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Itinerario de un medicamento de uso corriente

Los bajos fondos de la industria farmacéutica

Los escándalos marcan el ritmo de la información sobre la industria farmacéutica y focalizan la atención sobre sus excesos. Seguir el recorrido de un medicamento sin historia, desde su creación hasta su prescripción, muestra lo delgada que es la frontera entre las disfunciones y las prácticas rutinarias.

por Quentin Ravelli, enero de 2015

“Me di cuenta de que estaba “fichada”, que sabían exactamente lo que yo prescribía”, se indigna una médica instalada en un barrio elegante de París. “Yo era ingenua, no lo sabía. [Un día], una visitadora médica me dijo: “¡Usted no prescribe mucho!” Me pregunté: “¿Cómo puede saber ella eso?” La práctica de vigilancia, que sorprende a muchos médicos, está orquestada por los servicios de marketing de los laboratorios. Para aumentar o mantener sus cuotas de mercado, los grandes grupos farmacéuticos hacen alarde de su ingenio. No dudan, por ejemplo, en modificar las indicaciones de sus medicamentos para ganar nuevos clientes.

La Piostacina, considerada por ciertos médicos como “el Rolls Royce del antibiótico de uso cutáneo”, y fabricada por Sanofi –el cuarto grupo farmacéutico mundial por la cifra de negocios (30.000 millones de euros en 2011)–, ha corrido ese destino. Este antibiótico destinado durante mucho tiempo al uso dermatológico, ha sufrido un “giro respiratorio”: ahora se utiliza masivamente en los casos de infecciones broncopulmonares y otorrinolaringológicas. Este altísimo uso, criticado por numerosos médicos y denunciado por los poderes públicos, ha podido conducir a un sobreconsumo de antibióticos, participando en el problema más vasto de reforzamiento de resistencias bacterianas. Y ello supone un desafío importante a la sanidad pública, responsable de setecientos mil muertos al año en el mundo (véase “La otra pesadilla de Darwin”).

Para comprender la naturaleza versátil de la mercancía médica, seguimos la vida de este medicamento ordinario, desde los laboratorios de investigación hasta los visitadores médicos, pasando por la fábrica de producción del principio activo (1). En cada etapa, la mercancía cambia de nombre: los biólogos hablan de la bacteria Pristinae Spiralis, los químicos de la pristinamicina fabricada por la bacteria, los visitadores médicos proclaman los méritos de la “Pio” a los médicos, los empleados la llaman afectuosamente “la Pristina”, incluso “el bicho”. A lo largo de esta cadena, el antagonismo entre las necesidades del enfermo y los beneficios de la industria, entre el valor de uso y el valor de cambio (2), no cesa de progresar.

Multiplica la oposición entre asalariados y dirigentes, particularmente sensible en una empresa en plena reestructuración, donde los asalariados han debido bloquear la supresión de puestos e imponer sus propias concepciones del medicamento.

Un gran edificio de cristal de treinta y siete mil metros cuadrados, que es la sede de Sanofi, evoca la transparencia y el respeto por los pacientes, cuyas siluetas estilizadas rodeadas por un corazón azul se destacan en lo alto del edificio. En el tercer piso de este edificio situado al sur de París, se encuentran los servicios de marketing, donde están en plena actividad los empleados que trabajan desde los años 1990 para introducir la Piostacina en el mercado de las infecciones respiratorias. Con un éxito evidente, puesto que desde el invierno de 2002 hasta el invierno de 2010 las ventas para infecciones broncopulmonares dieron un salto de un 112%, mientras que en el dominio dermatológico el incremento sólo fue de un 32,6%.

Este aumento no corresponde a una explosión del número de enfermos o a una epidemia devastadora, sino a una estrategia comercial: el mercado de las infecciones respiratorias representa un volumen de prescripciones mucho más importante que el de las infecciones dermatológicas. “Con los gérmenes que infectan los bronquios, el pulmón, los senos paranasales, la Piostacina funciona muy bien”, recuerda un médico de la empresa. “Por esta razón, la hemos desarrollado con esta indicación”. De la piel al pulmón, el valor de cambio ha metamorfoseado el valor de uso, cuando debería ser la utilidad del producto la que determinara su precio.

