Gunjur es una localidad costera de quince mil habitantes del suroeste de Gambia, el país más pequeño del continente africano. Durante el día, sus playas de arena blanca bullen de actividad. Los pescadores tiran de sus coloridas canoas y entregan sus capturas a las mujeres, que corren a llevarlas a los mercados al aire libre. Los niños juegan al fútbol bajo la atenta mirada de un grupo de turistas que los fotografían con sus teléfonos móviles desde sus tumbonas. Al caer la noche, la actividad se detiene y las hogueras pasan a iluminar la orilla. Es el momento de sentarse y conversar. Hay quienes toman clases de percusión o de kora; otros improvisan un combate de lucha tradicional.
A escasos cinco minutos de caminata tierra adentro nos encontramos con un entorno completamente diferente: la Reserva Natural de Bolong Fenyo, que busca preservar 320 hectáreas de manglares, humedales y sabana, así como una laguna, hábitat de aves migratorias, delfines jorobados y titís. Esta reserva, una maravilla de la biodiversidad, es un elemento clave para la salud ecológica de la región y para su actividad económica, teniendo en cuenta los cientos de ornitólogos y turistas que la visitan cada año. Pero en la mañana del 22 de mayo de 2017, una desagradable sorpresa aguardaba a los lugareños: la laguna de Bolong Fenyo se había convertido en un pantano de aguas rojizas donde flotaban miles de peces muertos. “Ya no hay vida”, escribió un periodista local. La mayoría de las aves que solían anidar cerca de la laguna habían abandonado el lugar.
Los habitantes de la zona tomaron muestras del agua contaminada y se las entregaron a Ahmed Manjang, un investigador de microbiología oriundo de Gunjur. Los resultados fueron alarmantes: el agua de la laguna contenía el doble de la cantidad de arsénico considerada aceptable para la salud humana y cuarenta veces más de la de fosfatos y nitratos. Manjang no alberga dudas respecto al origen de este “desastre absoluto”: los vertidos ilegales de residuos que realiza Golden Lead, una fábrica china de procesamiento de pescado que opera en el límite de la reserva. Las autoridades sancionaron a la factoría con una multa de 25.000 dólares, que el investigador considera “irrisoria y ofensiva”.
Golden Lead es una avanzadilla de las “Nuevas Rutas de la Seda” (Belt and Road Initiative, BRI), un plan faraónico destinado, según Pekín, a ampliar sus relaciones comerciales y brindar oportunidades de desarrollo económicas a los países más pobres del mundo. En el marco de este programa, el Estado chino se ha convertido en el principal inversor en infraestructuras de África, financiando la mayor parte de la construcción de carreteras, oleoductos, centrales eléctricas e instalaciones portuarias en el continente. En 2017, condonó 14 millones de dólares de deuda de Gambia e invirtió 33 millones de dólares en el desarrollo de la agricultura y la pesca locales, a través de Golden Lead y otras dos plantas de procesamiento de pescado instaladas a lo largo de los 80 kilómetros de costa del país. A los residentes de Gunjur se les aseguró que Golden Lead generaría puestos de trabajo, una lonja de pescado y una nueva carretera pavimentada de cinco kilómetros que cruzaría el centro de la ciudad.
Las tres plantas se construyeron en muy poco tiempo con el fin de beneficiarse lo antes posible del crecimiento exponencial del mercado mundial de harinas de pescado. Exportado a Estados Unidos, Europa y Asia, este nuevo oro en polvo se emplea como suplemento proteico en la floreciente industria de la acuicultura. África occidental ha sido el productor que ha experimentado un crecimiento más rápido en este nicho de mercado. A lo largo de las costas de Mauritania, Senegal, Gambia y Guinea-Bisáu operan más de cincuenta plantas de procesamiento de pescado. El volumen de pescado cocido y pulverizado en estas instalaciones es increíble: tan solo en una fábrica de Gambia se consumen siete mil quinientas toneladas al año, principalmente de bonga, una variedad de sábalo muy apreciada en este país.
