Atrapado entre dos abscesos de miseria, se encuentra el cementerio general de la capital de Guatemala. En medio de un mosaico de lápidas color pastel –azul, amarillo, verde–, imponentes sepulturas protegen los restos de numerosos oligarcas y dictadores. El lugar ofrece también su última morada a un hombre asociado a la esperanza de una ruptura en la historia sangrienta de este pequeño país de América Central: Jacobo Árbenz Guzmán, segundo presidente de una “primavera guatemalteca” que, durante diez años, se esforzó por dar la vuelta a la página de la pobreza y el feudalismo. Un descanso eterno, sin embargo, bien custodiado: a unos veinte metros, una placa conmemorativa saluda al “mártir anticomunista” Carlos Castillo Armas, quien, el 27 de junio de 1954, encabezó el golpe de Estado que derrocó a Árbenz, obligándolo a exiliarse.
Tuvieron que pasar veinticuatro años después de su muerte para que se repatriaran las cenizas del ex (...)