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La semana laboral de veintiocho horas, una respuesta a la emergencia climática

Trabajar menos para contaminar menos

La reducción del tiempo de trabajo, considerada como una cuestión emancipadora y garante de un mejor reparto del empleo y de las riquezas, permitiría también reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero esta audaz visión del futuro aún levanta recelos; prueba de ello es el abandono, por parte de la Convención Ciudadana francesa por el Clima, de su propuesta de una semana laboral de 28 horas.

por Claire Lecœuvre, junio de 2021

“¿Cómo reducir de aquí al año 2030 las emisiones de gases de efecto invernadero en al menos un 40% respecto a 1990, sin menoscabo de la justicia social?”. Para resolver este problema, [en Francia], la Convención Ciudadana por el Clima (CCC) ideó inicialmente reducir a veintiocho horas el tiempo de trabajo semanal. Pero, en junio de 2020, esa idea ya no estaba entre las 149 propuestas presentadas al presidente de la República ­–iniciativas que después fueron considerablemente rebajadas por el Gobierno y el Parlamento–. En el momento de la votación, el 65% de los miembros de la CCC –designados por sorteo– la rechazaron, por miedo a abrir un gran debate social y porque tenían dudas sobre sus efectos directos en las emisiones de gases de efecto invernadero: “Es más una cuestión de bienestar laboral y de cambio social que de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero”, afirma Mélanie Blanchetot, miembro de la CCC.

Con todo, la cuestión merece una reflexión seria, y a ello apuntan varios estudios. Un análisis muy reciente de las investigaciones llevadas a cabo sobre el tema concluye que sí existe una relación estrecha entre nuestro tiempo de trabajo y nuestra huella ecológica; eso sí, los autores consideran que la escasez de datos y los muchos factores que hay que tener en cuenta hacen imposible una cuantificación precisa (1). En 2007, dos economistas estadounidenses ya establecieron que, si en Estados Unidos se optara por el horario de trabajo medio de los primeros quince países de la Unión Europea, se ahorraría el 18% de su consumo de energía. Por el contrario, si la Unión Europea adoptara el ritmo estadounidense, su consumo aumentaría un 25% (2). En 2018, otro estudio mostraba que, en Estados Unidos, aumentar el tiempo de trabajo en 1% suponía un incremento de entre el 0,65 y el 0,67% de las emisiones de gases de efecto invernadero (3). Confirmaba así varios estudios suecos que consideraban que una reducción del 1% del tiempo de trabajo llevaría a una disminución del 0,80% de las emisiones domésticas (4).

Quienes menos trabajan y menos ganan producen una menor huella de carbono. ¿Significa esto que hay que abogar por un empobrecimiento global? “Si la gente goza de más tiempo, menor será la intensidad medioambiental de su consumo. Producir menos a cambio de más tiempo libre permite crear otra forma de bienestar”, resume François-Xavier Devetter, economista de la Universidad de Lille. El tiempo liberado permite otro tipo de enriquecimiento mediante numerosas actividades que uno mismo puede realizar en lugar de comprar un servicio: cocinar, hacer obras en casa, coser, cuidar el jardín, reparar el coche o la bicicleta, etc.

La reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, imprescindible para evitar el caos climático (5), siempre tropieza con la estrecha relación que existe entre dichas emisiones y la producción de bienes y de servicios, y su correspondiente consumo de energía. La sustitución de los combustibles fósiles por otros tipos de energía, así como la mejora de la ­eficiencia energética, no reducirán suficientemente el impacto medioambiental de las economías industriales, y desacoplar el crecimiento económico de las emisiones de gases de efecto invernadero suena aún poco menos que a mito. Ahora bien, sí es posible desvincular el ­aumento del bienestar y el crecimiento de la producción, tal y como se mide hoy.

