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Presos masacrados por decenas

Caos penitenciario en Brasil

En enero, los enfrentamientos entre organizaciones criminales se saldaron con la muerte de más de 110 encarcelados en las prisiones brasileñas. La población carcelaria del país se ha multiplicado por siete en veinte años. Esta política, sin conducir a los avances prometidos en términos de seguridad o de “guerra contra la droga”, ha fortalecido a las bandas que dominan tanto la vida entre rejas como la vuelta a la libertad.

por Anne Vigna, febrero de 2017

Se trata de una de las escasas imágenes que se han hecho públicas de la prisión Vila Independência, en São Paulo: un entrelazado de hamacas forma una tela de araña donde aparecen, aquí y allá, un brazo colgando o una pierna de algún prisionero. En las paredes se distingue el esqueleto de metal al cual se ha enganchado la estructura de cuerda, que debilita la del edificio. A falta de contar con espacio suficiente en el suelo para los 54 reos que son alojados en celdas previstas para 12, se invade el espacio superior: una “solución” adoptada en muchas prisiones de Brasil frente a una superpoblación carcelaria que preocupa más que nunca. “Estamos al borde de la implosión”, reconoce Thiago Joffily, fiscal del Ministerio Público del estado de Río de Janeiro, responsable de la tutela de las prisiones.

En veinte años, Brasil ha visto cómo su población carcelaria se ha multiplicado por siete: de 90.000 personas en 1995 a 623.000 en la actualidad (1), lo que sitúa al país en el cuarto puesto mundial (véase la cartografía). Pero, mientras que en Estados Unidos, en China y en Rusia –el trío a la cabeza de la clasificación– el número de prisioneros ha descendido estos últimos años, en Brasil continúa creciendo (2). A pesar de la creación de unas 236.000 plazas estos últimos quince años, faltarían al menos 250.000. “Consideramos que faltan muchas más plazas –nos explica Valdirene Daufemback, directora del Departamento de Políticas Penitenciarias en la Administración Federal (DEPEN por sus siglas en portugués)–. Un estudio menciona que, entre los presos de larga duración y aquellos que sólo permanecieron en prisión unos meses, cerca de un millón de personas fueron encarceladas en Brasil en 2014”.

Esta “encarcelación masiva”, como la definen los especialistas, no se traduce en un descenso de la inseguridad. Al contrario: los crímenes y delitos aumentaron, con 58.467 muertes por homicidio voluntario en 2015 (3), es decir, dos veces más que en 1990. Los robos y el tráfico de drogas experimentan la misma evolución. “En realidad, la población carcelaria ha aumentado porque la sociedad pide cada vez más firmeza contra la criminalidad. Y esta política de ‘tolerancia cero’ tiene efectos desastrosos. Todos los estudios lo demuestran, tanto en Brasil como en otras partes”, añade Joffily.

Como sucede a menudo en América Latina, algunos crímenes cuyas víctimas pertenecían a la clase dominante (4) hicieron mucho ruido en los medios de comunicación, que abogaron por un endurecimiento de la legislación. En 1990, bajo el mandato del presidente Fernando Collor de Mello, una nueva ley definió la gravedad de los crímenes en el Código Penal: el tráfico de drogas se clasificó en la categoría más elevada, junto con el asesinato, el secuestro y la violación. Las penas aumentan y el objetivo de desarrollar los regímenes abiertos (que permiten que el reo salga para trabajar) se aleja cada vez más.

Los condenados por asesinato siempre han constituido una minoría –el 12% de la población carcelaria–, ya que el índice de esclarecimiento de los homicidios sigue siendo muy bajo: entre el 6% y el 8%. La mayoría de los presos han sido condenados por robo (el 43,4%) o por tráfico de drogas (el 25,5%). “Las prisiones están repletas de individuos detenidos en delito flagrante por la Policía militar, la cual, en Brasil, no investiga, sino que patrulla. Así pues, quienes se encuentran en prisión no son criminales peligrosos ni grandes traficantes, sino pobres: autores de pequeños delitos o toxicómanos que venden droga para asegurarse su consumo”, explica la socióloga Jacqueline Sinhoretto, especialista en prisiones en el Foro de Seguridad Pública, un instituto de investigaciones en São Paulo.

