Al contrario que otros mercados, la industria del mantenimiento del orden no teme ni los problemas sociales ni las crisis políticas. Las revueltas de la “primavera árabe” de 2011 y las manifestaciones que han sacudido el mundo estos últimos años han disparado las ventas de gas lacrimógeno y de equipamientos antidisturbios. Con el libro de pedidos en la mano, los comerciales recorren el planeta. Ejércitos de expertos se mantienen al acecho de la menor agitación popular para aconsejar a fabricantes y compradores sobre las posibilidades de negocio. El gas lacrimógeno es sin duda alguna su producto estrella: considerado universalmente por los Gobiernos como el remedio más fiable e indoloro frente a la protesta social, una panacea contra el desorden, no conoce fronteras ni rival.
¿Qué daño causa a las víctimas? ¿Qué problemas plantea en términos de salud pública? Nadie lo sabe, ya que a nadie parece importarle. En ningún país existe la obligación legal de contabilizar el número de víctimas, ni tampoco la de aportar datos sobre las remesas, su utilización, los beneficios que genera o su toxicidad para el medio ambiente. Desde hace casi un siglo, se nos repite que no hace mal a nadie, que solo es una nube de humo que produce picor en los ojos. Cuando se relaciona con alguna muerte –la asociación Physicians for Human Rights, por ejemplo, contabilizó treinta y cuatro muertes vinculadas al uso de gas lacrimógeno durante las manifestaciones de Bahréin en 2011-2012 (1)–, los poderes públicos replican que se trata de simples accidentes.
En realidad, el gas lacrimógeno no es un gas. Los componentes químicos que producen el derrame lacrimal tienen los bonitos nombres de CS (clorobenzilideno malononitrilo), CN (cloruro de fenacilo) y CR (dibenzoxazepina). Son agentes irritantes que se pueden envasar tanto en forma de vapor, como de gel o líquido. Su combinación está pensada para afectar simultáneamente a los cinco sentidos e infligir un trauma psíquico y fisiológico. Los daños que provoca el gas lacrimógeno son abundantes: lágrimas, quemaduras en la piel, problemas de vista, mucosidad nasal, irritación de la nariz y la boca, dificultades para deglutir, secreción de saliva, compresión de los pulmones, tos, sensación de asfixia, náuseas, vómitos. El gas lacrimógeno también ha sido señalado como posible culpable de problemas musculares y respiratorios a largo plazo (2).
El recurso a las armas químicas se remonta como mínimo a la Antigüedad. Durante la Guerra del Peloponeso, los beligerantes utilizaban gas sulfuroso contra las ciudades asediadas. Pero fue a mediados del siglo XIX cuando los progresos de la ciencia generaron el debate ético sobre su utilización. Las primeras tentativas de restringir la utilización de armas químicas y biológicas se remontan a las conferencias de La Haya de 1899 y 1907, pero su ambigua formulación redujo estos acuerdos a poca cosa. Más tarde, la Primera Guerra Mundial serviría de laboratorio a cielo abierto para la elaboración de una nueva gama de venenos.
Generalmente se admite que las tropas francesas inauguraron el reinado del lacrimógeno durante la “batalla de las fronteras” de agosto de 1914, disparando en las trincheras enemigas granadas llenas de bromuro de xililo, una sustancia irritante y neutralizante, pero no letal al aire libre. Los alemanes respondieron en abril de 1915 con un producto infinitamente más mortal, el gas mostaza, o yperita. Se trató del primer caso en la historia de utilización masiva de un arma química de cloro.
Los estadounidenses, al principio ajenos a esta carrera por la innovación, no tardarían en recuperar terreno. El mismo día de su entrada en la guerra, Estados Unidos no solo crea un comité de investigación “para emprender investigaciones sobre los gases tóxicos, su fabricación y sus antídotos con fines bélicos” (3), sino también un Servicio de la Guerra Química (Chemical Warfare Service, CWS), generosamente dotado de medios y efectivos. En julio de 1918, el asunto ocupa a cerca de dos mil científicos.
Tras el conflicto, los militares se muestran divididos. Los que han visto con sus propios ojos los estragos causados por las armas químicas denuncian su carácter inhumano, agravado por el miedo y la ansiedad que propaga. Los otros les encuentran ciertas virtudes, arguyendo que provocan menos muertes que el fuego continuado de artillería. Un bioquímico de Cambridge, John Burdon Sanderson Haldane, defiende la eficacia de los gases de guerra, acusando a sus detractores de sentimentalismo: si se puede “combatir con una espada”, ¿por qué no “con gas mostaza”?