El trabajo, fuente de toda la riqueza real, es un factor esencial para las transformaciones que están en juego. Refleja la organización de nuestra sociedad y el valor que otorgamos a cuanto producimos –o no producimos– material y socialmente. Muchos economistas, a imagen de ­Jean­ Gadrey, proponen reflexionar sobre una sociedad del postcrecimiento, donde los indicadores ya no irían supeditados al volumen de producción, sino a las necesidades sociales que se han podido satisfacer (6). “Tomar como norma otros indicadores que encajen la producción dentro de unos límites, especialmente medioambientales, permite sustituir la dictadura del crecimiento por la satisfacción de las necesidades sociales, respetando el patrimonio natural y la cohesión social”, escribe también la socióloga Dominique Méda (7). La cuestión que se plantea es qué producciones deben reducirse, y hasta desaparecer, y cuáles deben mantenerse. De ahí la importancia vital de implicar a la ciudadanía en la toma de decisiones.

La reducción del tiempo de trabajo es uno de los mayores logros de la humanidad en la historia contemporánea. La conquista política y social del tiempo libre, emblemática de las luchas obreras, ha resultado viable y realista. En Francia, el número de horas laborales por trabajador se ha reducido casi a la mitad desde el comienzo de la era industrial, pasando de un promedio de 3.041 horas en 1831 a 1.505 de media para el conjunto de las personas con empleo en 2019 (8). Otros países, como Alemania, Países Bajos y Noruega, alcanzan cifras aún menores.

La ley de 1841, primera normativa a nivel nacional en Francia, prohibió el trabajo de los niños menores de 8 años y limitó el de los menores de 13. El trabajo de los niños, cada vez más regulado, fue ilegalizado cuando, en 1959, la escuela pasó a ser obligatoria hasta los 16 años. La jornada laboral era de 12 horas en 1848; posteriormente, se redujo a 11 horas en 1900; y pasó a ser de 8 horas en 1919. En 1900, la semana laboral legal era de setenta horas, y después fue disminuyendo de forma irregular hasta llegar a las cuarenta horas con el Frente Popular, luego a las treinta y nueve horas tras la elección de François Mitterrand en 1981, y finalmente a las treinta y cinco horas en el año 2000. Tras el primer día de descanso conseguido en 1906, se han ido ganando días de vacaciones pagadas, hasta llegar a las cinco semanas a partir de 1982.

Redistribuir correctamente el empleo

Hoy en día, sindicatos progresistas, partidos de izquierdas y ecologistas defienden en sus programas una nueva reducción del tiempo de trabajo. En mayo de 2020, unas veinte organizaciones de trabajadores y asociaciones ecologistas lideradas por la Asociación para la Tasación de las Transac­ciones Financieras y la Acción Ciudadana (Attac), la Confederación General del Trabajo (CGT) y Greenpeace publicaron un “plan para salir de la crisis” que contemplaba “la reducción y el reparto del tiempo de trabajo”, tomando como horario de referencia “treinta y dos horas ­semanales, sin pérdida de salario ni flexibilización”. “El reparto del trabajo y la mejora de la calidad de vida […] generaría cientos de miles de empleos, si no millones”, aseguran estas mismas organizaciones en un detallado informe publicado a principios de mayo de 2021 (9), que concluye: “Resulta injustificable abstenerse de ello cuando tenemos casi siete millones de personas inscritas en el paro”. Se trata de luchar contra el desempleo, pero también contra la precariedad laboral. Porque, de facto y sin decirlo, parte de la patronal también organiza a su manera una reducción del tiempo de trabajo exigiendo siempre mayor flexibilidad, en particular para imponer el trabajo a tiempo parcial o para despedir a las personas de más edad.

La cuestión del reparto del trabajo vuelve con fuerza para superar la recesión generada por la crisis sanitaria y transformar la recaída prevista en los próximos meses en una recuperación de puestos de empleo. El caso es que, aunque el tiempo de trabajo legal es de treinta y cinco horas, una mayoría de franceses sigue echando muchas más horas. En 2018, la población activa a tiempo completo trabajaba un promedio de 40,5 horas semanales. Una duración que pasaba a 39,1 horas considerando solamente el grupo de los asalariados (10). Por no hablar de los ejecutivos: casi la mitad de ellos se rige por el forfait-jour (“forfait diario” o pago fijo) y trabaja un promedio de 46,6 horas semanales (11). Esto no indica un fracaso de las treinta y cinco horas, sino de su incorrecta implementación (véase en nuestra web “Los defectos de las treinta y cinco horas”).

