Paralizada por la continua reducción de sus ventas, sus suscriptores y sus ingresos publicitarios, la prensa escrita atraviesa un periodo de crisis al cual los beneficios de internet no han aportado el remedio esperado. The Economist es una excepción. A pesar de la reciente caída de sus ventas, el semanario británico sigue mostrando una salud radiante, sobre todo en Estados Unidos, donde actualmente se concentra la mayoría de sus lectores.
Semejante éxito intriga. La National Public Radio (NPR) estadounidense se preguntaba en 2006 cómo un semanario con un “nombre soporífero” y un “contenido a veces esotérico” había logrado ganar un 13% más de lectores con respecto al año anterior. Más recientemente, el anuncio de su tirada para 2010 –un millón cuatrocientos veinte mil ejemplares por número, 820.000 de ellos en Estados Unidos, donde las ventas se multiplicaron por diez desde 1982– dio lugar a una nueva descarga de comentarios envidiosos.
Para The New York Times, este rendimiento se explicaría por un agudo sentido del marketing: la elegante austeridad del logo –letras blancas en un rectángulo rojo–, sumada a un precio de venta relativamente alto, constituiría una suerte de indicador social, una forma para el lector adinerado, o que sueña con serlo, de mostrar su pertenencia a la elite (1). El semanario no se priva de alimentar esta identificación, como en la campaña publicitaria de 2007: “En la cima uno está solo, pero al menos tiene qué leer”.
Por su obsesión de fomentar los deseos de nobleza del consumidor, The Economist se había ganado ya en 1991 el sarcasmo de The Washington Post. El periodista James Fallows acusaba allí a la revista londinense de pronunciar sermones estereotipados dirigidos a un público de privilegiados fácilmente engañado por el acento británico y el “estilo pomposo de Oxbridge (contracción de las palabras Oxford y Cambridge)” (2). La alusión a cierto elitismo no era inmerecida. Según sus propias cifras, The Economist posee el segmento de lectores más rico de la prensa estadounidense (con un ingreso anual promedio de 166.626 dólares, frente a sólo 156.162 dólares para el lector de The Wall Street Journal y 45.800 dólares para el ingreso promedio de una familia estadounidense). Un destinatario de oro para la industria del lujo: en 2007, el sitio de internet de la revista señalaba con orgullo que el 20% de sus lectores tenía una bodega de vinos añejos, y que el 4,7% había pagado más de 3.000 dólares por un reloj. Al igual que el fular de un gran diseñador, The Economist actúa como la señal distintiva de una comunidad sorprendentemente amplia. Lo hojean tanto los responsables de las decisiones del Primer Mundo como los estudiantes que aspiran a serlo, e incluso, aparentemente, la estrella del Tea Party, Sarah Palin.
Otros periódicos, como el Columbia Journalism Review, atribuyen su éxito a la calidad de su escritura o a su tratamiento de la actualidad internacional. Pero ya sea que lo critiquen o sueñen con imitarlo, los comentaristas suelen compartir el mismo enfoque, que consiste en explicar la insolente prosperidad de su competidor a través de sus decisiones formales. Ahora bien, su capacidad para crecer incluso en tiempos de crisis –de lo que suele jactarse– no podría reducirse a una cuestión de estilo o de marketing. Se basa en primer lugar en una política editorial claramente asumida: promover la “sabiduría de los mercados” y combatir toda intervención de los poderes públicos. Los medios de comunicación estadounidenses tienden a dar crédito a la imagen que The Economist da de sí mismo, la de un partidario de “extremo centro” y del sentido común económico. En un reciente editorial publicado en apoyo a los conservadores británicos, el semanario afirmaba no haberse “sometido nunca a ningún partido”, y reivindicaba su “adhesión desde hace mucho tiempo al liberalismo”, una posición jamás traicionada desde su creación en 1843, cuando Gran Bretaña aún era la primera potencia económica mundial.
