¿Qué está pasando en Xinjiang, en el extremo oeste de China? En septiembre de 2018, la organización Human Rights Watch alertaba de las violaciones de los derechos humanos, de una magnitud sin precedentes, de las que son víctimas los uigures –la población que habla una lengua túrquica, el uigur, y musulmana–, así como los kazajos, los uzbekos, etc. (1). Las autoridades chinas lo desmienten y hablan de lucha contra el “radicalismo” o el “terrorismo” alimentado por la oposición de la diáspora uigur o por potencias extranjeras. Por parte de los países musulmanes, hay un silencio total.
Lo cierto es que en Xinjiang se ha adaptado y ampliado un dispositivo denominado de “transformación a través de la educación”, establecido en los años 1990 para “reeducar” a los adeptos de la secta de Falun Gong, destinado a todos los individuos pertenecientes a las minorías musulmanas cuya lealtad al régimen suscita dudas. A falta de datos oficiales, resulta imposible calcular con precisión el número de personas concernidas. Según el investigador Adrien Zenz, que se basa en la evaluación de los contratos públicos para la construcción o la ampliación de estructuras de internamiento, más del 10% de la población uigur, es decir, un millón de personas, habría pasado por este dispositivo o se encontraría encarcelada en la actualidad (2). Al contrario de lo que ocurre en los campos de reforma por el trabajo (laogai), aquí, los sospechosos no comparecen ante la Justicia y se les puede encerrar durante periodos indeterminados. Los trabajos de Zenz y los informes de las organizaciones de defensa de los derechos humanos muestran que la mecánica represiva se compone de varios niveles, con clases de reeducación abiertas, pero también con centros cerrados donde se aplica una férrea disciplina. Con estos dispositivos, unidos a una patologización de los pensamientos contestatarios, se pretende “erradicar los virus ideológicos” y tratar a los individuos en función de su grado de obstinación.
De manera muy oficial, la Oficina del Alto Comisionado de la Organización de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos solicitó permiso para acceder a la región. Las autoridades chinas acabaron reconociendo la existencia de estas estructuras, presentándolas como lugares de educación patriótica y, a la vez, como centros de formación profesional destinados a favorecer la inserción de las minorías. En efecto, en ellos se mezclan sesiones de educación patriótica y de autocrítica, así como interrogatorios, con clases de idioma para las personas menos familiarizadas con el mandarín. Sin embargo, los testimonios en los medios de comunicación extranjeros de aquellos que huyeron del país tras haber sido puestos en libertad dibujan un panorama más sombrío que lo que presentan los medios de comunicación chinos; describen condiciones de detención a veces muy duras, fuertes presiones, incluso actos de tortura psicológica o física. A mediados de febrero, el Gobierno turco, fiel apoyo de los uigures, se sintió en la obligación de publicar un comunicado de protesta.
Aunque esta nueva oleada de represión alcanza niveles sin precedentes, Xinjiang se ha visto sacudido por sobresaltos violentos frecuentes a lo largo de su historia, generando en cada etapa una respuesta represiva adicional –un mecanismo del cual no consiguen apartarse los dirigentes chinos–.
La región, rodeada de elevados macizos montañosos, fue durante mucho tiempo una intersección esencial en las rutas de la seda. Así pues, al inicio del primer milenio de nuestra era, conoció periodos intermedios de dominación china con las dinastías Han, Sui y Tang (3). Estas querían evitar que las confederaciones de las estepas, que amenazaban los flancos del norte del imperio, se beneficiaran del maná generado por el control de esas rutas comerciales.
A raíz de que los portugueses abrieran nuevas rutas rodeando África, el progresivo abandono de los trazados terrestres en beneficio de las vías marítimas marcó el comienzo de un largo declive para estos oasis. Cuando la dinastía de los Qing (1644-1912) conquistó, a mediados del siglo XVIII, estos espacios –convertidos al islam entre los siglos X y XVII–, ya habían perdido centralidad. El cierre de China, el aislamiento de la región y, más tarde, el conflicto chino-soviético acabaron haciendo de ellos un callejón sin salida estratégico a ojos de Pekín.