Desde hace décadas, la oposición ideo­lógica al reparto del trabajo viene topándose con una realidad implacable: el número de trabajadores en activo crece más rápido que la cantidad de trabajo disponible. Durante el periodo de 1980-1989, el volumen total de horas trabajadas fue de 38.500 millones al año, con una población activa de 24,7 millones de personas. Entre 2010 y 2019, el número de horas trabajadas alcanzó un promedio de 41.900 millones al año, es decir, un crecimiento del 7,9%, mientras que la población activa ascendía a 29,4 millones, equivalente a un crecimiento del 15,7% (12). Vivimos, pues, en una sociedad en la que el trabajo está muy mal repartido. Un número decreciente de trabajadores acumula muchas horas de trabajo, mientras que otros se encuentran en el paro.

Si la reducción del tiempo de trabajo puede ser parte de la respuesta al cambio climático, no sería a expensas del empleo. ¡Más bien sería lo contrario! Varios estudios acreditan la idea de que la transformación de nuestras sociedades en el proceso de transición energética crearía numerosos puestos de trabajo. El escenario que plantea la asociación négaWatt supondría la creación de 650.000 puestos de trabajo de aquí a 2030, cifra que confirman otros estudios (13). A estos empleos habría que añadir los relacionados con el bienestar de la población, que según ­Gadrey supondrían un millón de puestos de trabajo (14). Pero, sea cual sea el ­escenario, no bastará para remediar la ­actual insuficiencia. Si incluimos las categorías A, B y C (personas desempleadas o con actividad reducida, en búsqueda activa de empleo), hay 5,7 millones de parados en Francia, y estas cifras no toman en cuenta a todos los que están alejados de las oportunidades de empleo y que no están inscritos en el paro. Siempre será necesaria, por tanto, una mejor distribución del trabajo y del valor que crea.

Si se quiere reducir la producción, sobre todo cuando genera muchos gases de efecto invernadero, hay que analizar la productividad horaria de los trabajadores. La reducción del tiempo de trabajo casi siempre conlleva un incremento de la productividad, algo que le resta interés como respuesta al reto climático, por no mencionar la intensificación del ritmo de trabajo que recae sobre muchas personas desde hace años. A la mayor parte de los empresarios que han reducido el tiempo de trabajo o el número de jornadas laborables les salen las cuentas, y lo hacen principalmente por motivos económicos.

Especializada en el reciclaje de materiales para obras públicas, Yprema tomó esta decisión en 1997, cuando la ley Robien sobre la organización del tiempo de trabajo, aprobada el año anterior, proponía concertar acuerdos a cambio de reducir las cotizaciones. “Fue una oportunidad para dar el paso. Así que elegimos la opción de trabajar 35 horas en cuatro días –cuenta Susana Mendes, secretaria general de Yprema–. A cambio, tuvimos que aumentar la plantilla en un 10%. Teníamos 42 empleados y, a lo largo de 1998, pasamos a 50. Para luchar contra la penosidad laboral, quisimos aliviar el can­sancio de los empleados, con tres días librados por cada cuatro trabajados, pero también aumentar el tiempo de actividad de las máquinas. Esto nos permitió estar abiertos más tiempo y hacer que nuestra producción semanal pasara de treinta y nueve a cuarenta y tres horas. Hemos aumentado nuestra productividad global”.

