A comienzos del año 1967, los observadores y algunos “expertos” –categoría tan mal definida– no preveían grandes riesgos de un nuevo conflicto armado entre árabes e israelíes. Es cierto que desde 1964 la tensión aumentaba permanentemente a causa del “desvío” del río Jordán por parte de Israel, y del “contra desvío” de sus afluentes por parte de Siria, teóricamente apoyada por el Líbano y Jordania. Pero, en realidad, estos dos últimos países habían dado sólo un apoyo verbal, a la vez que Damasco se había visto obligado a suspender sus obras preliminares a causa de bombardeos israelíes.
También es cierto que tanto la República Árabe Unida (RAU) de Gamal Abdel Nasser como Israel estaban comprometidos en una carrera armamentística que afectaba mucho a sus economías. Pero todo permitía pensar que los israelíes sobrestimaban públicamente la amenaza de Egipto con el fin de obtener las primeras entregas importantes de material de guerra (...)