Polo energético estratégico
Esta provincia, una de las más pobres del país, experimentó un nuevo despegue a medida que recuperaba su importancia en la configuración regional e internacional. Tras la instalación de las tropas de Mao Zedong en 1949, se conectó con el resto del país a través de inversiones públicas que se intensificaron a comienzos de los años 2000 con la “política de desarrollo del Gran Oeste”. Se acompañó de una llegada masiva de hans, la etnia mayoritaria, que generó ciudades nuevas en el norte en los años 1950-1960, antes de remodelar la faz de los antiguos oasis del sur durante las siguientes décadas.
En la actualidad, Xinjiang se encuentra interconectada y ligada al resto del país mediante una red de carreteras de calidad y mediante un sistema ferroviario conectado con líneas de alta velocidad. Gracias al papel motor de las empresas estatales y de las unidades de producción desarrolladas por las colonias de los Cuerpos de Construcción y Producción (4), se especializó en la extracción minera y en la producción agrícola (algodón, tomates, fruta…).
Este espacio, cuyo tamaño es tres veces el de Francia, se convirtió en un polo energético estratégico –alberga una cuarta parte de los hidrocarburos y un 38% de las reservas nacionales de carbón–. Como China desea limitar su dependencia de las importaciones, las compañías chinas extraen de allí una sexta parte de la producción nacional petrolera y cerca de una cuarta parte de la de gas natural. A partir de los años 1990-2000 se implantaron rápidamente oleoductos y gasoductos conectados a las regiones centrales y costeras para encaminar los torrentes de hidrocarburos que alimentaban el crecimiento chino. Hoy en día, las autoridades apuestan por las infraestructuras de carbón licuado, así como por la producción de electricidad eólica, solar e hidroeléctrica.
Tras el colapso de la Unión Soviética y, más tarde, con la puesta en marcha por parte del presidente Xi Jinping del proyecto de las nuevas “rutas de la seda” (Belt and Road Initiative, BRI), la apertura del espacio centroasiático ha hecho de Xinjiang una gran baza en la estrategia de proyección de la potencia china en Asia. Fronteriza con Pakistán, Afganistán y con los regímenes de la antigua URSS, alberga un nudo de ejes de transporte ferroviarios, por carretera y energéticos en los que se apoya Pekín para garantizar sus suministros e influir económicamente hasta Europa. La estabilidad de estos espacios vecinos parece vital para el régimen, que los considera caldos de cultivo en los que, si no se vigilaran, podría desarrollarse el islamismo o una influencia estadounidense demasiado acusada.
Aunque el Estado chino ha consolidado progresivamente su soberanía en la región, el recuerdo de insurrecciones que condujeron a breves episodios de independencia (5), la recurrencia de las revueltas y, más recientemente, la multiplicación de las acciones violentas, incluso de los actos terroristas, le preocupan. Este espacio centroasiático cuya lengua predominante es de origen túrquico, antaño denominado por los geógrafos occidentales “Turkestán Oriental” o “Turkestán Chino”, está marcado por importantes particularismos y por una inestabilidad que siempre ha preocupado a los emperadores chinos. Cuando los Qing quisieron hacer de él su “nueva frontera” (el significado de “Xinjiang” en mandarín), los círculos nostálgicos de la teocracia sufí, que ejercieron allí su autoridad hasta ese momento, hicieron de la defensa del islam un instrumento de movilización contra un poder chino-manchú no musulmán. A comienzos del siglo XX se distinguían los espacios de predominancia nómada kazaja y kirguisa, en el norte y en la cordillera del Pamir, y los oasis poblados de uigures sedentarios, en el sur y en el este.