Para los pescadores de la región, que en su mayoría faenan de manera artesanal echando las redes a mano a bordo de piraguas propulsadas por pequeños motores fueraborda, el auge de la acuicultura lo ha trastocado todo. Cientos de barcos, tanto legales como ilegales, entre ellos arrastreros industriales frigoríficos y cerqueros oceánicos, surcan las aguas de la costa gambiana diezmando las poblaciones de peces y arruinando la economía local (1).
En un puesto del mercado de Tanji, al norte de Gunjur, en el verano de 2019, Abdul Sisai expone para su venta cuatro bagres de aspecto poco apetecible. Enjambres de moscas revolotean alrededor de la mercancía en una atmósfera enturbiada por el humo de un taller de salazones mientras amenazantes gaviotas compiten por las sobras precipitándose desde el cielo como bombas arrojadas desde un avión. Hace veinte años, nos cuenta Sisai, la bonga era tan abundante que en algunos mercados incluso se regalaba. Actualmente, su precio es tan elevado que su consumo está fuera del alcance de la mayoría de la población. Para complementar sus magros ingresos, este comerciante tiene que vender por las noches baratijas a los turistas que se alojan en los hoteles de la zona. “Sibijan deben”, dice Sisai en mandinka, una variante gambiana de la lengua mandinga, la más hablada en la región. Esta expresión hace referencia a la sombra que proyectan las altas palmeras y sirve como metáfora de una de las consecuencias de las industrias extractivas de exportación: los beneficios los disfrutan personas que están muy alejadas de su fuente, o de su tronco. En el transcurso de los últimos años, el precio de la bonga no ha hecho más que aumentar exponencialmente. Para la población de Gambia, la mitad de la cual vive por debajo del umbral internacional de pobreza, el pescado –es decir, mayoritariamente la bonga– representa aproximadamente la mitad de sus necesidades de proteínas de origen animal.
Desde que, en 2019, Golden Lead fuese sancionada, la planta se ha abstenido de verter sus efluentes tóxicos en la laguna: ahora los arroja directamente en el océano, a través de una tubería enterrada bajo una playa de titularidad pública. Los bañistas se quejan de que sufren erupciones cutáneas, el mar se ha cubierto de espuma y hasta la orilla han llegado miles de peces muertos. Anguilas, rayas, tortugas, delfines y hasta ballenas: la contaminación no discrimina sus víctimas. Para combatir el hedor que emana permanentemente de la fábrica, los habitantes de la zona queman incienso y los turistas llevan mascarilla. El olor a pescado podrido se impregna en la ropa y permanece en ella incluso después de varios lavados.
Sin embargo, la directora de Golden Lead, Jojo Huang, no se muestra preocupada: según ella, la fábrica cumple la normativa, “no vierte sustancias químicas” al mar y aporta ilusión y prosperidad al pueblo. En marzo de 2018, unos ciento cincuenta pescadores y comerciantes se congregaron en la playa con picos y palas para desenterrar la tubería y destruirla. Dos meses más tarde, con la aprobación del Gobierno, los empleados de Golden Lead instalaron una nueva tubería, junto a la cual enarbolaron una bandera china, como para señalar el terreno conquistado.
Manjang estaba indignado. “¡Esto no tiene ningún sentido! –exclamaba mientras nos mostraba su casa en Gunjur, construida en un terreno donde hay un sembrado de yuca, naranjos y aguacates–. Los chinos exportan nuestras bongas para alimentar a sus tilapias, que más tarde reimportan a Gambia en barco para vendérnoslas a un precio más alto, ¡después de haberlas atiborrado de hormonas y antibióticos!”. Además, señalaba otro hecho absurdo: la tilapia es un pez herbívoro que se alimenta generalmente de algas y, por tanto, ha tenido que ser “entrenado” para absorber las proteínas animales.