Fundado por un fabricante de sombreros, James Wilson, para oponerse a una nueva legislación proteccionista sobre el trigo (las corn laws), The Economist militó siempre con fervor por el librecambio. En esa época, se trataba de defender los intereses de los manufactureros de Manchester contra los impuestos aduaneros instaurados por el Parlamento tras el derrumbe del precio de los cereales en 1815. El joven lobby industrial británico estaba a su vez preocupado por sus exportaciones –afectadas por medidas de retorsión– y por el coste de su mano de obra, que reclamaría una compensación salarial por el encarecimiento del precio del pan. La contraofensiva condujo en 1846 a la anulación de las leyes rechazadas. Wilson podía frotarse las manos: primera campaña de prensa, primera victoria.
Su sucesor, Walter Bagehot, amplió el público del diario incorporando una pizca de untuosidad a una prosa reconocida por su virulencia. La sección política, que él mismo redactaba, le servía de tribuna para reclamar sin descanso la independencia del Banco de Inglaterra. Ésta se produciría en 1997 –por decisión de Anthony Blair–, brindando una consagración histórica al llamamiento lanzado por Bagehot más de un siglo atrás. Nuevamente, The Economist vio triunfar una de sus causas más preciadas.
Los accionistas del diario reafirman su carácter institucional. La mitad de sus participaciones está en manos de The Financial Times Limited (la sociedad editora del diario británico Financial Times, una filial del grupo Pearson). El resto pertenece a accionistas independientes: las familias Cadbury, Rothschild y Schroder, así como diversos (y antiguos) miembros de la redacción. En ciento sesenta y nueve años, sólo se han sucedido dieciséis hombres a la cabeza de la revista. Desde los años 1900 casi todos provienen de Oxford o Cambridge. Una característica contribuye a la coherencia de la línea editorial: los artículos no están firmados. Más allá de algunas colaboraciones externas y de la columna tradicionalmente cedida a todo colaborador que se va, los setenta periodistas (de los cuales aproximadamente cincuenta están instalados en la sede londinense) trabajan en el anonimato. El éxito de sus blogs no ha alterado sustancialmente esta capa de invisibilidad. “Sucede pues que nuestras decisiones editoriales siguen un recorrido excepcionalmente democrático”, nos explica el director actual, John Micklethwait. “La ausencia de firma favorece además la cooperación entre periodistas” (3), señaló el director de redacción Bill Emmott. La precisión no deja de ser curiosa: consagrado desde hace un siglo y medio a la promoción de la competencia universal, el semanario se basa en el principio inverso –la cooperación–, para organizar su propia producción.
Dando la espalda a la City y a Fleet Street, sede histórica de los grandes diarios londinenses, The Economist prefirió establecerse en el refinado barrio de Saint James. Difícil no imaginar allí a sus lectores relajándose en un club privado, degustando un vino fino, invirtiendo en una obra de arte contemporáneo o encargando un traje a medida. En el corazón de este enclave del buen gusto millonario, el edificio neobrutalista del diario parece desentonar tanto como durante su construcción en 1964. Las tres torres desiguales que conforman este edificio “didáctico y seco”, según la expresión de sus arquitectos, parecen dirigir a la vez un reproche y un homenaje a la magnificencia de los alrededores.
Un laberinto de oficinas estrechas conduce al santuario del jefe de redacción, donde los miembros del equipo se amontonan como sardinas cada lunes para seleccionar los temas pendientes, intercambiar ocurrencias y elegir la ilustración de portada. De los cuarenta periodistas presentes ese día, aproximadamente un tercio son mujeres, y solamente una cuarta parte, jóvenes de menos de 30 años. La broma según la cual The Economist estaría redactado por una banda de muchachos no se constata, al ser la mayoría de mediana edad. Gideon Rachman, quien se pasó al Financial Times tras haber trabajado quince años en The Economist, señala que se trata de una evolución reciente: “A comienzos de los años 1990, un joven periodista con ambiciones consideraba The Economist un buen trampolín para Fleet Street. Hoy sucede más bien lo contrario. The Economist ofrece buenos salarios y empleos estables, de manera tal que los periodistas con experiencia se ponen en fila para postularse”. ¿El promedio de una edad más venerable del equipo refuerza su homogeneidad? Según Rachman, “la ausencia de diversidad representa más bien una ventaja”. Favorece la armonía colectiva y la ortodoxia de los puntos de vista.