“Si es negro y habitante de un barrio pobre, se le considera un traficante”

En 2006, el presidente Luiz Inácio “Lula” da Silva, confrontado al aumento del número de encarcelados por tráfico de drogas, puso en marcha una reforma de la legislación sobre las drogas juzgada como audaz por los especialistas, puesto que conducía a una despenalización de los consumidores de droga. Por primera vez se consideró que sufrían dependencia y dejaron de ser percibidos como delincuentes. Fueron orientados hacia servicios médicos y condenados a trabajos en beneficio de la comunidad en lugar de ser encarcelados. Sin embargo, esta nueva ley revela un importante desacierto: no precisa la dosis de estupefacientes a partir de la cual un consumidor debe ser considerado como un traficante. Se deja esta apreciación al juez en función de criterios judiciales (los antecedentes criminales, la cantidad de sustancias requisadas), pero también sociales: la actividad profesional, el comportamiento y... el domicilio del encausado. “En la práctica, la ley ha provocado un aumento del número de condenas por tráfico de drogas, mientras que su objetivo era lo contrario. Si el encausado es un joven negro que vive en un barrio pobre, es automáticamente considerado traficante por unos jueces, en su mayoría conservadores. Por el contrario, si el encausado, en posesión de la misma cantidad de droga, es blanco y pertenece a la clase media, a menudo es considerado consumidor”, nos explica Rafael Custódio, abogado y responsable del programa Justicia de la Organización No Gubernamental (ONG) Conectas. Mientras que los blancos se benefician de la despenalización, los consumidores negros o los traficantes a pequeña escala ven cómo su pena aumenta. Como consecuencia, la proporción de población negra (mestizos incluidos) en prisión no ha dejado de aumentar, alcanzando el 67% en 2016 (el 7,6% entre la población negra, el 43% entre los mestizos).

No obstante, la ley distingue entre los traficantes a “pequeña y a gran escala”: los primeros se benefician de una reducción de la pena (de una sexta parte a dos terceras partes de la pena); los segundos, no. Pero, también en este caso, los criterios se encuentran sujetos a interpretación. Para estar incluido en la categoría de los traficantes “a pequeña escala”, el encausado no deber ser reincidente ni pertenecer a ninguna organización criminal. “Ahora bien, para un juez, un encausado que vive en una favela es automáticamente miembro de una organización criminal, puesto que estas organizaciones existen principalmente en los barrios pobres. Desde la implementación de esta ley, hemos visto cómo se condenaba a miles de jóvenes a más de cinco años de cárcel por una pequeña cantidad de droga, a pesar de que muy a menudo se trataba de consumidores que traficaban para su propio consumo”, añade Custódio. Desde que la ley entró en vigor, el número de condenados pasó de 31.000 en 2005 a más de 140.000 en 2014 (5).

La población femenina se ve aún más afectada: en 2014 (últimas cifras disponibles), el 63% de las mujeres encarceladas lo fueron por tráfico de estupefacientes. Y su número se vio casi septuplicado entre 2000 y 2014 (6). Los grupos criminales utilizan cada vez más sus servicios, ya que la Policía sospecha menos de ellas, en particular para el transporte de la droga. Ahora bien, la reclusión femenina conlleva un coste social mucho más importante: “Muy a menudo, las mujeres son abandonadas por sus parejas cuando entran en prisión y dejan atrás a familias que dependían de ellas. Por lo tanto, los niños son las primeras víctimas de la prisión”, considera la jurista Maíra Fernandes, autora de un estudio sobre las mujeres embarazadas en la cárcel en Río de Janeiro (7). En el 70% de los casos, los abuelos se hacen cargo de los nietos, la mayoría de las veces con grandes dificultades. Pero, en cerca de uno de cada cinco casos, acaban en estructuras públicas muy precarias dedicadas a la infancia. “Es tanto más injusto cuanto que muchas mujeres podrían beneficiarse de medidas alternativas de castigo, empezando por aquellas que están en prisión preventiva. Durante nuestra entrevista en las prisiones femeninas de Río de Janeiro, el 70% de las detenidas aún no habían sido condenadas”, añade Fernandes.

La situación de las encausadas explica en gran medida la superpoblación carcelaria. Doscientas mil personas (hombres y mujeres incluidos) esperan en la actualidad a que se pronuncie su sentencia: un número apenas inferior al de las plazas que faltan en prisión. En el 37% de los casos, la duración de su encarcelación en el momento en el que se dicta su sentencia sobrepasa la pena a la que son condenadas. “Por lo tanto, este tiempo que pasan en prisión es ilegal y absurdo. Por no hablar de que la ley prevé que las personas que no hayan hecho uso de la violencia y que no representan ningún peligro para la sociedad esperen su sentencia en libertad –una libertad complementada con controles estrictos, por supuesto–. Otra ley que los jueces no respetan”, exclama Custódio.

