentra en la infografía de los propietarios (1) ni en el nomenclátor de los anunciantes. Se deja notar en la diligencia con que las direcciones editoriales piden disculpas cuando un artículo desagrada a sus lectores. Este nuevo pilar de la economía de la prensa fue durante tiempo considerado como la quinta rueda del carro mediático: los suscriptores. Su creciente influencia hace que los clamores y las fracturas de nuestras sociedades suenen con fuerza en el seno de las redacciones. De momento, esa irrupción solo afecta a un puñado de cabeceras. Pero refleja un movimiento de fondo.

Ciertamente, la apropiación privada sigue moviendo fichas en el gran Monopoly de la comunicación. Pero ya no es capaz de poner patas arriba un sector sometido en la actualidad, y desde hace mucho tiempo, a su lógica mercantil. Y también encorsetado por los gestores: mientras las pantallas, cada vez más, absorben vorazmente el tiempo y las conversaciones, van menguando las fuerzas que producen la información. En Francia, el número de periodistas decae a un ritmo moderado (-6% entre 2008 y 2019), pero en Estados Unidos los efectivos han caído en una cuarta parte. Este promedio oculta una disparidad: las redacciones estadounidenses han suprimido 36.000 puestos de trabajo en el sector de la prensa escrita, a la par que creaban 10.000 empleos en medios de comunicación no impresos (2).

Ante nuestra mirada se instala aquello que llevábamos tiempo vaticinando: un sistema de información de dos velocidades –rico para los ricos, pobre para los pobres–. Este refleja la geografía de las desigualdades educativas y culturales. Habida cuenta de la edad y de los hábitos de sus lectores, la prensa local muestra menos agilidad en su despliegue digital; se empobrece, se concentra o, como en Estados Unidos, se extingue. Desde 2004, han desaparecido más de 2.100 diarios y semanales, una cuarta parte del total, a menudo sustituidos por una red de sitios con sesgo partidista que, con un barniz periodístico, una maqueta tradicional y una cobertura territorial difunden solapadamente artículos complacientes financiados por intereses vinculados a partidos políticos (3). La supervivencia de la prensa local se basaba en la publicidad y los anuncios clasificados, dos recursos que han sido engullidos por Facebook y Google, que por su parte no producen información, pero sí saquean la que proporcionan los periódicos, a los que previamente han privado de anunciantes.

En el caso de lo impreso, el precio de la publicidad es proporcional a la cantidad de pares de ojos que se posan sobre el anuncio. En Internet rige una regla diferente: la cantidad de público alcanzado importa menos que la calidad de la segmentación. Y para eso, no hay quien compita con los depredadores de Silicon Valley. Al no poder rivalizar, la prensa generalista no tiene más remedio que vender sus espacios digitales a precio de saldo: desde el año 2000 (cuando Google creó su central de medios) hasta 2018, sus ingresos publicitarios se han dividido por tres (4). La pandemia les ha dado la puntilla. En el segundo trimestre de 2020, el parón de la economía cercenó en un 20% los ingresos generados por los anunciantes de Le Monde (5), y en un 44% en el caso de The New York Times (6 de agosto de 2020).

En paz descansa el modelo del “doble mercado” inventado en 1836 por Émile de Girardin: por un lado, atraer al cliente mediante un precio de venta barato y, por otro, vender lectores a los comerciantes que quieren colocar su anuncio. Esa economía suponía una doble dependencia: con los anunciantes en tiempos de bonanza; con los accionistas, a quienes se pedía que volvieran a llenar la hucha en tiempos de vacas flacas. Tuvo su edad de oro entre los años 1960 y 1970, y posteriormente, de forma más frenética, en el año 2000, cuando estalló la “burbuja de Internet”: en los pasillos de Libération, diario por aquel entonces ahíto de publicidad, los directivos editoriales soltaban, entre risitas, que ya podían prescindir de las ventas. Los llamados periódicos “gratuitos” pondrían en práctica esa brillante estrategia en 2002, antes de que se los tragara el agujero negro de la economía digital.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la primacía de los ingresos por publicidad transformó la percepción del mundo social que se brindaba a los lectores: “La cobertura mediática del mundo laboral fue bajando y cambió de enfoque, hablando no ya del poder de los sindicatos como instituciones sino de las molestias que las huelgas infligían a los consumidores”, observa Nicholas Lemann, profesor de periodismo en la Universidad de Columbia (6). La era de los anuncios coincidió con un alza significativa de salarios, estatus y titulación académica de los trabajadores de la prensa. Se cierra con un clima de precariedad de los productores de información, de descrédito de los medios de comunicación y de desconfianza radical entre las clases populares y las categorías intelectuales. “Por primerísima vez, menos de la mitad de los estadounidenses confían en los medios de comunicación tradicionales”, se alarmaba el pasado mes de enero una consultora (7).