Los experimentos lanzados por Microsoft en Japón o por Perpetual Guardian en Nueva Zelanda arrojan idénticas conclusiones. “Nuestro objetivo es medir el rendimiento en función de la producción, no del tiempo”, dice Nick Bangs, jefe de Unilever en Nueva Zelanda, que inició en diciembre de 2020 el cambio a la semana de cuatro días (15). En Francia, el 25 de enero de 2021, contra todo pronóstico en el contexto de la crisis sanitaria y con varios ministros llamando a trabajar más, los empleados de la empresa LDLC pasaron a las treinta y dos horas en cuatro días, sin pérdida de salario. La iniciativa partió del fundador de este grupo de distribución de equipos informáticos, Laurent de la Clergerie, que explica así su decisión: “Si dejamos a un lado aquellos en los que no se puede aumentar el ritmo, cuando hay que preparar paquetes, por ejemplo, creo que existen muchos puestos de trabajo en los que es posible hacer lo mismo en menos tiempo, sin necesidad de contratar. He hecho mis cálculos; estoy convencido de que me van a salir las cuentas. Contento el asalariado, más contento aún el cliente”. Mathilde Pommier, responsable de compras de LDLC, confirma lo que dicen los estudios sobre el tema: “Cuando la gente está más descansada y más en forma, trabaja más”.

Desde la Revolución Industrial, la productividad horaria de los franceses no ha dejado de aumentar. La evolución más excepcional sigue siendo el periodo de 1949-1973, con un crecimiento anual del 5%. El ritmo se ha ralentizado desde la década de 1990, y ahora raras veces supera el 1,5%. Pero, ¿puede la productividad seguir aumentando indefinidamente? ¿Y no se corre el riesgo de aumentar correlativamente la intensidad del trabajo? Han surgido varias propuestas para abordar ambas cuestiones. “Con empleos mejor repartidos, jornadas laborales más cortas y eventualmente una menor intensidad de trabajo, tendremos un volumen de trabajo a la vez mejor repartido y menos ­perjudicial desde el punto de vista ­medioambiental”, afirma Devetter. El objetivo sería mejorar el bienestar y dejar de tener en cuenta el valor de mercado de la producción. Esta vía permitiría reducir ­realmente la producción material sin mermar el bienestar de la ciudadanía. Esto, sin embargo, es optar por un determinado tipo de sociedad y requiere, por tanto, un debate colectivo.

“Si me dan tiempo, yo me voy de viaje”, objetaba un miembro de la CCC durante el debate sobre la idea de pasar a 28 horas semanales. En efecto, se trata de un hecho que muchos temen: que, con más tiempo y los mismos ingresos, la gente se dedique a consumir más y, por tanto, contamine más. Este plantea un riesgo difícil de medir. Las encuestas sociológicas realizadas para la DARES (Direction de l’Animation de la Recherche, des Études et des Statistiques) tras el cambio a la semana de 35 horas mostraron que el tiempo recuperado se utilizaba sobre todo para atender a los hijos, ayudándoles con los deberes o reuniéndose con los profesores, por ejemplo. Asimismo, los hogares más ricos son los que más contaminan. Según un estudio publicado en 2020, el 10% más rico emite 2,2 veces más gases de efecto ­invernadero que el 10% más pobre (16). Y el caso es que nuestro modelo social convierte en prueba visible del éxito este ­hiperconsumismo, esta compulsión por satisfacer todos los deseos. Por tanto, lo que resultaría necesario es un cambio cultural, para conseguir colectivamente producir menos, como sostiene Devetter: “Por un lado, hay que reducir el tiempo de trabajo para mejorar el reparto del mismo y, por otro, hay que moderar el crecimiento, e incluso anular el aumento de la producción transfiriendo los incrementos de productividad no en forma de ingresos, sino de tiempo ­libre. Y todo esto es aceptable si ponemos el énfasis en lo que ganamos –tiempo– ­frente a lo que perdemos: un consumo que no es realmente sinónimo de placer y felicidad al nivel que nos imaginamos”.

La patronal fomenta los empleos precarios y a tiempo parcial

“La reducción de la jornada laboral tiene dos virtudes –afirma Jean-Marie Harribey, miembro de la asociación Economistes ­Atterrés (“Economistas aterrados”) (17)–. La primera es integrar a un gran número de desempleados sin recurrir a un crecimiento vertiginoso. Y la segunda, potencialmente, es abrir un imaginario diferente del bienestar humano. ¿Debemos trabajar siempre más para consumir más, o más bien trabajar un poco menos para que todos puedan trabajar –todos los que quieran– y para dedicarse a otras cosas?”. La reducción de la jornada laboral es un primer paso para conseguir que la limitación del consumo y de la producción sea aceptable. Podría servir de palanca para un cambio de mentalidad y de sociedad, que acompañe la transición energética y ayude, al mismo tiempo, a repartir el trabajo.

