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Una conferencia inédita de Pierre Bourdieu

Imponer una visión del mundo

En el pasado combatida como una herejía, la renovación de la sociología llevada a cabo por Pierre Bourdieu durante la segunda mitad del siglo XX se enseña hoy día en los institutos franceses. En ese arsenal intelectual, la noción de campo, a menudo mal entendida, ocupa un lugar central. En noviembre de 1995, el sociólogo explicaba en qué consiste.

por Pierre Bourdieu, enero de 2022
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Gérard Paris-Clavel. — "As-tu vu ?", 2003

El campo político, el campo de las ciencias sociales y el campo periodístico son tres universos sociales, relativamente autónomos e independientes, pero que se influyen entre sí. Por ejemplo, durante una noche electoral en la televisión esos campos están presentes, aunque en forma de personas. Un historiador conocido comentará los resultados al lado de un periodista y del director del Instituto de Ciencias Políticas, miembro del campo académico y del campo de las ciencias sociales a través de los ­centros de sondeos a los que por otro ­lado asesora. Podríamos hacer una descripción interaccionista, es decir, limitada a las interacciones entre la gente, o un análisis de discurso sobre la retórica empleada, los procedimientos, las estrategias, etc.

El modelo de análisis de los campos es completamente diferente: ­permite plantear la hipótesis de que cuando el historiador se dirige al periodista no estamos ante un historiador que habla a un periodista, sino ante un historiador que ocupa una posición determinada en el campo periodístico, y que el campo periodístico está hablando con el campo de las ciencias sociales. Y las propiedades de la interacción –por ejemplo, el hecho de que el periodista se dirija al historiador como a una especie de árbitro trascendente respecto del debate estrictamente político, como a alguien que puede tener la última palabra–, ­expresan la estructura de la relación entre el campo periodístico y el campo de las ciencias sociales. Así, la objetividad estatutaria que concedemos al historiador no guarda relación con las propiedades intrínsecas de la persona, sino con el campo del que forma parte y que, en cierto sentido, mantiene una relación objetiva de ­dominación simbólica sobre el campo periodístico (que, en otro sentido, también puede ejercer una dominación simbólica ­­sobre ese campo: por ejemplo, el del ­control del acceso al público). Por ­consiguiente, un plató de televisión, ­observado con la noción de campo, aporta multitud de propiedades que no se apreciarían intuitivamente.

Una de las preguntas que hay que hacerle a un campo es la de su grado de autonomía. Por ejemplo, comparado con el campo de la sociología (con mayor motivo comparado con el campo de las matemáticas), el campo periodístico se caracteriza por su alto grado de heteronomía. Es un campo muy poco autónomo, pero su autonomía, por débil que sea, hace que una parte de lo que se produce en el mundo del periodismo solo pueda entenderse si se reflexiona sobre ese microcosmos como tal y si nos esforzamos por comprender la influencia que las personas involucradas en ese microcosmos ejercen unas sobre otras.

La lógica del campo

Sucede casi igual en el campo político en sentido restringido. Marx dice en alguna ocasión que el universo político asociado al mundo parlamentario es una especie de teatro; que ofrece una representación teatral del mundo social, de la lucha social; que no es del todo serio; que ignora la rea­lidad, porque las verdaderas luchas tienen lugar fuera. Al hacerlo, indica una de las propiedades importantes del campo político: ese campo, por poco autónomo que sea, tiene no ­obstante cierta autonomía, cierta independencia, de tal forma que para comprender lo que sucede en él no basta con describir a sus agentes ­como individuos al servicio de los ­productores de acero o de los remolacheros, como se decía en otro tiempo, o de la patronal, etc. También hay que tener en cuenta la posición que ocupan en el juego político, el hecho de que estén en el polo más autónomo del campo o a la inversa en el polo más heterónomo, el hecho de que sean miembros de un partido situado en el lado más autónomo o menos autónomo y, en el interior de este partido, en un estatus más o menos autónomo.