La perseverancia y la longevidad constituyen una ventaja. Pero también pueden convertirse en un obstáculo, tal como lo demuestra la reacción del semanario a la crisis financiera de 2008. Desde luego, el diario no perdió su flema. Mientras el secretario del Tesoro estadounidense Henry (“Hank”) Paulson imploraba a su Presidente el rescate de Wall Street, desgranaba doctamente sus soluciones para poner parches al mercado inmobiliario, reflotar los créditos y las inversiones, detener el aumento del desempleo y apaciguar el mercado de las deudas soberanas. El tono indiferente con el que prescribía sus recetas le valió un diploma de honor: había visto otras.
Durante su primer siglo de vida, fue testigo de varias depresiones mundiales (de 1873 a 1896, los años 1930), una crisis bancaria (1907), el derrumbe de los mercados (1929) y una devaluación histórica de la libra esterlina (1931), por sólo mencionar los casos más notorios de desbarajuste económico. El siguiente siglo no fue mucho más tranquilo, con el fin del sistema monetario de Bretton Woods, las crisis petroleras y las diversas convulsiones regionales que acompañaron la caída del crecimiento durante los años 1970. Frente a la crisis financiera, The Economist adoptó pues la postura soberana del viejo mono que conoce todas las muecas. Sus recomendaciones, sin embargo, no brillaron ni por su claridad ni por su constancia.
Como guardián del templo liberal, el diario mostró una sorprendente falta de firmeza doctrinal. Salvo algunas reservas morales, aplaudió primero los planes de rescate a favor de los bancos. “Ha llegado el momento de dejar de lado los dogmas y la política para concentrarse en respuestas pragmáticas, explicaba. Esto significa, a corto plazo, una intervención gubernamental más sostenida de lo que los contribuyentes, las políticas y los diarios adeptos al librecambio desearían en tiempos normales”. Probablemente los electores tengan algo que decir frente a esos cientos de miles de millones pagados a especuladores sin escrúpulos; pero ello no quita que, estima The Economist, la potencia pública actuó sabiamente: su intervención evitó a los ciudadanos la pesadilla de los años 1930, con sus quiebras bancarias y sus colas en los comedores populares. “Ningún país, ninguna industria saldría indemne de un ataque cardíaco financiero”, concluía el 11 de octubre de 2008.
Tres meses más tarde, consideraba que la intervención pública había durado bastante. Y lanzaba esta advertencia: nacionalizar los bancos “atentaría contra la propiedad privada”, fomentaría el amiguismo político, malgastaría una fortuna y castigaría al sector privado (24 de enero de 2009). Sus propias recomendaciones se volvieron entonces contradictorias. Por un lado, reclamaba una mejor coordinación, especialmente en el seno de la eurozona, con el fin de salvar a los bancos y prevenir un contagio de la crisis de las deudas soberanas. Por el otro, se oponía a toda medida que disuadiera a los inversores de alimentar esa misma crisis especulando contra los Estados (9 de diciembre de 2010). Su única propuesta realmente coherente –excepto, por supuesto, los rituales llamamientos a un mayor rigor presupuestario y salarial– consistía en la redistribución de las deudas europeas a través de los eurobonos, presentados como una solución milagrosa. Pero la idea había sido tomada de Bruegel, un think tank bruselense presidido hasta 2008 por Mario Monti, el actual Primer Ministro italiano. El diario había acostumbrado a sus lectores a una mayor audacia.
Las causas de la crisis, en cambio, seguían siendo en gran medida insondables. “Es a quienes dirigen el sistema a los que hay que sancionar, no al sistema mismo”, proclamaba el diario el 20 de septiembre de 2010. Unos meses antes, comentando el callejón sin salida político estadounidense, invitaba además a sus lectores a “castigar a Obama en vez de al sistema” (18 de febrero de 2010). Desde el momento en que las estructuras nunca se cuestionan y que sólo las personas deben rendir cuentas, la distribución de buenas y malas calificaciones reemplaza el análisis: se reprendía al presidente del Consejo italiano Silvio Berlusconi por su corrupción, al jefe de Estado francés Nicolas Sarkozy por sus reformas demasiado tímidas, pero se festejaba las intervenciones enfurruñadas de la canciller alemana Angela Merkel.