Sin embargo, en Francia, la reducción del tiempo de trabajo sigue siendo objeto de prejuicios y caricaturas. ¿La semana de veintiocho horas propuesta por la CCC? “Era un trampantojo, un suicidio económico y social. Se desestimó”, consideraba en junio de 2020 Patrick Martin, presidente del Movimiento de Empresas de Francia (Medef), la principal patronal francesa. “Para mí, las treinta y cinco horas fueron un error –exclamaba el ministro de Economía Bruno Le Maire en Radio Monte Carlo el 4 de diciembre de 2020– […]. El verdadero problema estratégico francés es nuestro volumen global de trabajo, y por tanto la riqueza que creamos, y por tanto la prosperidad de la que todos disfrutamos. Todo el mundo debe trabajar más […], [hay que] producir más colectivamente”. En un informe del Instituto Montaigne publicado en mayo de 2020, el economista Bertrand Martinot escribía: “El carácter profundo de la crisis […] exige también unas medidas enérgicas de apoyo a la oferta. En otras palabras, invertir, trabajar más y aumentar la productividad global de cada factor deben ser los objetivos centrales de la política económica en los próximos años”. En todas partes vuelve a sonar la cantinela liberal.

“Este es el argumento actual: ‘Hemos perdido un 10% de actividad, no es el momento de reducir la jornada laboral’ –analiza Michel Husson, también miembro de Economistes Atterrés–. Sin embargo, el tiempo medio de trabajo disminuye cada año. La reducción se hace a veces de forma individualizada, y otras veces generalizada”. Buena parte de los empresarios no tratan de reducir el tiempo de trabajo, sino de fragmentarlo. La proporción de trabajo a tiempo parcial prácticamente se ha triplicado desde 1975, hasta el punto de afectar al 18,1% de los asalariados franceses en 2019 (18), mientras que la creación de estatutos precarios, como el de los autoemprendedores, permite externalizar sin responsabilidades. El resultado son desigualdades in crescendo, un caldo de cultivo perfecto para agitar el miedo al desempleo y negociar a la baja todos los derechos de los trabajadores.

Alemania y más aún los Países Bajos suelen echar mano del trabajo a tiempo parcial para reducir la tasa de desempleo, y cuentan, según Eurostat, con un 28,6% y un 51,2%, respectivamente, de empleados que trabajan a tiempo parcial. Como resultado, la tasa de desempleo de los ­Países Bajos es dos veces inferior a la de Francia. Pero estas prácticas tienen a menudo consecuencias perjudiciales para los salarios y aumentan las desigualdades entre mujeres y hombres, como hemos visto en Alemania con la llegada de los “minitrabajos” y el aumento de la pobreza (19).

La reducción del tiempo de trabajo despierta cantidad de fantasmas: aumentaría el coste del trabajo, haría caer la productividad, destruiría el “valor trabajo”... Se produjeron tropiezos y renuncias durante la transición a la semana de treinta y cinco horas, y esto ha dejado huella, abriendo una brecha en la que se han precipitado la derecha política y muchos columnistas próximos a la patronal. “Esta medida fue la que registró más tiempo de debate con 150 personas [es decir, toda la CCC] –recuerda Erwan Dagorne, ‘facilitador’ de la agencia Missions Publiques y mediador en la CCC–. Cada vez que el tema se debatió colectivamente, con 30 o 150 personas durante las votaciones, dio lugar a opiniones muy rotundas. A algunos les producía resquemor el recuerdo de las treinta y cinco horas y de su aplicación. Consideraban que era un tema ‘tramposo’ y de difícil aceptación social. Estratégicamente, no querían generar desconfianza hacia la convención al dar ­relevancia a esta cuestión”. Miembro del grupo Produire et Travailler (“Producir y Trabajar”) e iniciador de la medida, Rémy D. confirma ese tipo de recelos: “Lo primero que asustaba a la gente era el recuerdo de las treinta y cinco horas. El segundo obstáculo fue: ‘¿Cómo va a reaccionar la gente si tiene más tiempo libre? ¿No van a contaminar más?’. Pero para mí, esa era la medida más prometedora de cambio y de justicia social”.