La sorpresiva elección de Donald Trump en 2016 habrá disipado para los lectores de The New York Times el espejismo de una sociedad de mercado pacificada por las virtudes de la educación y de la comunicación. Surge un nuevo modelo, más acorde con la anemia publicitaria y las realidades de una sociedad fracturada: el de unos medios de comunicación hiperpartidistas, de masas o de nicho, financiados en el caso de la prensa escrita por una sólida base de suscriptores.

El suscriptor: “¡Tiempos futuros! ¡Visión sublime!”, que dijera Victor Hugo. Del infierno los medios de comunicación se redimen… Los genios de Internet, convencidos de que la información en línea sería gratuita o no sería, consideraban hasta hace poco la figura del fiel suscriptor como una utopía, además de una antigualla; transcurridos quince años, este se ha convertido en objeto de todos los deseos. Los canales de pago y las plataformas de distribución de vídeo y audio ya demostraron que, en una época de acceso gratuito y piratería generalizados, los usuarios seguían dispuestos a pagar por un servicio concreto siempre que no se pudiera encontrar en otra parte.

En el juego de convertir a la audiencia gratuita en lectores de pago, solo triunfan los periódicos más poderosos y más especializados. Para los que nacieron en la época de la imprenta, el éxito económico exige el sacrificio gradual del papel y de sus costes de impresión y distribución. Le Monde contaba con 360.000 suscriptores digitales a principios de este año y aspira a alcanzar el millón en 2025, frente a los escasos 100.000 suscriptores en papel. Por su parte, a finales de septiembre de 2020, tras una década de digitalización a marchas forzadas, The New York Times sacaba pecho: “Por primera vez, los ingresos por suscriptores digitales superan los de los suscriptores en papel” (5 de noviembre de 2020). En esa fecha, los 4,7 millones de suscriptores digitales generaban apenas más ingresos que los 831.000 suscriptores de la edición impresa: la salvación económica pasa, pues, por la búsqueda a troche y moche del cliente digital. En un llamativo escorzo de nuestros tiempos, fabricantes de papel de periódico como Norske Skog están reconvirtiendo sus máquinas con el fin de producir cartón de embalaje para Amazon... (8).

“Antes de Internet, The New York Times, como los demás periódicos, se contentaba con servir a sus amos de la publicidad. Hoy en día, a falta de otras formas de ingresos (subsidios gubernamentales, fundaciones sin ánimo de lucro), quien decide si una publicación vive o muere es el lector –resume Ross Barkan, periodista y militante del ala izquierda del Partido Demócrata–. Y eso da a la audiencia un nuevo poder” (9). A primera vista, ese vuelco supone un salto hacia la independencia: ¿no piden los suscriptores la mejor información posible, cuando los anunciantes solo exigen tiempo de cerebro disponible? Considerada antaño heterogénea y carente de medios de presión, los lectores rara vez tuvieron influencia en la línea editorial. Al dotarse de una identidad, ya sea política (en Francia) o local (en Estados Unidos), cada publicación incipiente seleccionaba de entrada un público que se correspondía con su visión del mundo. Por su parte, los responsables de la prensa “de calidad” tenían de su clientela la imagen que reflejaban las cartas de los lectores: liberales ilustrados, alérgicos al sectarismo, interesados por la res publica y por la marcha del mundo, cuyos criterios se basaban en hechos hilvanados por razonamientos; la figura del “hombre discreto”, en definitiva, para quien la lectura del diario representaba, según la famosa fórmula de Friedrich Hegel, “una especie de oración matutina realista”. El periodismo se inventaba un pueblo de creyentes del que él sería el dios.