Esta ley sobre las soluciones para reemplazar la encarcelación, dictada en 2011, fue la principal medida del Gobierno de Dilma Rousseff para luchar contra el aumento de la población carcelaria. Pero apenas tuvo impacto. En 2015, el ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, insistía de nuevo en su implementación en su Plan Nacional de Política Criminal y Penitenciaria. El documento subraya la necesidad de castigar de forma menos severa por delitos como el hurto (90.000 presos concernidos) y el tráfico de drogas a pequeña escala. Pero es ignorado ampliamente. Según un estudio realizado por la presidencia de la República (8), numerosos jueces consideran que el tráfico de drogas constituye la puerta de entrada a una criminalidad más grave. Por ello, lo castigan de forma más severa, ya que consideran que las penas alternativas equivaldrían a una especie de impunidad.

Prohibición de visitas para periodistas, investigadores y ONG

“La sociedad quiere tratar a los prisioneros como insectos, sin reconocerles ni la más mínima dignidad. Se justifica que las prisiones sean lugares horribles sin comprender que el preso saldrá algún día, mucho más peligroso que cuando entró y a menudo enfermo”, explica también Fernandes. Aunque las autoridades de cada estado limitan las miradas externas hacia la prisión prohibiendo las visitas de periodistas, de investigadores y de representantes de ONG, todo el mundo conoce este panorama. Carceleros, personal hospitalario, religioso o ex reos han realizado declaraciones sobre la situación. Un índice utilizado a menudo para evaluar el estado sanitario de las prisiones es el de la tuberculosis: allí existe un riesgo veintiocho veces más elevado de contraer esta enfermedad que estando en libertad, puesto que prolifera en los ambientes poco luminosos y densamente poblados. Su detección requiere personal médico, al igual que su tratamiento. A falta de esto, el primer enfermo contagia a otros. “Hasta 2004 –explica Lúcia Lutz, médica desde hace veinticinco años en las prisiones de Río de Janeiro– disponíamos de cinco hospitales, de un sanatorio y de un número tres veces más elevado de personal. En la actualidad, ya sólo contamos con un hospital y con un sanatorio a pesar de que el número de encarcelados no ha dejado de aumentar”.

Ciertamente existe una consulta médica en cada prisión de Río de Janeiro, pero a cargo de enfermeras. Los salarios para los médicos ya no son lo bastante atrayentes. “El año pasado publicamos una convocatoria para 43 puestos de médico. No se presentó ningún candidato”, declara Yvonne Pessanha, responsable de sanidad para la administración penitenciaria en Río de Janeiro. La superpoblación ralentiza el traslado de presos hacia los hospitales; la mortalidad aumenta. En 2014, el índice de mortalidad en el sistema carcelario alcanzó un 8,4 por cada 10.000 personas en un semestre, lo que corresponde a 167,5 muertos por cada 100.000 presos en un año. Es seis veces más elevado que el índice de homicidios en el país en 2013.

A los reos les falta de todo: espacio, colchones, comida, productos de higiene. Las mujeres, por ejemplo, utilizan miga de pan para fabricar algo parecido a las compresas. “Los grupos criminales procuran lo que el Estado no proporciona. El jabón o el dentífrico, un teléfono o un abogado: todo esto se ‘ofrece’ a los encarcelados. Pero nada sale gratis en esta relación”, nos cuenta Camila Caldeira Nunes Dias, especialista en el grupo criminal más importante de América Latina, el Primer Comando Capital (PCC), actor ineludible de las prisiones de São Paulo, donde vio la luz del día en 1993. “Nos vemos obligados a alojar a los prisioneros en función del grupo criminal al que pertenecen y a negociar con ellos el buen funcionamiento del establecimiento. No contamos con suficiente personal ni medios para luchar contra su influencia”, reconoce Gutembergue de Oliveira, presidente del Sindicato del Personal Penitenciario del estado de Río de Janeiro.

