Entre las curiosidades heredadas de los años ochenta –esa década bisagra de la que provienen directamente muchas de las dificultades que sufrimos hoy en día–, hay una paradoja que ya no sorprende a nadie: la delegación de poder a las ciudades y las regiones y la rehabilitación política y cultural de todo el “interior” de Francia han originado, más que cualquier otra cosa, la competencia feroz y mediática entre los miles de rincones del Hexágono. En este sentido, la descentralización ha dado lugar a una “fractura provincial”. Porque efectivamente es ésa una de las consecuencias, en parte involuntaria, de la serie de medidas que tomó Mitterrand a lo largo de sus dos mandatos (las 26 leyes y los 250 decretos de descentralización aprobados entre 1981 y 1984), en el marco de lo que era, además, su proyecto más sinceramente democrático.
La reforma tenía como objetivo “descolonizar las provincias”, según la audaz (...)