Los occidentales plantean los derechos humanos –e incluso los imponen– como un deber ser universal, cuando es evidente que estos derechos salieron de un condicionamiento histórico particular. Exigen que todos los pueblos se suscriban de manera absoluta a ellos, sin posibilidad de excepción ni reducción, pero al mismo tiempo no pueden evitar comprobar que otras opciones culturales, en todo el mundo, los ignoran o los discuten. Porque, ¿hasta dónde puede negar Europa la disposición heterogénea, forzada e incluso azarosa que dio origen a estos derechos, incluso dentro de su propia historia?
Se verifica así el carácter heteróclito, por no decir caótico, de la fabricación del universal; que la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, por ejemplo, nació de proyectos preparatorios múltiples e incluso, en parte, irreconciliables; que a lo largo de su redacción fue objeto de infinitas negociaciones y concesiones; que fue formada por la asociación de fragmentos tomados (...)