A pesar de la advertencia del ministro de Comercio de Gambia, que le instó a dejar de poner en peligro la inversión extranjera, Manjang se puso en contacto con ecologistas, periodistas y abogados. Bamba Banja, un alto funcionario del Ministerio de Pesca y Recursos Hídricos, desdeñó sus desvelos y declaró a un periodista local que aquel hedor infernal no era más que “el olor del dinero”.
Desde la década de 1960, la demanda mundial de productos del mar se ha duplicado. Nuestro apetito por el pescado se ha vuelto tan tiránico que está destruyendo la vida marina. Más del 80% de las poblaciones de peces del mundo han sido diezmadas hasta tal punto que no pueden ser explotadas. Afortunadamente, la industria ha encontrado una alternativa virtuosa: la acuicultura, una solución milagrosa para satisfacer nuestra voracidad al tiempo que se preservan recursos naturales.
Con un volumen de negocios de 160.000 millones de dólares al año, la acuicultura se ha convertido en el sector de mayor crecimiento de la industria agroalimentaria y proporciona aproximadamente la mitad del pescado que se consume en el mundo. Aunque las ventas han caído en picado en restaurantes y hoteles a causa de la pandemia de la covid-19, el aumento del consumo en los hogares ha compensado parte de la pérdida de ingresos. Estados Unidos importa el 80% del pescado que consume, sobre todo de China, que se ha convertido en el mayor productor mundial de pescado de piscifactoría, gracias a enormes piscinas y corrales en el mar que abarcan varios kilómetros cuadrados.
No cabe duda de que la acuicultura presenta numerosas ventajas frente a la captura de peces salvajes. Resuelve el problema de las llamadas “capturas accidentales”, las miles de toneladas de peces, tortugas y cetáceos no deseados que quedan atrapados en las redes abiertas de los barcos pesqueros industriales y son devueltas sin vida al mar. Además, el cultivo de moluscos bivalvos –ostras, mejillones, almejas– promete una fuente de proteínas mucho más barata y menos perjudicial que la captura de especies silvestres. En la India y otros países asiáticos, las explotaciones acuícolas proporcionan numerosos puestos de trabajo, especialmente para las mujeres. Y los beneficios medioambientales no son desdeñables: con los protocolos adecuados, la acuicultura emplea menos agua dulce y tierras de cultivo que la mayoría de la ganadería. En proporción, el pescado de piscifactoría genera cuatro veces menos emisiones de carbono que la carne de vacuno y un tercio menos que la de cerdo.
Pero también se producen daños colaterales. Millones de peces hacinados en un mismo espacio generan cantidades astronómicas de desechos. Si están encerrados en piscinas costeras poco profundas, sus excrementos sólidos se acumulan hasta convertirse en una pasta viscosa que termina depositándose en el fondo marino hasta sofocar toda la vida animal y vegetal. Los niveles de nitrógeno y fósforo pasan a aumentar en las aguas circundantes, lo que provoca la proliferación de algas invasoras y la desaparición de especies salvajes (y aleja a los turistas, cuando los hay). Alimentados para crecer más y más en un tiempo récord, algunos de estos peces logran escaparse de sus recintos y ponen en riesgo la supervivencia de las especies autóctonas.
Para el consumidor, no importa: si queremos alimentar a la creciente población humana con proteínas de origen animal, no tenemos más remedio que recurrir a la cría. Los principales grupos ecologistas han abrazado esta idea. En un informe de 2019, la organización no gubernamental estadounidense Nature Conservancy reclamó que aumentaran las inversiones en acuicultura para que en 2050 se haya convertido en nuestra principal fuente de alimentos marinos. Muchos conservacionistas afirman que la piscicultura podría ser aún más sostenible mediante una supervisión más estricta, métodos mejorados para el compostaje de residuos y nuevas tecnologías para recircular el agua en piscinas terrestres. Algunos han presionado para que las granjas de acuicultura se ubiquen más lejos de la costa, en aguas más profundas y con corrientes rápidas que contribuyan a diluir los efluentes.