Ese espejismo se ha desvanecido. Cualquier fuente de financiación conlleva un riesgo de influencia editorial, y el modelo de la suscripción no es una excepción. Las décadas de 1990 y 2000 estuvieron marcadas por una discordancia entre la creciente polarización social de las ciudadanías y la relativa homogeneidad de los medios de comunicación dominantes. Las cuotas de mercado, según los contables de la prensa, se ganaban en el centro, al igual que las elecciones. De la era “brexit-Trump”, la élite periodística habrá aprendido esta lección: la exacerbación de las divisiones políticas –y sobre todo culturales– alimenta las audiencias, moviliza a los lectores y genera beneficios. “Antes, las empresas buscaban atraer al público más amplio posible; ahora se dedican a captar y retener a múltiples fracciones de lectores –resume el periodista estadounidense Matt Taibbi–. Básicamente, esto significa que la prensa, que anteriormente comercializaba una visión de la realidad que se suponía aceptable para una amplia gama de personas, ahora vende división” (10). En vez de atender a sus “viejos” lectores, que siguen considerando el periódico como una entidad editorial hecha de un solo molde, The New York Times pone su empeño en atraer a “comunidades” que reciben en las redes sociales enlaces a artículos aislados, desvinculados del resto de la edición del día, pero que responden estrechamente a sus expectativas. Sobre cada uno de los temas que los movilizan, estos pequeños grupos recibirán cualquier desliz con una tormenta de tuits indignados.

Una “ventana” distorsionada

Del consenso sedativo al disenso lucrativo, el cambio se ajusta oportunamente al funcionamiento de las redes sociales. Ayer propio de Facebook y Twitter, el modelo de la cámara de eco, que sirve incansablemente a los usuarios aquello que quieren leer y oír, se extiende ahora a los medios de comunicación tradicionales, con la diferencia de que los lectores pagan a tocateja por recibir la información que les halaga el oído. Convencidos de que Twitter es el árbitro de la vida pública, máxime porque ellos mismos pasan allí una parte importante de sus horas de vigilia, los periodistas no distinguen entre las expectativas de sus cientos de miles de suscriptores y el activismo polémico alimentado a diario por unos cuantos centenares de tuiteros, de los que se queman las pestañas tecleando noche y día. Escarmentados por algunas tormentas de indignación digital, muchos directores editoriales evitan buscar las cosquillas a los militantes del clic. “El periodismo en línea financiado por los lectores –escribe Lemann– propicia un contenido editorial más ideológico: artículos que reafirman lo que su público ya piensa, en lugar de contradecirlo. Así es como funcionan los canales de noticias por cable” (11).

Según una encuesta realizada a finales de 2019 por el Pew Reseach Center, el 93% de las personas que utilizan Fox News como su principal fuente de información política se identifican como republicanos. Simétricamente, el 95% de quienes eligen la MSNBC se declaran demócratas, al igual que, en la prensa escrita, el 91% de los lectores de The New York Times (12). Separados por una barricada cultural, dos públicos encerrados en sus respectivas cámaras de eco arman sus convicciones, las propagan en la red y, al menor paso en falso, exigen a sus medios de comunicación favoritos rectificaciones o depuración de responsabilidades.