De hecho, cuanto mayor es la autonomía del campo, mayor es la proporción de lo que puede explicarse sobre la base de la propia lógica del campo. El campo político, aunque aparentemente está sometido a la presión constante de la demanda, a un control constante de su clientela (a través del mecanismo electoral), en la actualidad es muy independiente de esa demanda y cada vez es más proclive a encerrarse sobre sí mismo, sobre sus propios asuntos (por ejemplo, los de la competencia por el poder entre los diferentes partidos y dentro de cada partido). Una parte muy importante de lo que se engendra en el campo político (y eso es lo que la intuición populista comprende) encuentra su fundamento en complicidades vinculadas al hecho de pertenecer al mismo campo político. Traducidas a la ­lengua antiparlamentarista y antidemocrática, que es la de los partidos fascistoides, esas complicidades se describen como la participación en una especie de juego corrompido. De hecho, esa suerte de complicidades son consustanciales a la pertenencia al mismo juego, y una de las propiedades generales de los campos es la de que en el interior de los campos hay luchas por la imposición de la visión dominante del campo; no obstante, esas luchas se basan siempre en el hecho de que los adversarios más irreductibles también aceptan determinado número de presupuestos que son constitutivos del funcionamiento mismo del campo. Para luchar hay que estar de acuerdo en el terreno de desacuerdo.

He emprendido la descripción del campo político sin precisar qué tiene en común con el campo de las ciencias sociales y con el campo periodístico. He acercado esos tres universos para tratar de reflexionar sobre sus relaciones porque tienen en común la pretensión de imponer la visión legítima del mundo social, tienen en común el hecho de ser espacio de luchas internas por la imposición del principio de visión y de división dominante. Participamos del mundo social con categorías de percepción, principios de visión y división que son en sí mismos, en parte, el resultado de la incorporación de las estructuras sociales. Aplicamos categorías como, por ejemplo, masculino/femenino, alto/bajo, raro/común, distinguido/vulgar, etc., a través de adjetivos que a menudo funcionan por parejas.

Los profesionales de la explicitación y del discurso –sociólogos, historiadores, políticos, periodistas, etc.– tienen dos cosas en común. Por un lado, explicitan principios de visión y de división prácticos. Por el otro, luchan, cada uno en su universo, por imponer principios de visión y división y por lograr que se reconozcan como categorías legítimas de construcción del mundo social. Cuando el obispo tal declara en una entrevista a un diario que harán falta veinte años para que los franceses de origen argelino sean considerados franceses musulmanes, hace una predicción preñada de consecuencias sociales. Es un buen ejemplo de pretensión de manipulación legítima de las categorías de percepción, de violencia simbólica basada en una imposición tácita, subrepticia, de categorías de percepción dotadas de autoridad y destinadas a convertirse en categorías de percepción legítimas, similar a la que se efectúa cuando imperceptiblemente se pasa de decir “islámico” a decir “islamista” y de decir “islamista” a decir “terrorista”.

Ideas verdaderas e ideas fuerza

Por lo tanto, los profesionales de la explicitación de las categorías de construcción de la realidad y de imposición de esas ­categorías deben primero transformar los esquemas en categorías explícitas. “Categoría” viene del verbo griego kategorein, que quiere decir acusar públicamente: con frecuencia, los actos de categorización empleados en la vida cotidiana son insultos (“no eres más que un…”, “profesor de ­pacotilla”) y los insultos, por ejemplo racistas, son categoremas, como decía Aristóteles, es decir, actos de clasificación, de ordenación, basados en un principio de clasificación a menudo implícito, que no necesita enunciar sus criterios, de ser coherente consigo mismo. En La ontología política de Martin Heidegger, el análisis del campo filosófico muestra que en algunas tesis filosóficas centrales de la obra de Heidegger hay taxonomías del sentido común como la contraposición entre “único” o “raro” y “común” o “vulgar”, entre el “sujeto auténtico”, “único”, etc., el “noso­tros”, lo “común”, lo “vulgar”, etc. Esas contraposiciones del clasismo corriente –la gente “distinguida”, la gente “vulgar”–, irreconocibles en su contraposición filosófica, están condenadas a ­pasarle desapercibidas al profesor de filosofía, por lo demás completamente democrático, que puede comentar el famoso texto de Heidegger sobre el “nosotros” sin darse cuenta de que se trata de la impecable expresión de un racismo sublimado.