Sin embargo, la industria presenta un gran inconveniente que sus defensores a veces pasan por alto: la alimentación de los peces de piscifactoría, que supone alrededor del 70% de los gastos generales de una explotación. Así pues, y por disparatado que parezca, el único pienso que ahora mismo la industria considera comercialmente viable es la harina de pescado. Esto origina un resultado perverso: la acuicultura consume más pescado para molerlo en polvo del que distribuye en los comercios y restaurantes, y cada “virtuoso” filete de lubina o salmón que se cuela en nuestros platos se ha cobrado la extracción de varios peces salvajes en los océanos. Antes de terminar hecho rodajas en la pescadería, un atún “criado en granja” puede haber ingerido más de quince veces su peso en harina de pescado silvestre. Aproximadamente una cuarta parte de todo el pescado capturado en el mar en todo el mundo termina convertido en harina de pescado producida por fábricas similares a la que amenaza la existencia de Manjang y los pescadores de Gunjur.
Los investigadores han identificado otras alternativas potenciales como los residuos humanos, las algas marinas, los restos de yuca, las larvas de mosca soldado o las proteínas producidas por virus y bacterias. Pero ninguno de estos recursos ha sido considerado digno de ser explotado industrialmente, por lo que la harina de pescado sigue siendo, con mucho, la más competitiva.
El resultado es una paradoja preocupante: la industria de la acuicultura, que dice proteger los océanos de los estragos de la sobrepesca, en realidad está agravando el saqueo al destruir alegremente las poblaciones de especies salvajes. Estas especies, aunque no sean del agrado de los consumidores de Pittsburgh, Shanghái o París, son sin embargo esenciales para la vida de otras comunidades. En consecuencia, el pescado del que depende el sustento de muchos gambianos está desapareciendo rápidamente.
En septiembre de 2019, el ministro de Pesca y Recursos Hídricos de Gambia, James Gómez, aseguró a los parlamentarios de su país que el sector de la pesca nacional estaba viviendo un periodo de “prosperidad”. Su vertiente industrial y sus plantas de procesamiento han convertido el sector en el mayor empleador del país entre estibadores, operarios, transportistas y empleados en labores administrativas. “Los barcos tan solo pescan un volumen de capturas sostenible”, afirmó Gómez, y añadió que las aguas de Gambia son tan ricas en peces que podrían soportar otras dos plantas de procesamiento más.
En las mejores circunstancias, estimar la salud de la población de peces de una nación es una ciencia confusa. A los investigadores marinos les gusta decir que contar peces es como contar árboles, solo que son en su mayoría invisibles, habitan debajo de la superficie, y se mueven constantemente. Ad Corten, un biólogo pesquero holandés, me explicaba que la tarea se hace aún más complicada en un lugar como África occidental, donde los países carecen de fondos para analizar adecuadamente sus poblaciones. Las únicas evaluaciones fiables sobre las poblaciones de peces en el área se han realizado en Mauritania, afirma Corten, y muestran una fuerte disminución que coincide con el crecimiento de la industria de la harina de pescado. “Gambia es el peor de todos”, señala el biólogo, y afirma que el Ministerio de Pesca gambiano apenas rastrea cuántos peces capturan los barcos con licencia, y mucho menos aquellos que carecen de ella. Ante la disminución de los recursos pesqueros, algunos países de la región han intentado recuperar parte de su enorme retraso en materia de vigilancia marítima intensificando las inspecciones portuarias, perdiendo el miedo a imponer fuertes multas por infracciones y sirviéndose de imágenes por satélite para detectar actividades ilícitas en el mar. También han requerido que los barcos industriales lleven observadores a bordo e instalen dispositivos de monitoreo. Pero Gambia, como muchos otros países, carece de la voluntad política, la capacidad técnica y los medios financieros necesarios para ejercer cualquier tipo de autoridad en sus aguas.
