Francia no se siente bien consigo misma. Está tentada de desviarse de la política exterior de independencia, influencia y equilibrio encarnada por el gaullismo, a favor de la afirmación progresiva de una línea militarista, moralizante y occidentalista.
Militarista, no tanto porque Francia multiplique las intervenciones –Libia, Malí, República Centroafricana o Irak–, dado que el primer movimiento puede ser legítimo, sino sobre todo porque las sitúa en primera línea, a veces la única, sin una estrategia real. Con demasiada frecuencia, durante algunas horas, la certeza de la impotencia deja paso, con una extraña unanimidad, a la ilusión de la victoria. Con el escándalo de imágenes intolerables, la lógica mediática sustituye el espectáculo de la guerra.
La justificación es la moral. El arsenal de respuestas a las crisis se reduce al tríptico condena, sanción, exclusión. La moral llena el vacío dejado por la diplomacia, fragilizada en el régimen democrático por la dificultad de aceptar (...)