El “reconocimiento” se ha impuesto como un concepto clave de nuestra época. Heredada de la filosofía hegeliana, esta noción halla una pertinencia inédita en un momento en que el capitalismo acelera los contactos transculturales, rompe los esquemas de interpretación y politiza las identidades. Diversos grupos, movilizados bajo la bandera de la nación, la etnia, la “raza”, el género, la sexualidad luchan “para que se reconozca una diferencia”. En estas batallas, la identidad colectiva reemplaza a los intereses de clase como lugar de la movilización política: es más frecuente exigir ser “reconocido” como negro, homosexual, habitante del departamento de la Corrèze o religioso ortodoxo que como proletario o burgués; la injusticia fundamental ya no es sinónimo de explotación sino de dominación cultural.
¿Constituye esta mutación un desvío hacia una forma de balcanización de la sociedad y un rechazo a las normas morales universalistas? (1) ¿O, por el contrario, ofrece la perspectiva de una corrección de la ceguera cultural asociada a una lectura materialista, desacreditada por la caída del comunismo de tipo soviético y que, al no ver la diferencia, refuerza la injusticia universalizando falsamente las normas del grupo dominante? (2).
Se enfrentan, aquí, dos concepciones globales de la injusticia. La primera de ellas, la injusticia social, resulta de la estructura económica de la sociedad y adquiere la forma de la explotación o la miseria. La segunda, de carácter cultural o simbólico, emana de los modelos sociales de representación que, al imponer sus códigos de interpretación y sus valores, y al buscar la exclusión del otro, engendran la dominación cultural, el no reconocimiento y por último el desprecio.
Esta distinción entre la injusticia cultural y la injusticia económica no debe borrar el hecho de que, en la práctica, ambas formas se imbrican a menudo de manera que se refuerzan dialécticamente. La subordinación económica impide, en efecto, cualquier participación en la producción cultural, cuyas normas en sí mismas están institucionalizadas por el Estado y por el mundo económico.
El remedio para la injusticia económica pasa por cambios estructurales: distribución de los ingresos, reorganización de la división del trabajo, sumisión de las decisiones de inversión a un control democrático, transformación fundamental del funcionamiento de la economía, etc. Este conjunto, todo o en parte, atañe a la “redistribución”. El remedio para la injusticia cultural, por su parte, reside en el cambio cultural o simbólico: reevaluación de las identidades despreciadas, reconocimiento y valorización de la diversidad cultural o –más globalmente– transformación general de los modelos sociales de representación, que modificarían la percepción que cada uno tiene de sí mismo. Este conjunto atañe al “reconocimiento”.
Ambos conceptos divergen en su concepción de los grupos víctimas de la injusticia. En el marco de la redistribución, se tratará de clases sociales en sentido amplio, definidas en principio en términos económicos, según su relación con el mercado o los medios de producción. El ejemplo clásico es la idea marxista de la clase obrera explotada, pero esta concepción incluye también a los grupos de inmigrantes, las minorías étnicas, etc. En el marco del reconocimiento, la injusticia ya no está ligada a las relaciones de producción sino a una falta de consideración. En general, suele citarse el grupo étnico, que los modelos culturales dominantes proscriben como diferente y de menor valor, pero lo mismo se aplica a los homosexuales, a las “razas”, a las mujeres… Las reivindicaciones ligadas con la redistribución exigen con frecuencia la abolición de los dispositivos económicos que constituyen la base de la especificidad de los grupos y tienden a promover la indiferenciación entre ellos. Por el contrario, las reivindicaciones ligadas con el reconocimiento, que se apoyan en las supuestas diferencias entre los grupos, tienden a promover la diferenciación (cuando no la crean de manera performativa, antes de afirmar su valor). Política de reconocimiento y política de redistribución aparecen, pues… en tensión.
En estas condiciones, ¿cómo pensar la justicia social? ¿Debemos priorizar la clase por sobre el género, la sexualidad, la raza, la etnicidad, y rechazar cualquier reivindicación “minoritaria”? ¿Hemos de insistir en la asimilación de las normas mayoritarias en nombre del universalismo o el republicanismo? ¿O habrá que intentar una alianza entre lo que sigue siendo insuperable en la visión socialista y lo que parece estar justificado en la filosofía “postsocialista” del multiculturalismo?
Hay dos modos de remediar la injusticia. Los remedios correctivos, primero, apuntan a mejorar los resultados de la organización social sin modificar sus causas profundas. Los remedios transformadores, por su parte, se aplican a las causas profundas: la oposición se plantea en términos de síntomas y causas.
En el plano social, los remedios correctivos, históricamente asociados al Estado de bienestar del liberalismo, se usan para atenuar las consecuencias de una distribución injusta, dejando intacta la organización del sistema de producción. A lo largo de los dos últimos siglos, los remedios transformadores han sido asociados al socialismo: el cambio radical de la estructura económica que subyace en la injusticia social, reorganizando las relaciones de producción, no solo modifica la distribución del poder adquisitivo, sino también la división social del trabajo y las condiciones de existencia.
Un ejemplo ilustra esta distinción. Los subsidios atribuidos en función de los recursos, orientando hacia los más pobres un apoyo material, contribuyen también a cimentar diferenciaciones que pueden conducir al enfrentamiento. Así, la redistribución correctiva en el plano social toma la forma, sobre todo en Estados Unidos, de la affirmative action (a menudo traducida como “discriminación positiva”). Esta última se usa para garantizar a las personas de color una parte equitativa de los empleos y la educación, sin modificar su naturaleza o cantidad. En el plano cultural, el reconocimiento correctivo se traduce por un nacionalismo cultural que se esfuerza en garantizar el respeto por las personas de color, valorizando la “negritud” y dejando inmodificado el código binario blanco-negro que le da sentido. La affirmative action combina, pues, la política socioeconómica del antirracismo liberal con la política cultural del black power.