Sin embargo, aunque no dispone de ninguna patrullera de guardacostas, Gambia no se ha quedado de brazos cruzados. En agosto de 2019, pudimos unirnos a una patrulla secreta creada por su Agencia de la Pesca con el apoyo de Sea Shepherd, una organización internacional de conservación de la biodiversidad marina que, con la mayor discreción posible, había traído a la zona uno de los buques insignia de su flota, un barco de 56 metros de eslora equipado para esta aventura, el Sam Simon.
En Gambia, las autoridades han reservado para los pescadores locales una franja que comprende las nueve millas náuticas (16,6 kilómetros) de océano más cercanas a la costa. Sin embargo, no hay día en que no se aviste desde la playa a decenas de arrastreros extranjeros faenando furtivamente. La misión de Sea Shepherd consistía en identificar y abordar a las embarcaciones furtivas, así como a aquellas involucradas en actividades prohibidas como el finning (capturar tiburones para cercenarles las aletas) o la pesca con redes de juveniles de pescado, entre otras fechorías. En los últimos años, esta organización ha trabajado con gobiernos africanos en Gabón, Liberia, Tanzania, Benín y Namibia para realizar patrullas similares. Aunque algunos expertos en pesca han criticado estas colaboraciones, acusándolas de ser meros trucos publicitarios y campañas de comunicación, lo cierto es que han llevado al arresto de más de cincuenta barcos pesqueros ilegales.
Apenas un puñado de altos funcionarios de Gambia habían sido informados de la misión. Una decena de oficiales de pesca y de la Armada del país, fuertemente armados, se unieron discretamente a nosotros a bordo del Sam Simon. También contábamos con el apoyo de dos mercenarios de aspecto hosco que trabajaban para una empresa de seguridad privada israelí, quienes se encargaban de formar a los militares locales en técnicas de abordaje de embarcaciones. En la cubierta, a la luz de la luna, uno de los soldados se acercó y me mostró en su teléfono móvil un vídeo del rapero gambiano ST Brikama Boyo titulado Fuwareyaa (“pobreza”). Tuvo la gentileza de traducirme la letra de la canción: “La gente como nosotros no tiene carne para comer, y desde que los chinos nos han arrebatado el mar, en Gunjur tampoco tenemos pescado”.
Tres horas después de que nos embarcáramos, los navíos extranjeros prácticamente ya habían desaparecido, en lo que parecía ser una huida coordinada fuera de las aguas territoriales. Evidentemente, se había corrido la voz sobre el operativo. Así pues, el capitán del Sam Simon decidió cambiar de planes. En lugar de centrarse en los barcos sin licencia más pequeños cercanos a tierra que eran en su mayoría de países africanos vecinos, realizaría inspecciones sorpresa en el mar a los 55 barcos arrastreros que tenían licencia para estar en aguas de Gambia. Fue un movimiento audaz: los oficiales de la Armada abordarían barcos más grandes y bien financiados, muchos de ellos con conexiones políticas en China y Gambia.
El primer barco que abordamos fue el Lu Lao Yuan Yu 010, un arrastrero de 40 metros de eslora operado por la Qingdao Tangfeng Ocean Fishery, una empresa china que abastece a las tres plantas de harina de pescado de Gambia. Un equipo de ocho oficiales gambianos subió a bordo del pesquero con sus subfusiles AK-47 al hombro. A bordo del Lu Lao Yuan Yu 010 iban siete oficiales chinos y una tripulación compuesta por cuatro gambianos y treinta y cinco senegaleses. Los oficiales de la Armada de Gambia comenzaron por interrogar al capitán del barco, Shenzhong Qui, que vestía una camiseta manchada con vísceras de pescado. Debajo de la cubierta, diez miembros africanos de la tripulación con guantes amarillos y batas manchadas estaban hombro con hombro a cada lado de una cinta transportadora clasificando bonga, caballa y pescado blanco. Cerca de allí, las filas de congeladores llegaban desde el suelo hasta el techo y estaban apenas frías. Las cucarachas subían por las paredes y cruzaban el suelo, manchado con restos de pescado aplastado bajo las botas de los marineros.