Pero, ¿influyen realmente en la producción de noticias las ráfagas de tuits sobre las que se sustentan las polémicas online? Pues sí, en gran medida, explica una encuesta actualmente en fase de publicación (13). Basándose en una serie de varios miles de “acontecimientos” lanzados en las redes sociales y recogidos en los medios de comunicación tradicionales, los investigadores establecen que la popularidad de un tema que aparece en Twitter –medida por el número de tuits, retuits y citas que genera– determina la cobertura que recibe en la prensa: “Un aumento del 1% en el número de tuits corresponde a un aumento del 8,9% en el número de artículos”. Y el fenómeno es aún más pronunciado en los periódicos donde mayor fervor tienen los redactores por la mensajería de los 280 caracteres.

Y es que los periodistas han encontrado en esta red social a menudo narcisista, perentoria y borreguil, un mundo a su semejanza. “Twitter es una ventana abierta sobre la actualidad mundial, por eso algunas de las cuentas más activas pertenecen a periodistas”, pregona una página dedicada a las “buenas prácticas” del grupo fundado por Jack Dorsey (14). Es la definición misma del efecto Larsen de retroalimentación: los periodistas más acalorados en una red social en la que se inflaman muchos de sus colegas reflejan en sus columnas el eco sesgado de ese entorno electrónico. Los profesionales de la prensa proceden de forma cada vez más exclusiva de la burguesía culta, hasta el punto de que más de la mitad de los redactores de The New York Times y de The Wall Street Journal son graduados de universidades estadounidenses de élite (15), y olvidan que el propio Twitter atrae a una clientela con más titulación académica, más acomodada, urbana, joven y de izquierdas que la población global en la que vive. Olvidan, pues, que la propia “ventana” está distorsionada, ya que el 10% de los tuiteros más locuaces producen el 80% de los tuits (16). “Hay que subrayar que los usuarios de Twitter no son representativos de la población general de lectores de periódicos”, insisten los autores de la citada encuesta.

Pero es muy dulce y, por un tiempo, muy rentable tomar el propio reflejo por el espejo del mundo…

NECESITAMOS TU APOYO

La prensa libre e independiente está amenazada, es importante para la sociedad garantizar su permanencia y la difusión de sus ideas.

(2) Elizabeth Grieco, “10 charts about America’snewsrooms”, Pew Research Center, 28 de abril de 2020, www.pewresearch.org.

(3) The New York Times, 19 de octubre de 2020.

(4) “Séries longues de la presse éditeur de 1985 à 2018 - presse d’information générale et politique française, nationale et locale”, Ministerio de Cultura francés, www.culture.gouv.fr

(5) La Lettre A, 30 de julio de 2020.

(6) Nicholas Lemann, “Can journalism be saved?”, The New York Review of Books, 27 de febrero de 2020.

(7) www.axios.com, 21 de enero de 2021.

(8) L’Usine nouvelle, Antony, 17 de junio de 2020; Les Affaires, Quebec, 30 de junio de 2018.

(9) Ross Barkan, “The Gray Zone Lady”, The Baffler, marzo-abril de 2020, https://thebaffler.com

(10) Matt Taibbi, “The post-objectivity era”, TK News, substack.com, 19 de septiembre de 2020.

(11) Nicholas Lemann, “Can journalism be saved?”, op. cit.

(12) Elizabeth Grieco, “Americans’ main sources for political news vary by party and age”, Pew Research Center, 1 de abril de 2020.

(13) Julia Cagé, Nicolas Hervé y Béatrice Mazoyer, “Social Media and Newsroom Production Decisions”, Social Science Research Network, 20 de octubre de 2020 (prepublicación).

(14) Jennifer Hollett, “How journalists can best engage with their audience”, Twitter.

(15) Proporción más elevada en la Cámara de Representantes, el Senado, entre jueces federales o… patronos del Fortune 500. Zaid Jilani, “Graduates of elite universities dominate ‘The New York Times’ and ‘Wall Street Journal’, study finds”, The Intercept, 6 de mayo de 2018, https://theintercept.com

(16) Stefan Wojcik y Adam Hughes, “Sizing up Twitter users”, Pew Research Center, 24 de abril de 2019.

Pierre Rimbert y Serge Halimi

Serge Halimi es Consejero editorial del director de la publicación. Director de Le Monde diplomatique entre 2008 y 2023.