En Palestina, la historia se repite. De forma regular, inexorable e implacable. Y siempre es la misma tragedia; una tragedia que era posible prever, por lo evidentes que resultan los datos sobre el terreno, pero que sigue sorprendiendo a quienes piensan que cuando los medios de comunicación callan, es que las víctimas asienten. En cada ocasión, la crisis ofrece perfiles nuevos y sigue derroteros inéditos, pero se resume en una verdad cristalina: la persistencia desde hace décadas de la ocupación israelí, de la negación de los derechos fundamentales del pueblo palestino y de la voluntad de echarlos de sus tierras.
Hace mucho tiempo, recién terminada la guerra de junio de 1967, el general francés De Gaulle descifró lo que iba a suceder: “Israel organiza, en los territorios de los que se ha adueñado, una ocupación que no puede llevarse a cabo sin opresión, represión y expulsiones, despertando en contra suya una resistencia a la que a su vez califica de terrorismo” (1). Y con motivo del secuestro de un avión israelí en 1969, declaró que no se podía equiparar la acción de un grupo clandestino, el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), calificado por entonces de “terrorista”, con las “represalias” de un Estado como Israel, que en 1968 destruyó la flota aérea libanesa en el aeropuerto de Beirut. Consecuentemente, el entonces presidente francés impuso un embargo total a la venta de armas a Tel Aviv. Otra época, otra visión.
Así pues, el capítulo más reciente de esta catástrofe que no cesa se ha abierto en Jerusalén. Los elementos son de sobra conocidos: la brutal represión contra unos jóvenes palestinos expulsados de los espacios públicos de la Puerta de Damasco y de la Explanada de las Mezquitas, donde celebraban cada tarde la ruptura del ayuno del ramadán, que ocasionó más de trescientos heridos; la invasión de la explanada por la policía israelí, que no tuvo reparos en lanzar gases lacrimógenos sobre los fieles o en disparar balas supuestamente “de goma” (2); la expulsión programada de familias enteras del barrio de Sheij Yarrah; las incursiones, al grito de “Muerte a los árabes”, de los supremacistas judíos envalentonados por su reciente victoria electoral, conseguida esta gracias al apoyo del primer ministro Benjamín Netanyahu. Violar el mes sagrado del ramadán, profanar un santuario islámico, usar la fuerza bruta: tras los sucesos, muchas voces en Israel han denunciado los “errores” cometidos.
¿Errores? Más bien se trata de prepotencia ciega y desprecio por los “colonizados”. Como señalaba un periodista de Cable News Network (CNN), ¿qué podían temer las autoridades, que utilizan “una tecnología que permite seguir los desplazamientos de los teléfonos móviles, drones para vigilar los movimientos tanto en el interior como en los alrededores del casco antiguo de la ciudad, y cientos de cámaras de videovigilancia”? Sobre todo cuando contaban con el apoyo de “miles de policías armados desplegados para sofocar los disturbios, con la ayuda de camiones que escupen lo que los palestinos llaman ‘el agua de las alcantarillas’, un líquido pútrido rociado sobre manifestantes, transeúntes, coches, tiendas y casas” (3).
Pero no se contaba con la determinación de los jóvenes de Jerusalén, quienes, fuera de cualquier organización política, plantaron cara a las fuerzas represoras. Otra “sorpresa” fue que lo hicieron con el apoyo de sus hermanos y hermanas de las ciudades palestinas de Israel, desde Nazaret hasta Umm al-Fahm, echando por tierra el mito de un Israel que tratara a todos sus ciudadanos por igual. Para anticiparse a esos levantamientos, bastaba sin embargo con leer los informes recién publicados por dos importantes organizaciones de defensa de los derechos humanos, la israelí B’Tselem y la estadounidense Human Rights Watch. Estos dejan claro que el sistema de gobierno en todo el territorio de la Palestina mandataria, y no solo en los territorios ocupados, es un sistema de apartheid tal y como lo definen las Naciones Unidas, que puede resumirse en una frase: en un mismo territorio coexisten, a veces a pocos metros de distancia, poblaciones que no gozan de los mismos derechos, no dependen de las mismas jurisdicciones y no reciben el mismo trato (4). Esa disparidad produce los mismos efectos que en Sudáfrica antes de la caída del régimen del apartheid: insubordinación, revuelta, disturbios.