Los artífices de este giro terapéutico son los jefes de producto, a menudo llamados “jefes productos”, empleados especializados en la promoción de un único medicamento o de varios medicamentos con indicaciones parecidas. Aquí, uno es “jefe producto Piostacina ”, “jefe producto Tavanic”, “jefe producto antalgia” y hasta “jefe productos antipsicóticos”. Célia Davos (2), la jefe de producto Piostacina, que se considera “muy orientada al negocio”, describe lo que implica su tarea: “Tu trabajo consiste en seguir el proceso de desarrollo del producto, seguir tu producto, ver a dónde va, según sus competidores, según el mercado, según la patología, y poner todo en práctica para maximizar la cifra de negocios”. Este puesto, situado en el corazón mismo del servicio de marketing, a su vez en el centro de la sede social, funciona como una plataforma giratoria a la que los empleados llegan de los distintos servicios y pueden enseguida ser dirigidos hacia otros horizontes, como directores, responsables del servicio de marketing, de la comunicación, de los asuntos públicos o de las ventas.

El papel del jefe de producto consiste en hacer patente la utilidad de un medicamento preparando el material de los visitadores médicos, estos comerciales que recorren las consultas para convencer a los médicos de prescribir sus productos. Entre el arsenal de la Piostacina, se encuentran el ADV, o Ayuda de Visita, una suerte de guía a partir de la cual el visitador construye su discurso siguiendo los argumentos que el marketing ha elaborado; el ELIM, por Elemento Ligero de Información Médica, que sintetiza los puntos más importantes: el TAP, o Tirada Aparte, número de una revista científica como Infectiologie, patrocinada por la Sociedad de Patología Infecciosa de Lengua Francesa (SPILF), que presenta únicamente los últimos resultados de ensayos clínicos logrados concernientes a la Piostacina. Pero también una multitud de artilugios paramédicos –pequeñas lámparas de plástico que disponen de un bajalenguas para mirar en el fondo de la garganta del paciente, todo pensando en la Piostacina, cajas de pañuelos para decorar la consulta del médico, bolígrafos, llaves USB Piostacina. Esos textos y objetos que se ven en todos los escritorios de la sede, se volverán a encontrar en los maleteros de los coches de los visitadores médicos y más tarde en las consultas de los médicos.

No todos los médicos interesan de la misma manera a los laboratorios. Los que tienen un importante “potencial de prescripción” son objeto de una atención particular. Para identificarlos, los laboratorios utilizan los servicios del Grupo para la Elaboración y la Realización de Estadísticas (GERS), que dispone de cifras de venta a mayoristas y ventas directas en farmacia, o del Centro de Gestión, de Documentación, de Informática y de Marketing (CEGEDIM), que provee los datos obtenidos de los programas de prescripción de los médicos. A estas fuentes oficiales se suman las redes de información informales, como las encuestas de los visitadores médicos a los farmacéuticos o a colegas. Para los servicios de marketing, es valiosa toda información relativa a las prácticas de los médicos, pues permite establecer una “segmentación de clientes” potencial. Así, los “pequeños ATB, pequeños Piostacina ” (los médicos que prescriben pocos antibióticos, prescriben poca Piostacina ) y los “pequeños ATB, grandes Piostacina ”, aquellos que ya prescriben generosamente el producto promovido, son un objeto de interés menor que los “grandes ATB, pequeños Piostacina ”, pues estos últimos pueden convertir una parte importante de sus recetas de antibióticos en recetas de Piostacina.