Ahora bien, esta solución no ataca las estructuras profundas que producen las desigualdades de clase y las desigualdades raciales. Por eso se multiplican sin fin las soluciones superficiales que contribuyen a hacer más perceptible aún la diferenciación racial, a dar de los menos favorecidos una imagen de clase ineficiente e insaciable, que siempre necesita ayuda, e incluso a veces la imagen de un grupo privilegiado, que recibe un trato “de favor”. Es así como un enfoque que apunta a resolver las injusticias ligadas con la redistribución puede terminar creando injusticias en términos de reconocimiento.
En cambio, los remedios transformadores, que combinan sistemas sociales universales e imposición estrictamente progresiva, apuntan a asegurar a todos el acceso al empleo, a la vez que tienden a disociar el empleo de la satisfacción de las necesidades fundamentales. De allí la posibilidad de reducir la desigualdad social sin crear categorías de personas vulnerables presentadas como aprovechadoras de la caridad pública. Un enfoque de esas características, centrado en las injusticias de distribución, contribuye así a remediar ciertas injusticias de reconocimiento.
Tanto la redistribución correctiva como la transformadora presuponen una concepción universalista del reconocimiento, es decir un valor moral igual de las personas. Pero descansan sobre lógicas diferentes en relación con la diferenciación de los grupos.
Los remedios correctivos de la injustica cultural atañen a lo que comúnmente se llama multiculturalismo: se trata de poner fin al no respeto de las identidades colectivas injustamente desvalorizadas, pero dejando intactos, a la vez, el contenido de esas identidades y el sistema de diferenciación identitaria sobre el cual se fundan. Los remedios transformadores, por su parte, se asocian habitualmente a la deconstrucción. Intentan terminar con el no respeto transformando la estructura de evaluación cultural subyacente. Al desestabilizar las identidades y la diferenciación existentes, estos remedios no se contentan con favorecer el respeto en sí, sino que cambian las percepciones que tenemos de nosotros mismos.
El ejemplo de las sexualidades despreciadas es un ejemplo de esta distinción. Los remedios correctivos para la homofobia se asocian por lo general al movimiento gay, que apunta a revalorizar la identidad homosexual. Los remedios transformadores, por el contrario, se emparentan con el movimiento queer, que pretende desestrusturar la dicotomía homosexual/heterosexual. El movimiento gay considera la homosexualidad como una cultura, dotada de rasgos particulares un poco como la etnicidad. Es un “modelo identitario”, adoptado en diferentes luchas por el reconocimiento. Intenta sustituir imágenes de sí negativas, impuestas por la cultura dominante y luego interiorizadas, por una cultura propia que, manifestada públicamente, obtenga el respeto de la sociedad en su conjunto. Este modelo encierra verdaderos aportes, pero al superponer política de reconocimiento y política de identidad, alienta la naturalización de la identidad de un grupo –si no su esencialización– mediante una afirmación de “autenticidad” y de su diferencia.
El movimiento queer, por el contrario, aborda la homosexualidad como el correlato construido y desvalorizado de la heterosexualidad: ninguna de las dos tiene sentido si no es una respecto de la otra. El objetivo no es ya valorizar una identidad homosexual, sino abolir esa dicotomía. El movimiento gay busca dar valor a la diferenciación que existe entre los grupos sexuales –igual que las políticas correctivas de redistribución del Estado de bienestar lo hacen con las diferenciaciones sociales–; el movimiento queer pretende cuestionarlas, igual que el socialismo con la sociedad sin clases.
Al abordar la falta de reconocimiento como un prejuicio engendrado autónomamente por los valores ideológicos y culturales, la corriente identitaria oculta su intrincamiento con la justicia distributiva, y el carácter abstracto de su cimiento en la estructura social. Esto lleva a sus defensores, a veces, a ignorar la injusticia económica y a concentrar sus esfuerzos solamente en la transformación de la cultura, considerada como una realidad en sí misma. Así es como pueden descuidarse los vínculos, institucionalizados en los sistemas de asistencia social, entre las normas heterosexuales dominantes y el hecho de que algunos recursos se les nieguen a las personas homosexuales. Pero esta corriente también puede ver las desigualdades económicas como simples expresiones de jerarquías culturales: según esta lógica, la opresión de clase emana de la devaluación de la identidad proletaria. El culturalismo vulgar –imagen invertida de ese marxismo vulgar que antaño prohibía la política de reconocimiento en pro de la política de redistribución– implica que reevaluar identidades devaluadas equivale a atacar las fuentes mismas de la desigualdad económica.
Al modelo identitario (correctivo) se opone lo que se llamará el modelo estatutario (transformador): la negación de reconocimiento ya no es considerada una deformación psíquica, o un prejuicio cultural autónomo, sino una relación institucionalizada de subordinación social, producida por instituciones sociales. Así pues, lo que debe ser objeto de un reconocimiento no es la identidad propia de un grupo, sino el estatuto, para los miembros de ese grupo, como miembros plenos de la interacción social. Esta política propone desestructurar las dos formas conexas de ordenamiento de una sociedad, económica y cultural, y descifrar en qué obstaculizan esa igualdad. Entonces, no se trata de postular un derecho a la estima social igual para todos (3), sino de definir, reivindicando la paridad de participación en la interacción social para todos, un campo de la justicia social que implique a la vez redistribución y reconocimiento, clase y estatus. Evitar la psicologización y la moralización: ese quizá sea el marco de pensamiento para una estrategia coherente, que contribuya a desarmar los conflictos y contradicciones entre estos dos grandes tipos de luchas.