En octubre de 2008, unos meses después del crac de Wall Street, el semanario concluía: “El capitalismo es el mejor sistema económico que el hombre haya inventado jamás”. Y agregaba: “A largo plazo, la cuestión radicará en saber a quién se le imputará esta catástrofe”. En enero de 2012, se convirtió nuevamente en el defensor de la desregulación financiera: en portada, una imagen de Londres atacada por dirigibles –en alusión a los bombardeos alemanes de la Segunda Guerra Mundial– ilustraba las amenazas que pesarían sobre el mayor centro financiero del mundo. “Salven a la City”, proclamaba el titular (7 de enero de 2012).
Se aprende mucho leyendo The Economist. Wilson, su fundador, había estimado que la función de un diario consistía en proveer información fiable y clara que permitiera a los industriales y los ministros actuar con conocimiento de causa. La suya fue así la primera publicación en dar a conocer listas de precios mayoristas. Incluso hoy, dedica varias páginas a todo tipo de indicadores económicos y financieros: volumen de transacciones internacionales, previsión de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB), emisión de gases de efecto invernadero...
La revista londinense se distingue también por la dimensión de su cobertura internacional. Es quizás el único semanario en el mundo capaz de tratar en un mismo número el comercio por internet en China, el surtidor de dólares de Las Vegas, las “negociaciones de paz” en Oriente Medio, la búsqueda de vida en Marte, un nuevo museo de arte en Qatar y un oscuro explorador sudafricano devorado por un cocodrilo. The Economist ha alimentado siempre ambiciones enciclopédicas, tal como lo demuestra el extenso título al que recurrió en 1845 para aprovechar el auge del ferrocarril: “The Economist, semanario comercial, gaceta de banqueros y monitor ferroviario. Diario político, literario y de interés general”. Durante buena parte de su historia, esta denominación fue casi tan larga como el propio diario –sólo cincuenta páginas en la década de 1920, reducidas a una docena en la de 1940, cuando la escasez de papel hacía estragos–. Hoy, un ejemplar tiene aproximadamente un centenar de páginas. La abundancia de temas va evidentemente de la mano con un tratamiento breve: salvo algunas investigaciones especiales, los artículos son notablemente cortos.
Austera en palabras, la prosa del diario no deja sin embargo de transparentar cierta suficiencia –especialmente respecto de aquellos que no comparten su afición por el liberalismo liso y llano–. El célebre economista estadounidense Paul Krugman pagó los platos rotos por ello. Pese a que no puede considerárselo sospechoso de cruzada anticapitalista, suele ser blanco de floridos epítetos: “keynesiano burdo”, “militante empedernido”, “héroe popular de la izquierda estadounidense en su torre de marfil”, “el Michael Moore de la gente que piensa” (13 de noviembre de 2003). Contrariamente al movimiento de protesta contra la Organización Mundial del Comercio (OMC) de finales de los años 1990, considerado “estúpido”, “egoísta”, y equiparado con un “intento por empobrecer el mundo emergente a través del proteccionismo”, Ocupar Wall Street goza de la indulgencia de The Economist. Sus quejas serían en efecto “legítimas y bien fundadas”, ya que apuntan en realidad al “Estado obeso”, y bastaría con “liberalizar la economía” para satisfacerlas. Difícilmente los acampantes de Zuccotti Park se reconozcan en este retrato.
Cuando manifestantes descontentos invaden las calles, The Economist suele no ver allí más que una ola de agitación juvenil. De ahí el flagrante fracaso de su tratamiento de la revolución tunecina: concluyó un poco apresuradamente que una minoría de estudiantes y sindicalistas no tenía posibilidad alguna de derrocar al presidente Zine El Abidine Ben Ali (6 de enero de 2011). Quien fue rápidamente alabado por la amplitud de sus “concesiones” frente a las “multitudes pacíficas”, cuando ya se registraban doscientos treinta y cuatro manifestantes asesinados (26 de febrero de 2011).