Uno de los trabajadores accedió a hablar conmigo. Me dijo que se llamaba Lamin Jarju. Aunque nadie podía oírnos por encima del ensordecedor ruido que emitía la cinta transportadora, prefirió bajar la voz al explicar que su barco había estado faenando dentro de la franja de las nueve millas cuando el capitán recibió un mensaje de radio alertando de que había una operación policial en marcha. Cuando le pregunté por qué estaba dispuesto a “delatar” a su empleador, me hizo un gesto para que le siguiera. Me llevó dos niveles arriba, hasta el techo de la sala de máquinas, donde trabajaba el capitán. Me mostró un gran nido de periódicos arrugados, ropa y mantas, donde, dijo, algunos tripulantes habían estado durmiendo durante las últimas semanas, desde que el capitán decidiera contratar más mano de obra de la que el barco podía acomodar. “Nos tratan como a perros”, me confesó Jarju.
De vuelta a la cubierta, nos encontramos con una discusión que se acaloraba por momentos. El teniente de la Armada gambiana Modou Jallow había descubierto que el cuaderno de bitácora estaba en blanco. Es obligación del capitán mantener al día los libros de registro y diarios detallados que reflejen los movimientos del barco, las horas trabajadas de la tripulación, el equipo que emplean, el volumen de capturas, las especies pescadas, etc. El teniente le gritó en chino al capitán Qui que estaba detenido, a lo que este respondió rojo de rabia: “¡Pero eso no lo hace nadie!”.
No estaba equivocado. Las violaciones de las normas relativas al papeleo son corrientes, especialmente en los barcos que faenan a lo largo de la costa de África occidental, donde encuentran una cómoda justificación en la dificultad de algunos Estados para establecer y transmitir normas claras. Los capitanes de los barcos pesqueros tienden a considerar los cuadernos de bitácora como herramientas de burócratas ávidos de sobornos o como trampas estadísticas ideadas por conservacionistas empeñados en cerrar zonas de pesca.
A causa de esta negligencia se hace prácticamente imposible determinar el ritmo al que se están agotando las aguas de Gambia. Para evaluar las poblaciones de peces, los investigadores se basan en estudios biológicos y en la elaboración de modelos científicos, pero partiendo de los datos que proporcionan los propios armadores. Recurren a los libros de registro para determinar los lugares de pesca, las profundidades, las fechas, las descripciones de las artes y el “esfuerzo de pesca”: sin unos registros correctamente cumplimentados resulta imposible determinar el tonelaje de las capturas y su impacto en las poblaciones.
El teniente Jallow ordenó al capitán del pesquero que llevara su barco de regreso al puerto de Banjul, la capital de Gambia, lo que hizo que la discusión subiera de tono. El capitán Qui se excusaba alegando que necesitaba unas horas para arreglar una tubería. Sin embargo, la tripulación del Sam Simon sospechaba que pretendía emplear ese tiempo para alertar a sus jefes en China y que estos realizaran las gestiones necesarias en su favor ante altos funcionarios del Gobierno de Gambia para zafarse del arresto. Fuera de sí, convencido de que era una maniobra para tratar de ganar tiempo, el teniente abofeteó al capitán: “¡Lo arreglarás en una hora! –le espetó mientras lo agarraba por el cuello–. Y te estaré vigilando mientras lo haces”. Veinte minutos después, el Lu Lao Yuan Yu 010 se dirigía al puerto de Banjul.