Evidentemente estas estrategias comerciales no se traducen mecánicamente en ventas. Además es necesario que sean puestas en práctica en el terreno mismo por los visitadores médicos. En Francia, en 2014, había dieciséis mil visitadores médicos, empleados de las empresas farmacéuticas que pasaban su tiempo visitando a los médicos. A razón de doscientos trece días laborables al año y de seis visitas al día, se mantuvieron, por tanto, más de veinte millones de conversaciones con los médicos. Estas entrevistas son minuciosamente preparadas. Para mejorar la eficacia, los comerciales redactan, por ejemplo, folletos que presentan diversos “perfiles tipo” de médicos: la “mujer médica sindicalista”, el “médico ahorrador”, “el “médico de familia”, el “médico suplente”, el “médico amigo”, el “médico científico”, el “médico estresado” ... Estos folletos se utilizan en los seminarios de formación para ayudar a los visitadores médicos a poner en marcha los “recorridos de fidelización” que apunten a conocer mejor a sus destinatarios. En estos “talleres producto” se aprende que el médico de familia –55 años, buena clientela, presidente de un programa de Formación Médica Continuada– es más “sensible al contacto humano del paciente” que el médico científico “instalado en el campo”, de “contacto muy frío”, contrariamente al médico amigo, “jovial pero un poco blando”. Una vez impregnado de este juego de las siete familias, el visitador médico debe salir al ruedo y dedicarse a mejorar la “elasticidad” de los médicos. Cuanto más “elástico” es considerado el médico, más receptivo es al discurso de la industria farmacéutica.

Ahora bien, los médicos se vuelven cada vez más críticos, hasta el punto de cerrar sus puertas a los visitadores médicos, cuyo número ha decaído en los últimos diez años. Esta resistencia creciente lleva a la empresa a encontrar otras formas de lobbying, más científicas y por lo tanto menos detectables, dirigiéndose particularmente a los formadores de opinión –llamados “KOL” por key opinion leaders –escuchados y respetados por miles de médicos. Así, Sanofi busca influenciar a los decanos de las universidades, en ocasiones considerados como los responsables del espíritu crítico de los jóvenes médicos.

Cuando hacíamos prácticas en Sanofi, que organiza desde hace veinte años los exámenes de médicos residentes, tuvimos que construir, por ejemplo, “argumentos para decanos”, con el fin de convencer a los más reticentes de que aceptaran a la empresa en sus anfiteatros. Los malos resultados de algunas facultades eran utilizados para persuadirlos, como fue el caso de París V, que sufrió una caída espectacular en la proporción de estudiantes clasificados en el primer cuarto del concurso nacional. Este resultado se explicaba, según Sanofi, por la personalidad del decano, considerado como uno de los más reacios a la organización de las pruebas de clasificación de Francia (ECN, según las siglas en francés), que no autorizan la circulación libre de folletos, carteles y otros productos publicitarios encubiertos.

Toda esta maquinaria de influencia no funciona sin choques ni oposición. Siempre hay, en todos los niveles, dudas, disonancias, contradicciones. Algunas visitadoras médicas –pues se trata de una profesión mayoritariamente femenina–, especialmente al corriente de los problemas de resistencia bacteriana, por ejemplo, tratan de hablar con los médicos de la totalidad de los antibióticos disponibles y no únicamente de los que reportan más dinero. Se esfuerzan por tejer relaciones no comerciales con los médicos, no vacilan en compartir sus dudas y sus críticas. Pero con frecuencia se encuentran confrontadas a traslados arbitrarios, cambios de zona, llamadas al orden por parte de la dirección.

La fábrica donde se fabrica el principio activo de la Piostacina, a partir de bacterias puestas en fermentación, se encuentra cerca de un recodo del Sena, al sur de Rouen, donde están diseminadas muchas zonas industriales, como Total o ASK Chemicals. En la fábrica Sanofi, afectada por la reducción de personal, algunos locales han sido reemplazados por rectángulos de pasto que alternan con edificios en actividad, unidos entre sí por manojos de tubos que aportan oxígeno, agua purificada, disolventes, ácidos. Cuando uno entra por primera vez, siente un olor que sube a la nariz: el de los desechos agrícolas que las bacterias puestas en fermentación consumen en gran cantidad antes de segregar los principio activos. El perfume mareante de la melaza de remolacha azucarera, que llega al lugar en vagones cisternas, domina la atmósfera.