El semanario preferido de las elites económicas siente poca simpatía por las elites universitarias. Sus críticas están a veces bien fundadas: un reportaje describía en 2010 la condición precaria de los egresados estadounidenses, explotados por sus propias instituciones para realizar a bajo precio informes “prestigiosos” elogiando los porcentajes de éxito de los establecimientos en los exámenes, las últimas tendencias de sus investigaciones de doctorado, etc. Salvo que The Economist infería de ello no la necesidad de financiar mejor la educación superior, con vistas por ejemplo a crear cargos titulares, sino la de disminuir el número de doctorandos (16 de diciembre de 2010). Cuatro años antes, se burlaba de los “herederos de Derrida y Foucault” quienes, cuando no pierden su tiempo en ahondar en temas “oscuros” como la “deconstrucción” o la “intersemiótica”, multiplican los trabajos de investigación dedicados a... The Economist (16 de diciembre de 2004). El anti-intelectualismo sigue siendo aparentemente un valor seguro, a juzgar por una reciente referencia al filósofo Louis Althusser, cuya vida y obra se resumían en una frase: “marxista loco asesino de mujeres” (4) (12 de agosto de 2010).
¿Encarna realmente The Economist esa mezcla ideal de liberalismo económico, social y político que su director, Micklethwait, no deja de alabar en el público estadounidense? El diario no parece haberse dado cuenta de que la libertad de comercio precedió a las libertades sociales y democráticas, para cuya conquista los pueblos pagaron a veces un pesado tributo. Y el librecambio que preconiza no ha tornado aún la economía más eficaz ni más humana, lejos de ello. Wilson militaba contra el boicot comercial a los países esclavistas, debido a que una medida semejante perjudicaría tanto a los consumidores británicos como a los propios esclavos. Preconizó luego un mayor librecambio para salvar una Irlanda presa de la hambruna (5). Cuando esta solución fracasó, The Economist fustigó a los irlandeses por su ingratitud y recomendó una represión más severa.
Si bien la filosofía liberal debe reinar sin trabas sobre la economía, admite en cambio algunas excepciones en el terreno político. Bagehot se alegró del golpe de Estado de Napoleón III en 1851, considerando la mentalidad francesa –“irritable, volátil, superficial, exageradamente lógica, poco apta para el compromiso”– incompatible con el encanto parlamentario del modelo inglés (6). Esta desconfianza hacia Francia persiste actualmente, ya que, durante la campaña presidencial de la primavera de 2012, The Economist describía al candidato François Hollande como un “hombre peligroso” movido por una “profunda hostilidad hacia el mundo empresarial”, mientras que el Partido Socialista, aún “no reformado”, soñaba con conducir al país a una “ruptura” con Alemania (28 de abril).
Bagehot dio muestras de la misma perspicacia en el momento de estallar la Guerra Civil en Estados Unidos. Primero atraído por la intervención, festejó la declaración de independencia de los confederados en 1861, negando que la esclavitud hubiera podido desempeñar un papel en el conflicto, y alegrándose de la división del país en dos entidades “menos agresivas, menos insolentes y menos irritables”, y sobre todo dispuestas a vender su algodón menos caro a las hilanderías de Manchester (7).
A pesar de algunas excepciones a su credo liberal, The Economist siguió siendo fiel a lo largo del siglo XIX a tres principios clave: imponer el librecambio, aceptar algunas reformas sociales para contener la fiebre revolucionaria, asegurar la paz en el continente.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, el semanario aceptó actualizar su corpus ideológico. En 1940, varios artículos daban a entender que podría adecuarse al Estado de bienestar; una manera de admitir que el liberalismo a la Wilson ya no era exitoso. En una selección de ensayos publicada para el centenario del diario, en 1943, el entonces director Geoffrey Crowther se mostraba conciliador: el laisser faire económico, decía, generaba desigualdades y una inseguridad que sólo la intervención pública estaba en condiciones de corregir. Pero The Economist se negaba sin embargo a adoptar los puntos de vista de los socialistas. No “por sus objetivos, sino por los medios a través de los cuales esperan alcanzarlos” (8). Esta magnanimidad doctrinal le permitiría enriquecerse con un amplio abanico de talentos y opiniones. Varios refugiados antinazis se sumaron a la redacción, entre ellos –el colmo– dos intelectuales marxistas, el historiador Isaac Deutscher y el escritor Daniel Singer. El paréntesis pluralista se cerró a partir de los años 1960, y el diario retomó su curso derechista.