Tras el hundimiento del imperio, en 1912, los señores de la guerra chinos que se sucedieron se enfrentaron al auge de una oposición autonomista o independentista inédita, compuesta por una nueva generación de militantes con, a la derecha, un movimiento panturquista y, a la izquierda, un panorama comunista apoyado y fomentado por la Unión Soviética hasta finales de los años 1940. La victoria de Mao Zedong y de los comunistas en 1949 y, más tarde, las políticas represivas que precedieron y acompañaron la Revolución cultural (1966-1976) desactivarán estas redes.
No obstante, en los años 1980, con la llegada al poder de la rama reformadora del Partido Comunista Chino (PCCh), este último y la administración realizaron contrataciones entre las minorías para intentar implicarlas en el aparato de Estado. Surgieron espacios de libertad cultural y religiosa y se regeneró un movimiento militante nacionalista “anticolonial” (6) en los campus y en los círculos intelectuales uigures. Tras los años de proscripción de la Revolución cultural, una parte de la sociedad se giró de nuevo hacia el islam y, en el sur, reconstituyó una red de madrasas en las que se crearon círculos de talips (estudiantes de la religión). Algunos abogaban por una islamización de las normas sociales, incluso por la instauración de un Estado islámico independiente: prueba de ello fue el intento de insurrección en Barin, en 1990 (7), de una red estructurada unos meses antes, el Partido Islámico del Turkestán Oriental.
En 1985, 1988 y 1989, en Urumqi y en otros oasis, algunas manifestaciones denunciaron desordenadamente la colonización demográfica, las discriminaciones y las desigualdades étnicas o la ausencia de autonomía política. Lideradas por asociaciones estudiantiles, a veces junto a círculos religiosos, degeneraron con el lanzamiento de piedras a edificios gubernamentales, en particular al inicio de 1989. Mientras el Tíbet se veía sacudido por violentas revueltas durante el mes de marzo y Pekín por los acontecimientos de la plaza Tiananmen en junio, el Partido temía que la situación acabara descontrolándose aquel año en Xinjiang. Sobre todo porque el colapso de la URSS allanará el camino de la independencia a los pueblos con lenguas túrquicas primos de los uigures.
Incremento de la represión
El regreso del ala conservadora del PCCh hizo desaparecer, en el seno de los círculos autonomistas o independentistas, cualquier esperanza de negociación sobre las políticas implementadas en la región. Poco a poco se recuperó el control del Partido, la Asociación Islámica de Xinjiang (organismo intermediario de representación de los musulmanes), la administración regional, las estructuras de enseñanza religiosa, la escuela, la universidad. Se apartó o incluso se sancionó a los altos cargos que no eran lo suficientemente dóciles, a aquellos demasiado religiosos o juzgados como demasiado complacientes con el autonomismo o el separatismo.
Se instauró una política de aumento progresivo del control sobre la sociedad. Para evitar las detenciones, los militantes nacionalistas más comprometidos se unieron a las diásporas uigures, antaño procomunistas o panturquistas, de Asia Central, de Turquía y de Occidente para promover en el seno de organizaciones locales una lucha por los derechos humanos según el modelo tibetano. Esta estrategia no violenta prevaleció definitivamente entre los nacionalistas en 2004, cuando sus organizaciones se unieron y fundaron el Congreso Mundial Uigur, con sede en Washington.
En Xinjiang, mientras se extendía la represión, las tensiones aumentaban. Las muchedumbres uigures exasperadas salían a la calle, como en Hotan en 1995 o en Yining en 1997. Como se desmantelaron las madrasas del sur, una parte de los círculos islamonacionalistas consideraron que, desde entonces, el Partido estaba en guerra contra el islam y contra la identidad islámica de los uigures. Algunos talips, así como algunas células nacionalistas, se sumergieron en la clandestinidad. Estructuraron grupúsculos que preconizaban la acción violenta e incluso el terrorismo. Entre 1990 y 2001 se perpetraron “200 incidentes terroristas que causaron 162 muertos” (8) según las autoridades chinas. Pese a todo, estos grupúsculos fueron desmantelándose poco a poco.