Alertadas, las autoridades dejan actuar

Según una investigación del Ministerio Público, el PCC domina más del 90% de las 160 prisiones del estado de São Paulo, pero está presente en casi la totalidad de los establecimientos del país. En 2006 fue capaz de coordinar una rebelión en 74 prisiones de São Paulo, a la vez que sus miembros en libertad atacaban varios bancos. Los “hermanos”, como se autodenominan, demuestran una disciplina y una solidaridad totales con respecto al grupo; muy a menudo, su supervivencia en prisión depende de ello. “Cuanto más se encarcela, más se fortalece el PCC. Cada vez que el Estado abandona sus responsabilidades con respecto a los prisioneros, el PCC interviene. Además, la ideología según la cual el PCC es el único capaz de oponerse al Estado va ganando terreno a la vez que las condiciones de vida en las prisiones se degradan. Es una catástrofe”, concluye la especialista.

Si los presos no tenían vínculos con ningún grupo criminal al entrar en prisión, es casi imposible que no se unan a alguno durante su estancia. Muy a menudo, el PCC también es el único que les ayuda cuando son puestos en libertad. A cambio, a veces deben dar su vida por éste. En octubre de 2016, más de una treintena de ellos murieron en guerras por el control de territorios entre el PCC y sus enemigos: los grupos rivales de Río de Janeiro, en particular el Comando Vermelho (Comando Rojo), con los que se disputa actualmente el control del tráfico de drogas en esta región de la Amazonía brasileña fronteriza con Venezuela, Colombia, Perú y Guyana. Después de estas primeras masacres, los Gobiernos de los estados afectados pidieron al Gobierno federal que enviara refuerzos policiales para evitar nuevas tragedias; en vano. La primera semana del año 2017, un centenar de encarcelados presuntamente miembros de grupos criminales fueron asesinados y sus cuerpos mutilados en la misma región. En cada ocasión, el Estado brasileño se ha mostrado incapaz de controlar la situación y, finalmente, ha dejado actuar. Peor aún: en Manaos, los Servicios de Inteligencia de la Policía reconocieron haber interceptado conversaciones sobre la preparación de la masacre. Esto no impidió al presidente Michel Temer calificarla de “espantoso accidente” cuando finalmente la mencionó, cuatro días después de los hechos y de las oraciones del papa Francisco por las víctimas.

Con apremio, el Gobierno anunció, en efecto, la construcción de nuevas prisiones y presentó un plan –al cual los expertos a los que la prensa les preguntó le atribuyeron muy pronto el “0,4% de impacto real”–. Ya en noviembre, el Presidente anunciaba su intención de reformar la ley de ejecución penal y de endurecer más las penas para los crímenes violentos (9). ¿Se trata de un nuevo brote de ceguera política? ¿De un regalo al sector privado, que interviene de forma cada vez más masiva en el sector? ¿O, simplemente, de demagogia? Sea lo que sea, las autoridades no consiguen imaginar otra política distinta a la de “mano dura”, que parece, en gran parte, responsable del caos actual.

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(1) Estadísticas del Departamento de Políticas Penitenciarias en la Administración Federal (DEPEN), Ministerio de Justicia, Brasilia, 2015.

(2) Entre 2008 y 2014, la población carcelaria se redujo en Estados Unidos (un 8%), en China (un 9%) y en Rusia (un 24%). En Brasil aumentó un 36%. World Prison Brief, International Centre for Prison Studies, Londres, 2016.

(3) Anuario brasileño de seguridad pública 2016, Foro Brasileño de Seguridad Pública, São Paulo.

(4) Una “ola” de secuestros en São Paulo y en Río de Janeiro y, a continuación, el asesinato de la actriz Daniella Peres. Con la ayuda de la cadena Globo, la madre de ésta reunió un millón de firmas para endurecer la legislación contra los homicidas.

(5) Estadísticas de DEPEN, 2015.

(6) El aumento fue del 567%. Las mujeres sólo representan el 6,4% de la población carcelaria.

(7) Luciana Boiteux, Maíra Fernandes, Aline Pancieri y Luciana Chernicharo, “Mulheres e crianças encarceradas: um estudo jurídico-social sobre a experiência da maternidade no sistema prisional do Rio de Janeiro”, Universidad Federal de Río de Janeiro, 2015.

(8) “A aplicação de penas e medidas alternativas”, Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada (IPEA), Brasilia, 2015.

(9) Folha de São Paulo, 14 de octubre de 2016.

Anne Vigna

Periodista (Río de Janeiro).