En las semanas siguientes, el Sam Simon inspeccionó catorce navíos de pesca industrial, la mayoría de ellos con bandera china y con autorización para pescar en aguas de Gambia. Trece de estos fueron apresados por las autoridades. Retenidos en puerto durante varias semanas, se les impusieron multas que iban de 5.000 a 50.000 dólares. A todas las embarcaciones menos a una se las acusó de no llevar los cuadernos de bitácora al día. En algunos casos, también fueron sancionadas por condiciones de trabajo inadecuadas o por infringir la legislación de Gambia, que estipula que la tripulación de los barcos industriales extranjeros que faenan en aguas del país debe estar formada por, al menos, un 20% de marineros locales. En uno de estos barcos, de pabellón chino, no disponían de calzado adecuado para toda la tripulación, y un marinero senegalés que llevaba chanclas se lesionó al pisar las púas de un bagre. Su pie hinchado, que supuraba por la herida abierta, parecía una berenjena podrida. En otro, ocho trabajadores tuvieron que compartir un minúsculo camarote destinado, en principio, para dos, un compartimento con paredes de acero de un metro de alto situado directamente encima de la sala de máquinas, donde la temperatura era tan alta que resultaba peligroso pernoctar. Cada vez que las olas altas rompían contra el barco, el agua inundaba este refugio improvisado, donde, según relataron los marineros, una regleta eléctrica amenazó en dos ocasiones con electrocutar a sus ocupantes.
De vuelta en Banjul, nos encontramos con el periodista local Mustapha Manneh. Defensor del medio ambiente, Manneh había regresado recientemente a su país tras pasar un año en Chipre, donde se refugió después de que su padre y su hermano fuesen arrestados por motivos políticos por el régimen de Yahya Jammeh, un autócrata brutal derrocado en 2017 por un levantamiento popular. Se ofreció a llevarnos a la fábrica de Golden Lead. A la mañana siguiente, Manneh se presentó en nuestro hotel conduciendo un utilitario, un Toyota Corolla que había alquilado para el difícil viaje. La mayor parte del camino desde Banjul hasta Golden Lead discurría a través de una pista de tierra que las recientes lluvias habían convertido en un traicionero lodazal repleto de socavones profundos y prácticamente intransitable. Tardamos casi dos horas en recorrer los 50 kilómetros de trayecto. Sobre el estruendo de un coche sin silenciador de escape, Manneh nos preparó para la visita. “Nada de cámaras –nos advirtió–. ¡Y nada de criticar la harina de pescado!”. Al parecer, una semana antes, algunos de los pescadores que participaron en el sabotaje a la tubería de desagüe de la planta habían cambiado aparentemente de bando, y recibieron a pedradas y arrojándoles pescado podrido a un grupo de investigadores europeos que habían acudido a fotografiar la instalación. Algunas de estas personas, aunque se mostraron en su momento hartas del saqueo y la contaminación, desconfían ahora de la posible injerencia de los medios de comunicación extranjeros en los problemas de Gambia.
Finalmente llegamos a la entrada de la planta, a 500 metros de la playa, donde un hedor acre, como a carne podrida y piel de naranja quemada, nos golpea en cuanto bajamos del coche. Entre la fábrica y la playa había un terreno fangoso, salpicado de palmeras y sembrado de basura, donde los pescadores reparaban sus botes en cabañas con techo de paja. La captura del día estaba a la vista en mesas plegables y las mujeres limpiaban, fumaban y secaban la pesca para venderla. Una de ellas llevaba un hiyab empapado por las olas. Cuando le pregunté sobre la captura, me lanzó una mirada severa e inclinó su canasta hacia mí. Apenas estaba medio llena. “No podemos competir”, dijo. Señalando la fábrica, añadió: “Todo va allí”.