Según el historiador Jean-Pascal Zanders, las controversias que siguieron a la Primera Guerra Mundial nos han legado una doble herencia (4). Por una parte, consagró la distinción entre los “gases tóxicos” –sobre los que en el pasado se debatía en La Haya– y las nuevas armas químicas inventadas entre 1914 y 1918. Esta distinción reaparecerá en repetidas ocasiones en las convenciones internacionales, legitimando que se prohíban ciertas armas para aprobar otras, presentadas como no letales. El gas lacrimógeno tuvo un recorrido legal más favorable que otros agentes tóxicos en virtud de ese razonamiento. Por otro lado, se toman muy en serio los intereses comerciales vinculados a la expansión de la industria química. Frenar su creatividad en el ámbito militar le supondría un perjuicio insoportable –un argumento todavía en vigor un siglo más tarde–. De ese modo, a partir del Tratado de Versalles (1919) y del Protocolo de Ginebra (1925), los intereses económicos de las potencias aliadas van a fusionarse con el derecho internacional. Pasada la página de la guerra, se convierte en prioridad de los estadounidenses y europeos mantener la paz en el interior de sus fronteras –y en el exterior, en sus dependencias coloniales–. De ahí su creciente interés por el gas lacrimógeno, del que el CWS y su director, el multicondecorado general Amos Fries, serán apasionados pioneros.
La década de 1920 preludia la edad de oro de los gases lacrimógenos. Capitalizando el auge de las armas químicas durante la guerra, Amos Fries convirtió ese veneno en herramienta política de uso corriente. Gracias a una intensa actividad lobista, consigue crear una nueva imagen del gas lacrimógeno, ya no visto como un arma tóxica, sino como un medio inofensivo de preservar el orden público. Flanqueado por un abogado y un oficial, suma a su causa a una amplia red de publicistas, científicos y políticos encargados de promover en los medios de comunicación esos “gases de guerra para tiempos de paz”.
Lógicamente, la prensa económica es la que más se afana en difundir el estribillo de “gas por la paz”. En su número del 6 de noviembre de 1921, la revista Gas Age-Record hace una semblanza extasiada del general Fries. En ella se puede leer que el “dinámico jefe” del CWS “ha estudiado de cerca la cuestión del uso de gas y humo para hacer frente a las multitudes y los salvajes. Está sinceramente convencido de que, cuando los oficiales de policía y los administradores coloniales se familiaricen con el gas como medida para mantener el orden y proteger a las autoridades, los desórdenes sociales y las insurrecciones salvajes disminuirán hasta desaparecer totalmente. (…) Los gases lacrimógenos parecen admirablemente apropiados para aislar al individuo del espíritu de la multitud. (…) Una de las ventajas de esta forma suavizada de gas de combate radica en el hecho de que, en su relación con la multitud, el oficial de policía no dudará en usarlo”.
Esta muestra precoz de argumentario promocional descansa sobre un precario equilibrio: alabar las virtudes represivas del producto celebrando al mismo tiempo su carácter indoloro. El entusiasmo por los gases lacrimógenos en un mercado que, hasta entonces, solo conocía la porra y el fusil debe mucho a ese arte de reconciliar antagonismos. El gas se evapora. La policía por fin puede dispersar a una multitud con “un mínimo de publicidad negativa” (5), sin dejar rastro de sangre y equimosis. En lugar de percibirse como una forma de tortura física y psicológica, el gas lacrimógeno se impone en el pensamiento colectivo como una forma “humana” de violencia de Estado.
Además de presentaciones en la radio y los periódicos, el general y su equipo organizan demostraciones públicas. Un buen día de julio de 1921, un viejo amigo y colega de Fries, Stephen J. De La Noy, se planta con un cargamento de gas en un solar cerca del centro de Filadelfia. A fin de mostrar las bondades de su arsenal, ha invitado a los policías de la ciudad a probar la mercancía. Los periodistas acuden en gran número para inmortalizar la escena: doscientos agentes uniformados se hacen gasear en pleno rostro.