En el laboratorio de fermentación, el ruido golpea a su vez: como hélices de aviones dando vueltas lentamente, las largas aspas de decenas de fermentadores de doscientos veinte metros giran permanentemente. Aquí nace la molécula pristinamicina, que se envasará en España en millones de frascos, que después serán vendidos en la farmacia bajo el nombre comercial de Piostacina. Según los empleados, el trabajo en sí mismo es bastante interesante y a menudo imprevisible, pues trata con organismos vivos. Sin embargo, las condiciones son particularmente agotadoras. Los obreros de la fábrica trabajan en “5 x 8”, lo que significa que están repartidos en cinco equipos que trabajan dos días desde las cinco de la mañana hasta el mediodía, después dos días desde el mediodía hasta las ocho de la tarde y, finalmente, dos días desde las ocho de la tarde hasta las cinco de la mañana.

Oficialmente, después les corresponden cuatro días de descanso. Pero once veces al año, uno de los cuatro días es suprimido, según el sistema de “recuperación”, sin el cual el tiempo de trabajo sería inferior a 35 horas por semana. Quedan por tanto, con frecuencia, tres días de descanso, además sensiblemente acortados por la noche del último ciclo o la mañana del próximo. El que sigue este ritmo no duerme nunca tres veces seguidas a la misma hora. “El cerebro no llega a retomar los ritmos de vigilia y de sueño”, cuenta Etienne Warheit, que completa su año número treinta y cuatro de 5 x 8. “Hace dos años, perdí el sueño: ya no podía hacer una noche de seis horas. A las diez de la noche estaba cansado, me caía de sueño, pero a medianoche me despertaba y no había forma de volverme a dormir antes de las dos horas. Y después a la inversa... Llegaba al trabajo, estaba cansado, entonces tomaba café. Te encuentras todo el tiempo en un estado de incapacidad para hacer tu trabajo. Lo rehaces tres veces porque tienes miedo de haber olvidado cosas, de haber hecho una tontería, pierdes confianza en ti mismo.

Cuando los empleados encuentran este ritmo demasiado agotador y desean cambiar de puesto, es decir, trabajar de día, con frecuencia la dirección se niega, ya que no tiene otros puestos para proponer. El objetivo es en principio rentabilizar las máquinas, que funcionan permanentemente. Para justificar este ritmo infernal, la dirección se protege tras una forma de determinismo técnico: los ritmos bioquímicos de fermentación y de extracción de bacterias vuelven inevitables los 5x8. “Es evidente que en una fábrica como ésta, a partir del momento en que hay producciones continuadas, que no pueden ser de otra manera que continuadas, no es posible trabajar de otro modo”, explica el médico de la fábrica. Esta explicación científica desalienta cualquier intento de organización colectiva de trabajo. Forma parte de un discurso más general, que se puede llamar “biotecnológico”: la fábrica, volcada hacia los productos futuros, se parecería cada vez más a un laboratorio –incluso, según el director de la producción, a una “PYME que sabe hacer de todo”, donde la protesta obrera no tendría ya razón de ser.

Hay por tanto un abismo entre las prácticas concretas del grupo industrial y su discurso –“Lo esencial es la salud”, proclama su eslogan en una inscripción a la entrada de la fábrica. Pero las protestas, que dan a uno de los responsables de recursos humanos la impresión de estar “sobre un barril de pólvora” y que incluso han hecho temer al director de la fábrica “descender” a los talleres, están integradas en la estrategia industrial de la empresa. Al proponer a algunos obreros ser ascendidos a técnicos, utilizando el discurso de las biotecnologías como medio para ocultar la realidad de la fábrica, la empresa ha logrado transformar la reivindicación colectiva en deseos individuales de promoción profesional. La recuperación descansa, especialmente, sobre el miedo: durante varios años, desde finales de los años 1990 hasta 2005, la dirección del grupo amenazó con la venta de la fábrica. Este panorama, que finalmente nunca tuvo lugar, permitió que se aceptara una reestructuración y la supresión de una quincena de puestos. De estar amenazada, la fábrica pasó al rango de “sitio piloto” del grupo Sanofi.