Actualmente, el modelo social heredado de la posguerra es visto como un obstáculo al crecimiento, y por ende como un enemigo que derrotar. Los sindicatos son los primeros en la mira. En 2011, The Economist explicaba que para reabsorber el déficit presupuestario de Reino Unido, no bastaba con retrasar la edad de jubilación de los empleados públicos y reducir sus jubilaciones: la “guerra contra los sindicatos de los empleados públicos” imponía además aumentos de productividad adicionales y la generalización de los contratos flexibles o a tiempo parcial (6 de enero de 2011). Hace cincuenta años, semejante prosa hubiera sido inconcebible.
Sin embargo, fue en política exterior donde los cambios del diario fueron más notables. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, su apoyo al Imperio Británico lo dictaba más la prudencia que el chauvinismo. Llegado el caso, no dudaba en pelearse con Cecil Rhodes, el fundador de Rodesia, o Neville Chamberlain, futuro primer ministro, a quienes les reprochaba arruinar el país con sus gastos coloniales. De 1919 a 1939, el semanario abogó sin descanso por el fortalecimiento de la Sociedad de las Naciones junto a Alemania, la Unión Soviética y Estados Unidos (9). Cambio de rumbo en 1956, cuando denunció la invasión francobritánica del Canal de Suez –menos por aversión a los embrollos imperiales que por deferencia hacia Estados Unidos, opuesto a la expedición (10)–.
En adelante, el alineamiento con Washington constituiría el nuevo hilo conductor. Uno tras otro, los responsables del diario aclamarían cada operación militar realizada por la Casa Blanca, tanto en Vietnam como en Irak, en la antigua Yugoslavia o en Afganistán. Nunca The Economist trató a Barack Obama con tantas consideraciones como cuando éste envió refuerzos a Kabul o aviones asesinos no tripulados a Pakistán. Incluso en las cuestiones iraní y norcoreana, se sitúa en la línea dura de la Administración estadounidense, enojándose con una Organización de las Naciones Unidas (ONU) forzosamente pusilánime y burocrática. La cobertura de América Latina sufre las consecuencias de la misma toma de posición, sobre todo en los países gobernados por la izquierda, y más particularmente en Venezuela. Desde 1998, su presidente, Hugo Chávez, ha ganado trece de las catorce elecciones nacionales en condiciones consideradas satisfactorias por los observadores internacionales; sin embargo, The Economist no se cansa de agitar el “temor de que Venezuela se deslice cada vez más rápido hacia una dictadura” (23 de septiembre de 2010, 5 de enero de 2012). ¿Sus fuentes? La misma oposición y los mismos medios de comunicación privados que, con el apoyo de Estados Unidos, fomentaron el fallido golpe de Estado de 2002.
Otro indicio de la afinidad de puntos de vista con la diplomacia estadounidense: la reacción a las revelaciones de WikiLeaks y al caso Assange. En lugar de aprovechar la oportunidad y pronunciarse por una gran causa liberal, la libertad de información, prefiere defender el derecho de Washington a castigar a aquellos que ventilan sus secretos, sean o no “jacobinos digitales” a la cabeza de “sectas” (9 de diciembre de 2010).
En cierta forma, se reconcilió con el liberalismo de su juventud. Respecto del papel del Estado, la sabiduría infalible de los mercados y los peligros del cuestionamiento, sus posiciones no difieren realmente de aquellas con las que ya insistían sus grandes editorialistas victorianos. Con la salvedad de que, en la actualidad, ya no se expresan indirectamente. El liberalismo ha cambiado, tal como lo demuestra la estrecha alianza entablada con los intereses estadounidenses. Liberada de la acusación de chauvinismo, la revista se entusiasma por campañas militares cuya justificación, ya sea humanitaria, patriótica o económica, le habría parecido altamente sospechosa en la época de la dominación británica. Su actual director, formado en los bancos estadounidenses, es un producto genuino de esta nueva cultura editorial donde se mezclan el liberalismo de los días tranquilos y su variante contemporánea. Con más de un siglo y medio de vida, el abanderado de la economía dominante acumula conquistas en los cuatro rincones del planeta, excepto en África. Un imperio infinitamente más vasto que el de sus ancestros ingleses.