Hay que esperar algunos años para pasar de la experimentación a la acción práctica. La ocasión se presenta el 28 de julio de 1932, cuando la Guardia Nacional recibe la orden de dispersar a miles de veteranos de la Primera Guerra Mundial reunidos ante el Capitolio, en Washington. Apodados “the Bonus Army” (“el ejército de los bonos”), estos exsoldados ocupan el lugar con sus familias para exigir el pago de un remanente salarial que su ministerio se resiste a desbloquear. Una lluvia de granadas lacrimógenas se abate sobre la multitud, provocando un movimiento de pánico. La brutal evacuación se salda con cuatro muertos, cincuenta y cinco heridos y un aborto natural. Entre las víctimas hay un niño, que muere horas después del asalto, oficialmente a consecuencia de una enfermedad. Aunque el hecho de haber respirado gas envenenado, “sin duda no ayudó”, dirá un portavoz del hospital.
Entre los veteranos dispersados, el gas lacrimógeno es rebautizado como “ración Hoover”, en referencia al presidente Herbert Hoover (1929-1933), quien envió a las tropas ese día; también por alusión al aumento de las desigualdades sociales del país. Por el contrario, para los jefes de la policía, los industriales y sus representantes, la operación ha sido un éxito. El servicio de ventas de Lake Erie Chemical, la empresa productora del gas empleado en el Capitolio, incluye complacida fotografías de la sangrienta evacuación en su catálogo. Más tarde figurarán también imágenes de huelguistas de Ohio y Virginia huyendo ante las nubes de gas. “Un solo hombre equipado con gas Chemical Warfare puede poner en desbandada a mil hombres armados”: el eslogan adorna orgullosamente los folletos publicitarios. El fabricante se jacta de suministrar una “explosión irresistible de dolor cegador y asfixiante” que, sin embargo, asegura, no ocasiona “ninguna lesión duradera”–todavía sigue el marketing del equilibrio–. Durante la Gran Depresión, en la década de 1930, Estados Unidos recurre cada vez más a gases lacrimógenos para reprimir la protesta social. Según una comisión del Senado, las compras de gas entre 1933 y 1937, efectuadas “principalmente con motivo o en previsión de movimientos de huelga”, ascienden a 1,25 millones de dólares (21 millones de dólares en su valor actual, o 17 millones de euros).
Otra oportunidad prometedora para la industria del “dolor cegador y asfixiante”: las colonias. En noviembre de 1933, Sir Arthur Wauchope, el Alto Comisionado británico en Palestina, reclama su ración del producto milagroso. En un correo al Ministerio de las Colonias, escribe: “Considero que el gas lacrimógeno sería un agente sumamente útil en manos de las fuerzas de la policía en Palestina para dispersar las concentraciones ilegales y las multitudes amotinadas, especialmente en las tortuosas y estrechas calles de los antiguos barrios de la ciudad, donde el uso de armas de fuego puede provocar efectos rebote que causen pérdidas desproporcionadas en vidas humanas”.
Una petición similar se produce en 1935 en Sierra Leona, donde los administradores coloniales se enfrentan a huelgas por aumentos salariales. Más tarde es el turno de Ceilán, futura Sri Lanka. Se dan instrucciones al nuevo secretario de Estado británico para las colonias, Malcolm MacDonald, para que elabore una política global de gas lacrimógeno. A este fin, dispone de un listado de los lugares donde este arma ha dado pruebas de su eficacia: en Alemania, donde sirvió contra los huelguistas de Hamburgo en 1933; en Austria, donde dio excelentes resultados contra los comunistas en 1929; en Italia, donde acaba de ser incorporada al equipamiento básico de las fuerzas del orden; o en Francia, donde su uso ya se ha generalizado.
Durante ese periodo, el gas lacrimógeno se convierte para los Estados en un medio privilegiado con el cual obstaculizar las exigencias de cambio. Su doble función, a la vez física (dispersión) y psicológica (desmoralización), parece ideal para contener las tentativas de resistencia frente a las medidas impopulares. Como, por añadidura, en adelante se puede gasear de modo perfectamente legal a manifestantes pacíficos o pasivos, las autoridades ya no tienen que preocuparse por las luchas colectivas no violentas. El gas lacrimógeno se impone como un arma multiusos capaz no solo de detener una manifestación, sino también de minar toda clase de desobediencia civil.
Esta función política ha perdurado hasta hoy. Mientras que el uso de todas las armas químicas está prohibido por los tratados internacionales en los contextos bélicos, las fuerzas del orden continúan estando, a nivel internacional, más autorizadas que nunca a desplegar gas tóxico a voluntad sobre individuos o concentraciones. Así, un policía puede llevar un atomizador de gas lacrimógeno en su cinturón, mientras que un militar no tiene ese derecho. La aceptación casi unánime de esta incoherencia contribuye en gran medida a la floreciente prosperidad de la industria del mantenimiento del orden, así como a las lágrimas de los rebeldes del mundo entero.