En efecto, a partir de marzo de 1996, el PCCh estableció una lista de estrictas directivas para erradicar las actividades potencialmente subversivas (9). A continuación tuvieron lugar varias campañas bajo el título de “Golpear fuerte” (1997, 1999, 2001…), que condujeron al desarrollo de sesiones de educación patriótica, a un incremento de los textos legislativos que determinaban el espectro de las prácticas subversivas y a importantes oleadas de arrestos. Ese mismo documento subrayaba la necesidad de alentar la afluencia de hans en el seno de los Cuerpos de Construcción y Producción. Se trataba de limitar severamente la construcción de mezquitas, de imponer a la cabeza de los lugares de culto o de organizaciones religiosas a responsables amantes de la “madre patria”, de realizar un registro con todas las personas que habían recibido formación en escuelas religiosas sin autorización, de implementar “medidas fuertes” para evitar que la religión interviniera en los asuntos sociales y políticos (10)… Amnistía Internacional calcula que se llevaron a cabo al menos 190 ejecuciones entre enero de 1997 y abril de 1999 (11).
En esa época se establecieron conexiones entre unos pocos militantes islamonacionalistas que habían ido a las zonas afgano-pakistaníes y las redes talibanes del comandante Jalaluddin Haqqani. A este grupúsculo, denominado por Pekín Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (MITO) le costaba captar la atención de las ricas redes de Al Qaeda, que acababan de volver a desplegarse por el lugar. Debido a sus escasos recursos, experimentaba dificultades para proyectarse en un Xinjiang en el que se acabó en gran medida con las redes latentes. Las autoridades chinas, aprovechando el contexto posterior al 11 de Septiembre y la captura de componentes del MITO por parte de las fuerzas estadounidenses durante su intervención en Afganistán, elaboraron la retórica de las “tres fuerzas” (sangu shili): el terrorismo, el separatismo (étnico) y el extremismo religioso. De esta manera, amalgamaban círculos democráticos nacionalistas o autonomistas no violentos, aquellos que intentaban promover los valores del islam en los ámbitos social y político, yihadistas del MITO y, de manera más general, todas las mentes contestatarias.
Violencia islamista
Durante la década de 2010, las redes del MITO, o lo que quedaba de ellas, replegadas en Waziristán, han adoptado el nombre de Partido Islámico de Turkestán (PIT) tras su integración en la internacional yihadista de Al Qaeda. Utilizan las redes sociales para incitar a la violencia. Ciertamente, la magnitud de la vigilancia china de Internet dificulta el acceso a sus publicaciones, pero, tras un largo periodo de calma, el sur de Xinjiang y su capital, Urumqi, sufrieron una serie de atentados. Comenzaron en 2008, en vísperas de los Juegos Olímpicos, y se intensificaron en 2009 con las revueltas violentas que enfrentaron a uigures y a hans en Urumqi (12), causando oficialmente 197 muertos –tres cuartas partes de ellos eran hans–. Se extendió un manto de silencio sobre la región. Se bloqueó el acceso a Internet durante varios meses, pero los ataques se multiplicaron.
Parece que células vinculadas al PIT premeditaron algunos de estos actos, como los atentados de Kashgar en 2011, pero muchos de ellos, como las agresiones con arma blanca a policías o a simples ciudadanos, parecen poco preparados y perpetrados por una juventud que simplemente ha visionado los vídeos del PIT o de otros movimientos yihadistas. Varias acciones violentas conmocionaron a la opinión pública china; algunas veces se perpetraron más allá de las fronteras de Xinjiang: el atentado en la plaza Tiananmen en octubre de 2013 en el que un vehículo embistió contra una valla y se incendió (cinco muertos, dos turistas y los tres asaltantes), el ataque con cuchillo en la estación de Kunming en marzo de 2014 (31 muertos y 143 heridos) y el de mayo de 2014 en un mercado en Urumqi (43 muertos y más de 90 heridos). Les siguieron otros atentados de menor magnitud; así pues, 2014 fue un año negro, con más de 300 víctimas del terrorismo frente a apenas unas pocas cada año durante la primera década del milenio.
