El hombre alto y delgado enfundado en una larga túnica turquesa se levantó de un salto y tomó el micrófono. Con voz vibrante, con una pequeña barba, el índice apuntando a los ventiladores que agitan penosamente el aire caliente del mediodía, interpela a la asamblea en bambara, la lengua regional: “¿Por qué pedirnos a nosotros, campesinos pobres, que aceptemos los OGM (organismos genéticamente modificados) que no quieren los ricos campesinos del Norte?” Murmullos de asentimiento en la concurrencia; después el micrófono pasa a una joven agricultora con su bebé en brazos: “¿Para qué empujarnos a producir más usando los OGM, cuando ni siquiera llegamos a colocar nuestra producción a un precio razonable?”.
La escena transcurre en Sikasso, tranquila aldea del sur de Malí, en el corazón de una provincia rural que produce las dos terceras partes de la principal fuente de divisas del país (uno de los más pobres de África (...)