En las ciudades donde son mayoría, los palestinos de Israel sufren la falta de inversiones del Estado, la ausencia de infraestructuras, la negativa por parte de las autoridades a actuar contra la criminalidad; en las ciudades mixtas, viven relegados en barrios sobrepoblados, incitados al exilio por la presión de la colonización judía, conscientes de que el objetivo final del Gobierno israelí es deshacerse de todos esos “no judíos”. Un joven palestino de Israel explica con estas palabras su solidaridad con Sheij Yarrah: “Lo que sucede en Jerusalén corresponde exactamente con lo que sucede en Jaffa y Haifa. La sociedad árabe en Israel sufre una expulsión sistemática. Hemos llegado al punto de ebullición. A nadie le interesa saber si podemos seguir existiendo; al contrario, nos incitan a que nos marchemos” (5).
En Lod, una ciudad de 75.000 habitantes, los choques entre judíos y palestinos –que representan una cuarta parte de la población– han sido especialmente violentos. Para los palestinos sigue viva la pesadilla de la limpieza étnica de 1948, cuando los grupos sionistas armados expulsaron por la fuerza a 70.000 de ellos (6). El propósito no ha cambiado, aunque se manifiesta bajo otras formas: se trata de “terminar el trabajo” empujándolos a que se vayan. Las 8.000 viviendas que se están construyendo están todas reservadas para los judíos y aquí, como en Jerusalén o Cisjordania, es prácticamente imposible que le concedan una licencia de obras a un palestino. El hecho de que tenga un pasaporte israelí no cambia nada.
Una Jerusalén aún más dividida
El primer acto del drama actual terminó el 10 de mayo. Las autoridades israelíes tuvieron que dar marcha atrás, por lo menos en parte. La juventud palestina ha recuperado el control de la calle; la mezquita de Al-Aqsa ha sido evacuada; el Tribunal Supremo, que tenía que ratificar la expulsión de varias familias de Sheij Yarrah –igual que suele aprobar la judaización de Palestina (7)–, ha pospuesto un mes su decisión. Hasta la manifestación prevista para celebrar la “liberación” de la ciudad y de sus lugares sagrados en 1967 resultó un fiasco. Se modificó el recorrido para evitar los barrios palestinos, certificando así la división en dos partes de la “capital unificada y eterna de Israel” y la resiliencia de los palestinos: estos representan el 40% de la población –aunque el Ayuntamiento únicamente les dedica el 10% de su presupuesto (8)–, cuando en 1967 solo eran el 25%.
Ese mismo día, tras lanzar un ultimátum que exigía la retirada de la policía de Jerusalén, Hamás, que gobierna Gaza, disparó una salva de cohetes contra las ciudades israelíes, abriendo un nuevo acto de la revuelta. Inmediatamente, los medios de comunicación al unísono se volcaron contra la “organización terrorista”, títere de Irán, que con el uso de la violencia impediría cualquier solución política. Pero, ¿ha ocurrido alguna vez que los “periodos de calma” (es decir, cuando solo mueren palestinos, sin ser nunca noticia) incitaran al Gobierno de Netanyahu a negociar una paz verdadera? Como bien lo recordaba Nelson Mandela en sus memorias, “siempre es el opresor, y no el oprimido, quien determina la forma de la lucha. Si el opresor utiliza la violencia, el oprimido no tendrá más opción que responder con la violencia” (9).
Dicho sea, ni la naturaleza violenta de Hamás ni su etiqueta de movimiento “terrorista” han sido óbice para que Netanyahu hiciera de él su interlocutor privilegiado en varias ocasiones desde que accedió por primera vez al cargo de primer ministro en 1996, con el fin de debilitar a la Autoridad Palestina. Esperaba fragmentar así la causa palestina entre Gaza y Ramala, lo que le permitía, además, explicar… ¡que era imposible negociar con palestinos divididos! Fue su Gobierno el que permitió que se transfirieran cientos de millones de dólares de Qatar a Gaza para rehabilitar parcialmente el territorio, bajo régimen de embargo desde 2007 y asolado durante la guerra de 2014 (10). No cabe duda de que parte de ese dinero permitió que Hamás, con la ayuda de Irán y del Hezbolá libanés, reconstituyera y desarrollara su arsenal militar y su capacidad de combate.