Más o menos en el mismo momento, el nuevo despliegue del PIT en Afganistán, junto a los talibanes, y sobre todo en Siria, donde pudo establecer sus redes, exacerbaba las preocupaciones chinas. Su implicación en el conflicto sirio ha aumentado sus efectivos y sus apoyos. Ha demostrado sus capacidades en los combates junto a otros componentes del Frente Al Nusra, y actualmente junto a Hayat Tahrir Al Sham, en el noroeste de Siria: está equipado con material pesado y puede movilizar a varios cientos de combatientes. El PIT representa una amenaza para los intereses chinos en algunas regiones del mundo hacia las que puede proyectar sus acciones –Pakistán, Afganistán, Oriente Próximo…–, más que en el propio Xinjiang. En efecto, la sociedad uigur parece poco proclive a adherirse a su lectura rigorista del islam y la “gran muralla de acero” (13) deseada por Xi continúa limitando de manera muy significativa su margen de maniobra en China.
Pese a todo, para la población, se ha cruzado un nuevo límite con el aluvión de arrestos y de condenas (incluida la pena capital) a raíz de las revueltas de 2009. Para muchos, la edad dorada de los años 1980, cuando los conflictos entre comunidades podían encontrar aún mediadores, se ha terminado. El resentimiento con respecto a Pekín se convierte en un resentimiento con respecto a los hans, percibidos como colonizadores arrogantes que consideran a los demás como súbditos de segunda a los que no les queda otra que someterse y “sinizarse” para ser aceptables.
La “convivencia” propuesta por el poder central se basa en una homogeneización demográfica y cultural “sinizadora” y, al mismo tiempo, en un fuerte control de las instituciones de la región autónoma por parte de los altos cargos hans. Mientras la lengua uigur debe dejar paso al mandarín en el sistema escolar y el control de la policía y de la administración se refuerza sin cesar, la implantación han continúa y exacerba el sentimiento de la población local de estar invadida por los chinos (14).
Prohibición de barbas “anormales”
A comienzos de los años 2010, los hans representaban el 40% de los 22 millones de habitantes de la región (frente al 6% en 1949), y los uigures, más del 45% (frente al 75% de entonces). Esta supremacía en la administración y la economía, unida a la desconfianza hacia los autóctonos, contribuye a mantener en la parte inferior de la escala social a una parte importante de los uigures. Efectivamente, el Estado asegura más de la mitad del presupuesto regional y ha garantizado durante mucho tiempo un crecimiento de dos cifras gracias a unas inversiones masivas. Sin embargo, a numerosos uigures, con poca formación o simplemente discriminados a pesar de sus estudios, les cuesta beneficiarse de este crecimiento.
Como nuevo hombre fuerte del país, el presidente Xi prometió extirpar de raíz la amenaza terrorista y redefinió el enfoque para la seguridad. Se reorganizaron los órganos de lucha antiterrorista y se situaron bajo una supervisión más estrecha del Gobierno. El control de las minorías y de los asuntos religiosos, antaño responsabilidad de diversas administraciones, pero también de asociaciones religiosas llamadas “representativas”, ha pasado a estar hoy en día en manos del departamento de Trabajo, muy centralizador, del Frente Unido del Partido (15).