Por tanto, quienes están involucrados en los tres campos mencionados se encargan de explicitar principios de cualificación implícitos, prácticos, de sistematizarlos, de darles coherencia (o, como en el campo religioso, una cuasi sistematicidad). Luego, luchan por imponerlos, y las luchas por el monopolio de la violencia simbólica legítima son las luchas por la realeza simbólica. La etimología de la palabra rex que Benveniste ofrece en El vocabulario de las instituciones indoeuropeas muestra que rex pertenece a la familia de regere, que significa regir, dirigir, y una de las principales funciones del rey es regere fines, delimitar las fronteras, como Rómulo con su arado. Así, una de las funciones de las taxonomías es decir quien está in, quien está out, los nacionales, los extranjeros, etc. Por ejemplo, actualmente uno de los dramas de la lucha política en Francia es que, con la irrupción en el campo de un nuevo actor, el Frente Nacional, el principio de división entre “los ­nacionales” y “los extranjeros” se ha impuesto a todos los agentes del campo ­político en detrimento de un principio que antaño parecía dominante, la contraposición entre “los ricos” y “los pobres” (“¡Proletarios de todos los países, uníos!”).

Más allá de las problemáticas comunes, hay que ver la lógica específica de cada uno de esos campos. El campo político se afirma explícitamente al darse por misión decir qué sucede en el mundo social. En una discusión entre dos políticos que enarbolan cifras, el objetivo es transmitir que su visión del mundo político está fundamentada, fundamentada en la objetividad, ya que se basa en referentes reales, y fundamentada también en el orden social, por la confirmación que recibe de todos los que la adoptan por su cuenta, que la abrazan. Dicho de otro modo, lo que es una idea especulativa se convierte en una idea fuerza a través de su capacidad de movilizar gente llevándola a asumir el principio de visión propuesto. La imposición de una definición del mundo es en sí misma un acto de movilización que tiende a confirmar o a transformar las relaciones de fuerza. Una idea se convierte en una idea fuerza a través de la fuerza que manifiesta al imponerse como principio de visión. A una idea verdadera solo se le puede contraponer una refutación, mientras que a una idea fuerza hay que contraponer otra idea fuerza, capaz de movilizar una contrafuerza, una contramanifestación.

El campo periodístico, que es cada vez más heterónomo, es decir, que cada vez está más sujeto a las constricciones de la economía y la política –de la economía básicamente a través del índice de audiencia–, impone cada vez más sus constricciones a todos los demás campos y en particular a los campos de producción ­cultural –como el campo de las ciencias ­sociales, de la filosofía, etc.– y al campo político. El campo es un campo de fuerzas y un campo de luchas cuyo objetivo es transformar el campo de fuerzas. ­Dicho de otro modo, en un campo hay competencia por la apropiación legítima de lo que es objeto de lucha en ese campo. Y, en el interior del campo del periodismo, hay una competencia permanente por la apropiación del público, pero también por la apropiación de lo que se ­supone que atrae al público, es decir, la prioridad de la información, el scoop, la información exclusiva, y también la originalidad distintiva, las grandes firmas, etc. Una de las paradojas es que la competencia, de la que siempre se dice que es la condición de la libertad, en los campos de producción cultural bajo control comercial tiene por efecto, al contrario, producir la uniformidad, la censura e incluso el conservadurismo. Un ejemplo muy ­sencillo: la lucha entre los tres semanarios franceses, Le Nouvel Observateur, L’Express, Le Point, hace que sean ­indistinguibles. En gran parte, porque la lucha competitiva que les enfrenta y que ­conduce a búsquedas obsesivas de la ­diferencia, la prioridad, etc. tiende no a diferenciarlos sino a aproximarlos. Se roban las portadas, los editorialistas, los temas. Esta especie de competencia furiosa se extiende del campo periodístico a los demás campos.

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Pierre Bourdieu

* Sociólogo (1930-2002).

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