Esta inversión de la situación –que no cambió las condiciones de trabajo ni los sueldos– refleja la fuerte utilidad industrial de las bacterias. El “boom de las biotecnologías” marca incluso la orientación general del capitalismo industrial de este principio del siglo XXI, que desarrolla biotecnologías llamadas verdes (agricultura), blancas (industria), amarillas (tratamiento de la polución), azules (a partir de organismos marinos) o rojas (medicina). Para todas estas aplicaciones se desarrollan mercados, y con frecuencia las tasas de beneficios son excepcionales, lo que explica por qué, estos últimos años, la industria farmacéutica compra empresas de biotecnología. En abril de 2011, Sanofi pagó 20.000 millones de dólares por la compra de Genzyme, una empresa estadounidense especializada en biomedicamentos para la esclerosis múltiple y enfermedades cardiovasculares. El interés en ella se explica, en particular, por el hecho de que las nuevas moléculas utilizadas en el tratamiento de muchas enfermedades no provienen de la química de síntesis clásica, sino de la utilización de materiales vivos, a menudo genéticamente modificados, que permiten hacer importantes economías de producción.

En las Jornadas Nacionales de Infectología de Francia, en las que en 2011 realizamos inspecciones, se enfrentan dos “espacios”. Por un lado el “espacio de las marcas”, donde los comerciales hablan de la Piostacina: cincuenta y seis stands de laboratorios farmacéuticos, dispuestos en siete filas, según una lógica de bloques separados que imponen un desplazamiento en zigzag a los mil quinientos médicos inscritos. Por el otro, el “espacio de las moléculas”, donde no se habla ya de Piostacina sino de pristinamycin: dos auditorios, bautizados Einstein y Pasteur, donde se desarrollan simposios científicos. Así, paralelamente a una desinversión en investigación privada –Sanofi cerró, en 2004, su centro de investigación antiinfeccioso de Romainville–, los laboratorios ejercen cierto control sobre la investigación pública: financian los congresos médicos e influyen, como contrapartida, sobre su organización científica, material y espacial.

Para acceder al espacio científico de las Jornadas de Infectología, que se encuentra en el lado opuesto de la entrada del Congreso, los médicos deben pasar, como mínimo, por delante de trece stands cuya fisonomía refleja el peso y la influencia del expositor. A los deliciosos pasteles de la multinacional Boehringer-Ingelheim, degustados en sillas de diseño y bajo la luz azul de largas lámparas halógenas verticales, corresponden las dos jarras de zumo de pomelo, apoyadas sobre una larga mesa de formica cubierta de objetos en desorden, que propone StudioSanté, una red francesa de coordinación de cuidados, especializada en la perfusión a domicilio...

A pesar de la aparente separación de los espacios, los lazos entre el universo comercial y el mundo científico son sólidos. Durante los congresos, el principal objetivo de las empresas es mostrar la superioridad científica de sus productos. Los simposios llevan por eso los nombres de sus patrocinadores –“simposio Bayer”, “simposio GSK”, “simposio Sanofi”...– donde se enfrentan los KOL de cada laboratorio. Para asegurarse los servicios de médicos influyentes, los lobistas de los grandes grupos llevan a cabo un prolongado trabajo, concretamente a través de la organización de viajes de intención pseudocientífica. Una “médica producto” de Sanofi cuenta cómo constituyó el grupo de expertos de un medicamento apoyándose en los médicos que tenían influencia sobre sus colegas. “Dije: “Tengo diez plazas, sólo quiero a los que hacen un millón de euros o más [de cifra de negocios]”. El primer año, los llevé a Singapur. El segundo año eran los mismos médicos grosso modo ¿a dónde fuimos? A Durban [Sudáfrica]. El año siguiente a Cancún [México], y el siguiente estábamos en Birmania. Es incómodo decirlo –no lo decimos porque no tenemos el derecho– pero es así como se hacen verdaderos socios”.

