Un grupo de personas se reúne frente a un altar improvisado: una caja de televisor, forrada con papel brillante, una cruz y unos ramos de flores silvestres. Más allá, unas piedras apoyadas directamente en el suelo señalan la dirección de La Meca. En un rincón alejado del campus universitario, en la ciudad fronteriza de Oujda, al nordeste de Marruecos, los emigrantes subsaharianos allí encerrados tienen gran necesidad de rezar, para seguir creyendo en su destino: “Estamos en las manos de Dios”, dicen.
En este campo de detención informal, entre 300 y 400 personas sobreviven gracias a la ayuda de asociaciones locales y de Médicos Sin Fronteras (MSF), a la solidaridad de mujeres del barrio y a los magros ingresos que sacan de la mendicidad, de pequeños trabajos ocasionales y de tráficos diversos. Duermen bajo unos toldos de plástico que cuelgan de los enclenques árboles y de las paredes del campus. Mal (...)