El Ejército israelí, convencido de que había asestado golpes mortales a Hamás en su ofensiva de 2014, a la vez que había “comprado la paz” por un puñado de dólares, se ha visto sorprendido al verlo participar en la batalla de Jerusalén, prueba suplementaria de su arrogancia y de su incapacidad para entender la “mentalidad de los colonizados”. Todos los palestinos, tanto musulmanes como cristianos, consideran que Jerusalén es el corazón de su identidad. Adornan sus casas con fotografías o cuadros de la ciudad, y a veces incluso con maquetas de la mezquita de Al-Aqsa. La amplitud del movimiento en torno a Sheij Yarrah, que se extendió a los palestinos de Israel, hizo que Hamás se pusiera en orden de batalla, al considerar también que se había cerrado cualquier perspectiva de avances políticos con la decisión del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, de aplazar las elecciones parlamentarias y presidenciales. Este temía ser repudiado en las urnas y también la propia negativa de Israel a permitir que se celebrara la votación en Jerusalén Este.
Al implicarse, Hamás ha contribuido a la reunificación de los palestinos: los de la Palestina mandataria, los de los campos de refugiados, pero también los que viven dispersos por el mundo. Prueba de ello fue la huelga general del 18 de mayo, en la que participaron –por primera vez en más de treinta años– los palestinos de Jerusalén, los de los territorios ocupados y los de Israel. Este éxito se logró pese a las continuas divisiones políticas, tanto entre Hamás y la Autoridad Palestina como dentro de la propia Fatah. Estas divisiones pesarán sobre la forma en que los palestinos puedan consolidar lo conseguido.
En el plano militar, el Ejército israelí hizo lo que sabe hacer: aplicar la doctrina del general Gadi Eizenkot, elaborada tras la guerra contra el Líbano en 2006. Conocida como la “doctrina Dahiya”, por el nombre de un distrito del sur de Beirut donde se encontraban las oficinas de Hezbolá, esta aboga por una respuesta desproporcionada y por “represalias” contra zonas civiles que puedan servir de base al enemigo. No hay ejército en el mundo que se haya atrevido a formular abiertamente una “doctrina terrorista” de este tipo, aunque, por supuesto, muchos de ellos no dudan en aplicarla, ya sean los estadounidenses en Irak o los rusos en Chechenia. El Ejército israelí tiene, además, un pretexto ideal: como Hamás controla Gaza desde 2007, cualquier oficina, sea de impuestos, educación o asistencia social, puede calificarse de objetivo legítimo. El balance es terrible: más de 230 palestinos muertos, entre ellos unos 60 niños; 1.800 heridos; destrucción total de 600 casas y de una docena de torres; impactos en centros médicos, universidades y plantas eléctricas. Estos serán sin duda datos de interés para el Tribunal Penal Internacional, que ha incluido en su orden del día la situación de Palestina.
¿Y todo esto con qué resultado? Es “la operación más fallida e inútil de Israel en Gaza”, denuncia Aluf Benn, director del diario israelí Haaretz. El Ejército no solo no anticipó nada –por más que se jacte en cada nueva ronda de operaciones de haber “erradicado las organizaciones terroristas y sus infraestructuras”– sino que “no tiene la menor idea de cómo paralizar y desestabilizar a Hamás. La destrucción de sus túneles con bombas de gran potencia […] no ha infligido ningún daño de consideración a las capacidades de combate del enemigo” (11). Peor aún: si bien es cierto que la “Cúpula de Hierro”, el dispositivo de interceptación de cohetes, permitió limitar a doce el número de muertos entre los habitantes de las ciudades israelíes, no impidió que su vida cotidiana se viera trastornada, teniendo la población que resguardarse en refugios, incluso en Tel Aviv y en Jerusalén. Los cohetes y misiles cambian la situación: a partir de ahora, ninguna ciudad de Israel está a salvo, como ya se comprobó durante la guerra contra Hezbolá en 2006. Y mañana podemos imaginar una guerra en varios frentes: Gaza y el Líbano, e incluso Yemen, donde los rebeldes hutíes, que disponen de una consistente capacidad de uso de misiles –ya empleados como respuesta a los bombardeos saudíes–, han amenazado con utilizarlos contra Israel.