La pandemia de la covid-19 ha mostrado los riesgos que conlleva un déficit de anticipación. Para no sufrir cada vez más los efectos del cambio climático, es hora de optar por soluciones que beneficien al mayor número de personas. El ­hecho de reflexionar desde una perspectiva histórica sobre las veintiocho horas –una propuesta rompedora e impactante– ­permite dar otro enfoque a la organización y al reparto del trabajo, someter a examen nuestra relación con la producción y cuestionar el mito del crecimiento. El imperativo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero vuelve a abrir, y de modo aún más acuciante, un auténtico debate social: ¿estamos dispuestos a trabajar, producir y consumir menos con el fin de vivir juntos de forma más equitativa?

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(2) David Rosnick y Mark Weisbrot, “Are shorter work hours good for the environment? A comparison of US and European energy consumption”, International Journal of Health Services, vol. 37, n.° 3, Newbury Park (California), julio de 2007.

(3) Jared B. Fitzgerald, Juliet B. Schor y Andrew K. Jorgenson, “Working hours and carbon dioxide emissions in the United States, 2007-2013”, Social Forces, vol. 96, n.° 4, Oxford, junio de 2018.

(4) Jonas Nässén y Jörgen Larsson, “Would shorter working time reduce greenhouse gas emissions? An analysis of time use and consumption in Swedish households”, Environment and Planning C: Government and Policy, vol. 33, n.° 4, Thousand Oaks (California), agosto de 2015.

(5) Léase nuestro dossier “¿Cómo evitar el caos climático?”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2015.

(7) Dominique Méda, “L’emploi et le travail dans une ère postcroissance”, en Isabelle Cassiers, Kevin Maréchal y Dominique Méda (bajo la dir. de), Vers une société postcroissance. Intégrer les défis écologiques, économiques et sociaux, L’Aube, La Tour d’Aigues, 2017.

(8) Olivier Marchand y Claude Thélot, Le Travail en France, 1800-2000, Nathan, col. “Essais et recherches”, París, 1997; y base de datos Penn World Table de la Universidad de Groninga.

(10) Encuestas “Emploi en continu” 2003-2019, Instituto francés de Estadística y de Estudios Económicos (Insee), París.

(11) Les salariés au forfait annuel en jours” (PDF), Dares Analyses, n.° 48, París, julio de 2015. El “forfait diario” o pago fijo está basado en un cómputo del tiempo de trabajo por número de días anuales (con un máximo de 218), y no por horas con base semanal. La remuneración no está ligada al número de horas efectivamente trabajadas.

(12) Cálculo basado en “Les comptes de la nation en 2019”, Insee, mayo de 2020.

(13) Philippe Quirion, “L’effet net sur l’emploi de la transition énergétique en France: une analyse input-output du scénario négaWatt” (PDF), documento de trabajo n.° 46-2013, Centro Internacional de Investigaciones sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, París, abril de 2013; “Un million d’emplois pour le climat”, informe de la plataforma Emplois-climat, colectivo de asociaciones (Greenpeace, Attac, Alternatiba, etc.), diciembre de 2016.

(15) Olivier Bénis, “En Nouvelle-Zélande, Unilever va tester la semaine de quatre jours (avec le même salaire)”, France Inter, 2 de diciembre de 2020.

(16) Antonin Pottier et al., “Qui émet du CO2? Panorama critique des inégalités écologiques en France”, Revue de l’OFCE, n.° 169, París, noviembre de 2020.

(17) Véase Jean-Marie Harribey, Le Trou noir du capitalisme, Le Bord de l’eau, Lormont, 2020.

(18) France, portrait social”, edición 2019, ­Insee, París.

(19) Léase Olivier Cyran, “El infierno del milagro alemán”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2017.

Claire Lecœuvre

Periodista.

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