Existe, en la organización de los ensayos clínicos, una imbricación similar del valor de cambio y el valor de uso. Uno de los KOL de la Piostacina, el doctor Jean-Jacques Sernine, encargado de algunos ensayos clínicos, es uno de los expertos en enfermedades infecciosas más reconocidos de Francia. Su carrera se ha edificado en torno a dos prácticas profesionales: la coordinación de ensayos clínicos para la industria farmacéutica (en particular sobre la Piostacina en Sanofi) y la evaluación del medicamento en agencias públicas. Aunque no evaluaba los mismos medicamentos en los dos casos –si no hubiera habido un flagrante conflicto personal de intereses–, Sernine formaba parte de un pequeño grupo de expertos que, tomados colectivamente, pasaba de un lado al otro, de la industria a la medicina pública. “El conflicto de intereses es permanente. ¡El principal conflicto de intereses, cuando uno está allí adentro, es interesarse en los antibióticos!”, justifica. “Las cosas no son posibles a menos que haya un intercambio entre los evaluadores que estamos en el nivel administrativo y la industria farmacéutica”. Juez y parte, condenado al conflicto de intereses, el grupo social de los expertos está así preso de su propia competencia.
Tal situación repercute sobre la Agencia Nacional de Seguridad del Medicamento y de los Productos de Salud de Francia (ANSM), cuyo trabajo entero descansa en la evaluación. Situada en el cruce Pleyel con Saint-Denis, en el suburbio norte de París, está instalada en un imponente edificio de cristal que no tiene ni la gracia ni la ligereza de la sede comercial de Sanofi: cuando fuimos, la puerta giratoria de la agencia, temporalmente detenida por las condiciones climáticas, estaba rodeada por una cinta de obra roja y blanca. Por eso, había que pasar por una puerta clásica para llegar a una sala de espera, en la cual, muchas plantas de plástico, con las hojas polvorientas, daban un aspecto de gabinete de taxidermista.

Esta desigualdad estética refleja una profunda disimetría social y económica, que hace difícil creer que la ANSM ejerza un contrapoder eficaz. En efecto, a menudo, no tiene ni el tiempo ni los medios de leer y de analizar todos los informes de solicitud de Autorización de Introducción en el Mercado (AMM) que las empresas le hacen llegar. Sernine ironiza sobre una solicitud de AMM en la que contribuyó: “Eran cincuenta y siete volúmenes de seiscientas o setecientas páginas cada uno, que pesaban ciento diez kilos y alcanzaban dos metros de altura. Y eso sólo era una parte del informe. Cuando se piensa que por aquel entonces las empresas presentaban un informe en cincuenta tomos... Había un vehículo de treinta y cinco toneladas que llevaba a Saint-Denis los informes correspondientes”. Esta situación está lejos de ser novedosa. La crónica jurídica de Bertrand Poirot-Delpech en Le Monde, durante el escándalo sanitario del Stalinon en 1957, ya la mencionaba como un problema fundamental: “Maître Floriot, por ejemplo, se ha permitido un cálculo indiscreto. Sabiendo que se han acordado 2.276 visados en 1953 y que los comisarios han celebrado sesiones ocho veces al año, a razón de algunas horas cada vez, se ha llegado a un tiempo récord de cuarenta segundos por examen de informe” (3).

