El Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria (TSCG) “podrá tranquilizar a los amigos políticos de la canciller Angela Merkel –observaba recientemente Bernadettte Ségol, secretaria general de la Confederación Europea de Sindicatos (CES)–, pero seguramente no a los millones de desocupados, trabajadores pobres y precarios en Europa, que esperan en vano un apoyo decidido por parte de las instituciones europeas. Por eso nos oponemos a ello”. La declaración de la dirigente de una organización que hasta ese momento no se había opuesto a ningún tratado europeo no era en absoluto anecdótica; su complacencia respecto a Bruselas había incluso llevado a que uno de sus fundadores, el sindicalista belga Georges Debunne, se lamentara de que la CES se convirtiera en la “correa de transmisión del empresariado europeo”.
Firmado el 1 de marzo por veinticinco Gobiernos de la Unión Europea, el TSCG –que en especial impone la “regla (...)