Cuando una guerra se estanca, aquellos que quieren prolongarla actúan de diversas formas. Declaran que se trata de “la última batalla”, que ceder ante el enemigo equivaldría a “apuñalar por la espalda” a soldados que se han sacrificado durante años. También predicen que la retirada en cualquier frente precipitará una desbandada general, un “efecto dominó”. Traición de los civiles al Ejército, ceguera frente al apocalipsis, inteligencia con el enemigo: la Primera Guerra Mundial, la de Argelia, o las de Indochina han reproducido hasta el infinito esta retórica intransigente. Pero, desde hace unos años, otro método se está imponiendo en Estados Unidos: fake news fabricadas conjuntamente por los servicios de seguridad y la prensa liberal, en las que se asegura que Estados Unidos, blanca paloma democrática con alas de ángel, es objeto de un complot urdido por los rusos en el exterior y por los “extremistas” en el interior. ¡Hay que ganarles la partida!
Los halcones de Washington han jugado su “carta Putin” a propósito de Afganistán. Poco después de que el presidente Donald Trump anunciara la retirada de todos sus soldados todavía presentes en ese país que ocupan desde hace veinte años, el sitio web de The New York Times titulaba: “Rusia ha ofrecido en secreto recompensas a los militantes afganos para que maten a soldados estadounidenses, según afirman los servicios de inteligencia” (26 de junio de 2020). Frente a esa “enorme escalada de la guerra híbrida de Rusia contra Estados Unidos”, la Casa Blanca ha permanecido pasiva, declaraban indignados los autores de la exclusiva (que suman cuatro premios Pulitzer entre los tres), en conformidad con la tesis defendida desde hace años por el diario: “Trump ha adoptado una postura complaciente hacia Moscú”.
Aunque la revelación de The New York Times no aporta pruebas, The Washington Post y The Wall Street Journal la confirman al día siguiente y los medios de comunicación echan fuego (1). Estalla un sonoro escándalo, amplificado por la batalla electoral, en ese momento en su apogeo. Ya que ¿cómo justificar una retirada estadounidense si también es el objetivo que persigue Vladímir Putin? ¿No estaríamos ante una nueva prueba “pasmosa”, “repugnante”, según la presentadora de MSNBC Rachel Maddow, de la connivencia entre la Casa Blanca y Moscú?
No obstante, a priori, el asunto resulta extraño. ¿Para qué matar soldados estadounidenses si están marchándose? ¿Y cómo explicar que los resultados de esa traición sean tan pobres, puesto que solo se han contabilizado 24 soldados estadounidenses abatidos en Afganistán en 2019, año en el que supuestamente se impulsó la política de recompensas? La indignación también resulta bastante hipócrita: en la década de 1980, sin hacer de ello ningún misterio, Estados Unidos apoyó a los muyahidines afganos, entre ellos a un tal Osama Ben Laden, regalándoles centenares de millones de dólares y misiles tierra-aire Stinger con los que mataron a miles de soldados soviéticos.
De inmediato, el presidente Trump califica la revelación de The New York Times de fake news. Esta tiene por fuente, se descubrirá más tarde, un agente anónimo de la Central Intelligence Agency (CIA), quien a su vez la habría obtenido de las autoridades afganas tras el interrogatorio de un prisionero talibán. No obstante, la National Security Agency (NSA) pone en duda la acusación; el Pentágono se niega a corroborarla; y el Gobierno de Kabul está interesado en que, verdadera o falsa, haga descarrilar la retirada –que teme– de las tropas estadounidenses.
El 23 de julio, durante una videoconferencia con su homólogo ruso, Trump no menciona el asunto. La indignación alcanza nuevas cotas dentro del Partido Demócrata, entre los republicanos neoconservadores y en la prensa. También, por supuesto, en The New York Times, pese a que dieciséis días antes el diario ha admitido que “faltan muchos datos en la información según la cual Rusia pagó por ataques dirigidos contra las fuerzas estadounidenses y las de la coalición en Afganistán”.
Pero la operación ya está en marcha (2). El senador republicano Ben Sasse (hostil a Trump) exige que, en represalia, Estados Unidos reserve “bolsas para cadáveres” para los oficiales de inteligencia rusos. Susan Rice, una de las protagonistas de la actual Administración demócrata, considera que la incapacidad del presidente republicano para reaccionar frente a los “esfuerzos rusos para masacrar a sangre fría a las tropas estadounidenses” confirma que “favorece activamente los nefastos intereses de nuestro principal adversario”. En cuanto a Joseph Biden, exclama: “Toda la presidencia de Donald Trump ha sido un regalo para Putin, pero esto pasa de castaño oscuro. Es una traición a nuestro deber nacional más sagrado: proteger a nuestras tropas cuando son enviadas a afrontar un peligro”. “Un regalo para Putin”, ¿de verdad? Durante su presidencia, Trump ordenó el lanzamiento de misiles contra Siria (aliada de Moscú), la liquidación de decenas de mercenarios rusos, la entrega de armas antitanques a Ucrania, un ciberataque contra Rusia, así como la retirada de Estados Unidos de un acuerdo nuclear con Irán (del que Moscú era signatario) y del tratado Start firmado entre las dos superpotencias nucleares (3).