En la actualidad, los ensayos clínicos sobre los antibióticos se efectúan en condiciones opacas, sobre un fondo de difusión selectiva e incluso de manipulación de los datos. Un ensayo sobre la utilización de la Piostacina en casos de neumonía ilustra el problema: había, según Sernine, siete fracasos del tratamiento en el grupo de pacientes tratados con la Piostacina , y solo cuatro en el del fármaco comparador. Según el experto, que comparte la opinión de la directora médica del laboratorio, habría incluso enfermos en situaciones tan graves que requerirían otro tratamiento que no fuera la Piostacina: “Entonces llegué a la conclusión de que no es un fracaso del antibiótico, sino de la estrategia”. Un argumento sorprendente desde un punto de vista lógico: ¿cómo juzgar la eficacia de un medicamento si los pacientes a los que no cura están descalificados desde el principio, si se parte del principio de que sólo es eficaz cuando es eficaz?

Es difícil, para el ANSM, desentrañar este tipo de razonamiento circular dentro de informes estadísticos complejos, que hoy han reemplazado la argumentación fundada en la mirada médica que recorre los casos clínicos individuales. Con frecuencia, esta manipulación de los números conduce a falsificaciones. En 2007, el caso del Ketek produjo varias muertes de pacientes por trastornos hepáticos y condujo a uno de los responsables de los ensayos clínicos a cumplir una pena de prisión de dos años en Estados Unidos, por haber “inventado” pacientes para inflar artificialmente la eficacia del medicamento. Lejos de ignorar el problema, algunos responsables científicos se acuerdan, varios años después del escándalo, de que por ese medicamento “había cadáveres en el armario”.

Esta expresión, utilizada por una de las directoras médicas del grupo, da prueba de cierto cinismo en el interior de la empresa, cuyos altos cuadros han interiorizado profundamente los códigos. Para ellos, los intereses del grupo están por encima de la salud de los pacientes cuando aparece un conflicto entre estos dos sistemas de valor. De manera general, en las oficinas del servicio médico como en las de marketing, reina una forma de amnesia selectiva del medicamento. La historia de los efectos secundarios imprevistos, de los ensayos clínicos sesgados y de los escándalos sanitarios ya no se recuerda, y el fracaso clínico no tiene el mismo estatus que el éxito.

Tocamos aquí uno de los problemas de fondo de la industria farmacéutica: el hecho de que los ensayos clínicos, es decir, la prueba de la eficacia de los medicamentos, son establecidos por quienes producen esos mismos medicamentos. Algunos han llamado a este fenómeno de dependencia una “captura reglamentaria” del Estado por parte de las empresas. Este mecanismo resurge con cada nuevo escándalo: Stalinon (1957), Talidomida (1962), Dietilestilbestrol (1977), Prozac (1994), Cerivastatina (2001), Vioxx (2004)... Después de cada episodio de lo que los tribunales llaman los “homicidios involuntarios”, sale a la superficie el tema de la independencia de los ensayos clínicos. Pero las reformas subsiguientes nunca cuestionan el régimen de propiedad comercial del medicamento.

El problema está profundamente enraizado en el sistema económico, que no es más moral con el medicamento que con el petróleo o los cosméticos. No solamente porque son los mismos accionistas los que están al frente –L’Oréal sigue siendo el principal accionista de Sanofi, desde la salida reciente de Total–, sino también porque la posibilidad de sacar provecho con los medicamentos agudiza los viejos antagonismos entre el valor de uso y el valor de cambio.

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(1) Llevada a cabo en el marco de un doctorado en Sociología, esta investigación ha durado cuatro años, durante los cuales el autor fue contratado en varios puestos, por ejemplo, como trabajador en prácticas en los servicios comerciales de Sanofi, empleado en las fábricas del grupo, etc.

(2) Los nombres de los asalariados han sido modificados para preservar su anonimato.

(3) Bertrand Poirot-Delpech, Le Monde, 1 de noviembre de 1957.

Quentin Ravelli

Responsable de investigación en el Centro Nacional francés de Investigaciones Científicas (CNRS). Autor de La Stratégie de la bactérie. Une enquête au coeur de l’industrie pharmaceutique, Le Seuil, París, 2015.

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