Ya durante la guerra de 2014, los observadores pudieron constatar las reforzadas capacidades militares de Hamás, que se han incrementado aún más en el aspecto balístico. “El número de altos cargos de Hamás que el Ejército israelí ha matado demuestra que no se trata de una ‘organización efímera’, como afirman muchos analistas –señala Zvi Bar’el en Haaretz–. Algunos de estos hombres ocupaban cargos de gran relevancia: comandante de la brigada de la ciudad de Gaza, jefe de la unidad de cibernética y desarrollo de misiles, jefe del departamento de proyectos y desarrollo, jefe del departamento de ingeniería, comandante del departamento técnico de inteligencia militar y jefe de producción de equipos industriales. Estamos hablando de un ejército con su presupuesto, su jerarquía y su organización, cuyos miembros tienen el grado de formación y los conocimientos necesarios para gestionar infraestructuras, tanto para la supervivencia como para las ofensivas” (12). Asesinar a unos cuantos cuadros de Hamás no cambiará nada: una nueva generación de militantes y cuadros ya está surgiendo de los escombros, motivada por una cólera aún más inextinguible contra el “enemigo israelí”.
Esta cólera no se limita a los palestinos. Desde la segunda intifada (2000-2005), el mundo árabe no se había movilizado por su causa con tanta energía. Cientos de miles de personas se manifestaron en Yemen e Irak –resulta irónico recordar que uno de los objetivos de la guerra estadounidense de 2003 era favorecer el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Bagdad y Tel Aviv–. También hubo manifestaciones en el Líbano, Jordania, Kuwait, Qatar, Sudán, Túnez y Marruecos. La cuestión palestina, lejos de haber quedado marginada por la firma de los Acuerdos de Abraham entre Israel, los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin (13), se mantiene firme en el corazón de la identidad árabe. Un jarro de agua fría ha caído (¿temporalmente?) sobre las esperanzas de “normalización” con Arabia Saudí o Mauritania. Incluso en Egipto se expresó la ira en las redes sociales, pero también en la prensa oficial. Y el tuit a favor de los palestinos de Mohamed Salah, el famoso delantero del Liverpool FC, tuvo amplia difusión.
Relegada a un segundo plano por los diplomáticos occidentales, Palestina ha vuelto al centro del debate. Desde la lucha contra el apartheid en Sudáfrica, ninguna causa ha movido semejante ola de solidaridad en todo el mundo, desde América Latina hasta África.
Los términos “apartheid” y “ocupación” se expanden
En el propio Estados Unidos, muchos políticos demócratas se han posicionado en contra de la incómoda complicidad de Joseph Biden, con palabras hasta ahora inéditas. Varias personalidades de la izquierda estadounidense ya no vacilan en utilizar términos como “ocupación”, “apartheid” o “etnonacionalismo”. Por ejemplo, Alexandria Ocasio-Cortez, miembro de la Cámara de Representantes por Nueva York, declaró en Twitter el 13 de mayo: “Al hablar solo de las acciones de Hamás –que son reprobables– y negarse a reconocer los derechos de los palestinos, Biden está reforzando la idea errónea de que los palestinos son la causa de este ciclo de violencia. Este no es un lenguaje neutral. Se pone del lado de uno de los bandos, el de la ocupación”. El día anterior, figuraba entre los veinticinco representantes demócratas que pidieron al secretario de Estado Antony Blinken que presionara al Gobierno israelí para que detuviera la expulsión de casi 2.000 palestinos de Jerusalén Este. “Debemos defender los derechos humanos en todas partes”, tuiteó una de las firmantes, Marie Newman. En Europa, en cambio, y especialmente en Francia, asistimos –a pesar de las movilizaciones a favor de Palestina– a un alineamiento con Israel y su discurso de “guerra contra el terrorismo” o de “legítima defensa”.
¿Durará el alto el fuego que entró en vigor el 21 de mayo? ¿Qué pasará con las familias amenazadas de expulsión en Sheij Yarrah? ¿Sobrevivirá la Autoridad Palestina a su colapso político? Desde luego, no acabamos de asistir al último acto de la obra. Los palestinos, más allá de su lugar de residencia, han demostrado una vez más que están determinados a no desaparecer del mapa diplomático y geográfico. ¿Tendremos que esperar a la próxima crisis, con su estela de destrucción, muerte y sufrimiento, para darnos cuenta de ello?
En 1973, tras fracasar en sus intentos por recuperar por la vía diplomática los territorios perdidos en 1967, Egipto y Siria lanzaron la Guerra de Octubre contra Israel. Preguntado por esta “agresión”, Michel Jobert, ministro francés de Exteriores, respondió: “¿Intentar volver a casa es un acto de agresión?”. ¿Querer hacer valer los propios derechos es un acto de agresión?