Qué importa. El 1 de julio, menos de una semana después de la exclusiva de The New York Times, sobre la que enseguida se apoyan varios parlamentarios, la comisión sobre las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes aprueba por 45 votos frente a 11 una resolución que subordina la retirada de Afganistán prevista a varias condiciones, casi imposibles de cumplir. Acto seguido, ratifica, esta vez por 56 votos frente a 0, un presupuesto militar de 740.000 millones de dólares –tres veces el de China y doce veces el de Rusia–…
¿Misión cumplida para el contrapoder? Salvo por un detalle: a día de hoy, ninguna prueba factual respalda la “información” inicial. En un artículo publicado el pasado 15 de abril, The New York Times admite lastimosamente que los servicios de inteligencia estadounidenses “le otorgan una confianza entre baja y media” a la información relativa a las recompensas. Tanto es así que ni siquiera figura en la lista de agravios de la Administración de Biden cuando esta adopta nuevas sanciones contra Rusia...
Las fábulas mediáticas no afectan solo a los teatros de operaciones exteriores. También permiten construir el enemigo interno a fin de preparar a la opinión pública para una legislación represiva. En las décadas de 1960 y 1970, la prensa escrita y televisiva retrataba incansablemente a los activistas de los derechos civiles –Black Panthers, estudiantes radicales– como una amenaza tan grande para el orden social que esta justificaba su persecución judicial y, a veces, su liquidación por parte de los agentes del Federal Bureau of Investigation (FBI) (4). Siguiendo ese camino, los medios de comunicación conservadores han retratado persistentemente el movimiento Black Lives Matter (“Las vidas de los negros importan”) y a los “antifas” como una amenaza para Estados Unidos. Desde la elección de Biden, el periodismo institucional ha añadido la escalofriante categoría de los ultraconservadores a esa galería de “terroristas domésticos”.
El pasado 8 de enero, dos días después de la invasión del Congreso por partidarios de Trump convencidos, erróneamente, de que un fraude había privado a su líder de la victoria, The New York Times publica, basándose en fuentes policiales, una revelación crucial: “Un oficial de policía del Capitolio muere como consecuencia de sus heridas durante el furioso estallido de los pro-Trump”. Su nombre: Brian Sicknick. Durante ese día, el diario amplía la información: “Soñaba con ser policía y fue asesinado por una muchedumbre de partidarios de Trump”, titula el sitio web, que añade: “El miércoles, los alborotadores pro-Trump atacaron ese bastión de la democracia, redujeron a Sicknick y, según dos agentes, le golpearon en la cabeza con un extintor. Sicknick fue traslado de urgencia al hospital, con una herida que sangraba en el cráneo, e ingresado en una unidad de cuidados intensivos”.
Todo es falso. Sicknick no fue golpeado y mientras The New York Times publica su relato, el hermano del difunto cuenta al sitio web ProPublica que la noche del 6 de enero recibió un texto tranquilizador: el policía ha sufrido dos ataques con gas lacrimógeno, pero está “en buena forma”. Morirá unas horas después debido a un derrame cerebral. Los exámenes médicos no revelarán ningún rastro del golpe y el instituto forense del distrito de Columbia concluirá que se trata de una “muerte por causas naturales”. Pero la rabia homicida atribuida a los asaltantes exigía una víctima ejemplar en portada, sin la cual todos los muertos de la jornada habrían sido manifestantes. La Associated Press, The Wall Street Journal, Cable News Network (CNN) y a continuación la mayoría de los medios de comunicación del planeta –desde The Guardian, en Londres, hasta The Himalayan Times, en Katmandú– reproducen sin verificar la noticia falsa.
El 2 y 3 de febrero de 2021, la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi expone las cenizas del difunto en el centro de la rotonda del Capitolio durante una ceremonia excepcional de homenaje al “sacrificio” del oficial. El presidente y la vicepresidenta de Estados Unidos hacen acto de presencia, y después la urna del héroe es trasladada al cementerio con gran pompa, entre una doble hilera de policías y bajo la escolta de un centenar de motoristas.
La orquestación de ese gran sollozo nacional coincide con otra ofensiva: en cuanto los asaltantes del Capitolio han sido dispersados o detenidos, el presidente electo Biden los califica de “terroristas domésticos”. Ya que, revela The Wall Street Journal del 7 de enero, “piensa conceder prioridad a una ley contra el terrorismo interior, y le han sugerido crear en la Casa Blanca un puesto dedicado a la organización de la lucha contra los extremistas violentos”. Tres meses más tarde, el Departamento de Justicia se encuentra examinando el texto, mientras que los responsables de la seguridad interior estudian nuevos métodos de vigilancia y control de la población que, como es de imaginar, no se limitarán a la extrema derecha.
La publicación el 19 de abril de los informes médicos que invalidan la tesis del asesinato de Sicknick no ha suscitado ningún mea culpa. Pero podemos estar tranquilos: la lucha contra las fake news sigue siendo la prioridad del Gobierno y los medios de comunicación de calidad.