Golden Lead consta de varias naves de hormigón del tamaño de un campo de fútbol y dieciséis silos donde se almacenan las harinas de pescado secas y los productos químicos. El proceso de fabricación de la harina de pescado está tan mecanizado que una factoría del tamaño de Golden Lead rara vez requiere más de una docena de operarios para su funcionamiento. Un vídeo grabado clandestinamente por un empleado en el interior de la factoría revela unas instalaciones oscuras, polvorientas y sofocantes. Hombres sudorosos introducen montones de bongas en un gran embudo de acero. Una cinta transportadora lleva el pescado a una tolva, donde un tornillo batidor gigante lo tritura antes de aterrizar convertido en pasta viscosa en un horno cilíndrico que extrae la grasa. La sustancia resultante se tritura hasta convertirla en un polvo fino y se vierte en el suelo, en el centro de la nave, donde se forma una montaña de unos tres metros de altura. Una vez que el polvo se ha enfriado, los trabajadores lo introducen con palas en sacos de plástico de 50 kilogramos de capacidad. En un contenedor de mercancías pueden caber hasta cuatrocientos de estos sacos. Los trabajadores de esta factoría llenan de veinte a treinta contenedores al día.
Cerca de la entrada, una docena de porteadores se apresuran a entregar sus cestas repletas de bongas antes de regresar a la playa a por más mercancía. A unos cientos de metros de allí, el propietario del Treehouse Lodge, un hotel-restaurante en desuso situado en primera línea de playa, contempla las olas que barren la orilla. “Durante dos años me fue bien –suspira Dawda Jack Jabang–. Pero un día, de la noche a la mañana, Golden Lead destruyó mi vida”. Las reservas cayeron en picado. Hay días en que el pestilente olor es tan intenso que los pocos clientes que aún se atreven a acudir al establecimiento terminan levantándose de la mesa antes de terminar la comida. Jabang considera que el impacto de la planta en la economía local ha sido más perjudicial que positivo. Correr de la playa a la fábrica con una cesta de pescado en la cabeza, opina, “no es el tipo de empleo que queremos. Nos toman por mulas de carga”.
La pandemia de la covid-19 ha exacerbado aún más la precariedad del mercado laboral, así como los casos de corrupción. En mayo de 2020, muchos gambianos enrolados en buques pesqueros regresaban a sus casas para celebrar el Eid –la festividad del final del Ramadán– justo cuando se cerraban las fronteras. Ante las dificultades de los trabajadores para desplazarse y las medidas de confinamiento impuestas por el Gobierno, Golden Lead y otras fábricas se vieron obligadas a hacer paros técnicos y suspender temporalmente sus actividades. Oficialmente, al menos. Sin embargo, unas imágenes confidenciales a las que tuvo acceso Mustapha Manneh muestran a Bamba Banja, del Ministerio de Pesca –el funcionario que había percibido el olor a dinero entre la peste a pescado podrido–, hablando de sobornos a cambio de una autorización para que las factorías pudiesen seguir operando durante el confinamiento. El pasado octubre, Banja abandonó sus funciones después de que una investigación policial descubriera que, entre 2018 y 2020, había recibido miles de dólares de industriales pesqueros chinos, entre ellos Golden Lead.
En la accidentada carretera que conduce hasta el aeropuerto, con el equipaje aligerado tras habernos despedido de parte de nuestra ropa, impregnada de un hedor a podrido por la visita a la fábrica, el taxista expresó su frustración en medio de la pista de baches que estábamos atravesando: “Esta –nos dice–, es la carretera que la fábrica de harina de pescado había prometido asfaltar”. Antes de subir al avión, realicé una última llamada telefónica a Manneh. Estaba en la puerta de su casa, mirando hacia una carretera llena de basura que conecta la fábrica JXYG, otra factoría china de harina de pescado, con el mayor puerto del país, en Banjul. En los pocos minutos que duró la conversación, me dijo haber visto pasar, en medio de espesas nubes de polvo, diez enormes camiones semirremolques, cada uno con un contenedor de doce metros de largo lleno de harina de pescado. Desde el puerto de Banjul, esos contenedores se enviarán a Asia, Europa y Estados Unidos. “Y así todos los días –se lamentó el periodista–. Y cada vez va a más”.