También se ha remodelado el aparato jurídico. Ya en noviembre de 2014, la Asamblea de la región autónoma de Xinjiang aprobó una ley de reforma de las normativas religiosas regionales de 1994, añadiéndoles dieciocho artículos para modernizar el dispositivo de acreditación de los imanes, de control de las mezquitas y de lo que queda de las estructuras de enseñanza religiosa, pese a estar ya muy vigiladas (16). En 2017 se promulgó un nuevo paquete de medidas en nombre de la lucha contra el “extremismo religioso”. Para muchos musulmanes, revisten una dimensión intrusiva: prohibición de las barbas llamadas “anormales”, del velo en el espacio público…
La situación se ha agravado aún más desde la llegada a la cabeza del PCCh local, en 2016, de Chen Quanguo, que había desempeñado las mismas funciones en la región autónoma del Tíbet. Según Adrian Zenz (17), los presupuestos destinados a la seguridad se han disparado. Se han reforzado las fuerzas especiales de policía y los dispositivos antidisturbios. Las contrataciones alcanzaron niveles máximos entre el verano de 2016 y el verano de 2017, con más de 90.000 policías, es decir, doce veces más que en 2009, con el objetivo de implantar una filial de las Oficinas de Seguridad Pública en cada pueblo o aldea. Asimismo, Chen reforzó un programa que lleva el dulce nombre de “Hacer familia”: los funcionarios se quedan con regularidad en las casas de los habitantes, a veces varios días, para identificar los comportamientos subversivos, incitar a denunciar y llevar a cabo tareas de educación patriótica. Más de un millón de funcionarios estarían implicados, sobre todo en las zonas rurales del sur.
Por añadidura, Xinjiang se ha convertido en un amplio terreno de experimentación para las joyas de la vigilancia de alta tecnología y del big data vinculado a la seguridad (18). Se pueden verificar los smartphones en cualquier momento en los puntos de control policiales y en los múltiples checkpoints que se encuentran a lo largo de las carreteras. Se ha mejorado el amplio sistema de videovigilancia con reconocimiento facial (19). La mayoría de los uigures han tenido que entregar sus pasaportes, anulando por completo las esperanzas de aquellos que quieren partir al extranjero.
Clasificar a los ciudadanos
Para Pekín, ya no se trata de vigilar a la sociedad y de sancionar a aquellos que cometan faltas. La recopilación de datos a través de la Plataforma de Operación Conjunta Integrada, conjugada con el estudio de los comportamientos “inhabituales”, tiene como objetivo anticiparse y clasificar a los individuos en función de su grado de lealtad y del riesgo que representan para la seguridad.
Entre los numerosos criterios de identificación figuran las estancias en alguno de los veintiséis países “de riesgo” (20). Dialogar con extranjeros o con personas que hayan estado durante algún tiempo en el extranjero, haber descargado la aplicación de comunicación prohibida WhatsApp, llevar barba, no beber alcohol, no fumar, comer halal, hacer el ramadán, no comer cerdo, querer ponerle a los hijos nombres musulmanes considerados subversivos (como el del profeta): todo esto son señales sospechosas.
Académicos de renombre, artistas e incluso deportistas famosos han desaparecido repentinamente –probablemente han sido internados– o se encuentran bajo arresto domiciliario. Desde hace algunos meses se han dictado condenas a veces extremadamente severas. Así, el exdirector de la Oficina para la Supervisión de la Educación de Xinjiang o el expresidente de la Universidad de Xinjiang han sido condenados a muerte por “tendencias separatistas”. Tras haber sido arrestado en 2014, el economista y escritor Ilham Tohti, una de las últimas figuras críticas de los círculos intelectuales uigures, fue condenado a cadena perpetua.
Según las autoridades chinas, estos dispositivos funcionan ya que, en su opinión, el número de actos violentos ha disminuido drásticamente en los últimos meses. Elogian su modelo de seguridad, que combina tecnologías avanzadas con un alto nivel de coerción y represión que recuerda a la Revolución cultural. Miembros locales del partido, religiosos, funcionarios públicos o intelectuales, que hace unas décadas podían atenuar sus discrepancias y conflictos con el Estado, ahora no tienen más remedio que guardar silencio. Esta estrategia de silencio forzado es peligrosa, ya que los niveles de frustración que genera entre los musulmanes en Xinjiang son muy altos.