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¿Qué lugar debe ocupar Estados Unidos?

El próximo orden internacional

La mayoría de los grandes Estados europeos desean la elección de Joseph Biden. Imaginan que favorecería el regreso a un orden mundial menos caótico. Sin embargo, la identidad del inquilino de la Casa Blanca y las decisiones diplomáticas de Estados Unidos han dejado de determinar todos los equilibrios estratégicos.

por Olivier Zajec, noviembre de 2020

“Guiar el mundo democrático”. Tal es el lema que parece resumir el programa de política exterior de Joe Biden. Para concretar el sentido de esa ambición, el candidato demócrata a las elecciones presidenciales estadounidenses firmó en marzo de 2020 un artículo titulado “Por qué América debe volver a dirigir”. En él constataba que “el sistema internacional que Estados Unidos ha construido tan cuidadosamente está descomponiéndose”. Y contraponía ese declive a los triunfos obtenidos por su país –victoria en la Segunda Guerra Mundial, caída del “telón de acero”– que determinaron el orden internacional liberal en sus versiones bipolar (1947-1991) y unipolar (1991-2008). Aunque el exvicepresidente de Barack Obama admite que actualmente los males estadounidenses más graves –del fracaso general del sistema educativo a la desigualdad de acceso a la sanidad, pasando por la quiebra de la política penitenciaria– son de naturaleza interna, no por ello deja de recalcar que la diplomacia sigue siendo una de las principales fuentes de la influencia de Washington y que las relaciones de Estados Unidos con el mundo, deterioradas por la Administración de Trump, deben restaurarse con carácter prioritario, “no solo por el ejemplo de nuestro poderío –escribe–, sino también por el poderío de nuestro ejemplo” (1).

Este concepto de restauración y de ejemplaridad impregna toda la plataforma demócrata en cuestiones de política exterior. Sus redactores –la inmensa mayoría de los editorialistas estadounidenses mainstream, cuyas contribuciones son filtradas por los expertos Ely Ratner y Daniel Benaim– consideran que el mundo no puede “organizarse por sí solo”. La única solución pasa por la reconstrucción de un orden dentro del cual la Administración de Trump solo habrá constituido un paréntesis destructor. Ese orden debe reconstruirse, pero no repensarse. Estados Unidos, que posee los planos del inmueble original, cuyos cimientos siguen en pie, asumiría lógicamente la triple tarea de promotor, contratista y administrador de la finca. En caso contrario, advierten Biden y sus asesores, “o bien alguien ocupará el lugar de Estados Unidos, pero no en provecho de nuestros intereses y valores, o bien nadie lo hará, y se producirá el caos” (2).

Por supuesto, el mejor argumento de esta tesis paternalista es la brutalidad de la que hace gala la Administración de Trump en numerosos asuntos, desde la retirada unilateral del plan de acción conjunto sobre el proyecto nuclear iraní hasta su inestable orientación política en el conflicto palestino-israelí. No obstante, por convincente que resulte para algunos el buscado contraste que supone respecto a la política trumpiana, la “restauración” diplomática demócrata se fundamenta en tres errores de perspectiva.

En primer lugar, se equivoca respecto a la definición misma de orden internacional, concepto que aborda demasiado a menudo en términos exclusivamente jerárquicos. Por otra parte, no acepta la evidencia de la evolución multipolar contemporánea. Por último, ese proyecto demócrata sugiere que el conjunto de las acciones de la presidencia de Trump suponen un fracaso o implican una lectura errónea de las relaciones internacionales. Las apariencias juegan a favor de dicho análisis. No obstante, dicho proyecto estaría condenado desde el principio por el rápido fracaso de las políticas de “restauración” que ambiciona.

Un orden internacional nunca es un bloque, sino una serie de revestimientos. El primero (“macropolítico) se basa en el efecto polarizador de las relaciones que mantienen entre sí los Estados más poderosos: los demás actores orientarán parte de su estrategia sobre esos antagonismos jerárquicos de primer nivel. Las relaciones actuales entre China, la Unión Europea, Estados Unidos y Rusia ejemplifican los efectos de atracción-repulsión de ese primer nivel. El segundo (“mesopolítico”) se refiere a la existencia de mecanismos político-estratégicos regionales, que presentan regímenes de cooperación y competición diferentes en función de la identidad y los intereses de los Estados que los componen. Esos mecanismos regionales pueden funcionar como un filtro que atenúa los efectos de polaridad del primer nivel. Es el caso, por ejemplo, de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, por sus siglas en inglés), cuyo foro, en determinados casos, permite a sus miembros expresar “opiniones abiertas” pese a las presiones contrapuestas de Pekín y Washington. Algunas potencias medianas encuentran en ellos la posibilidad de preservar una libertad de acción estratégica defendiendo intereses concretos en su región. Por último, el tercer elemento de un orden internacional se basa en la existencia de una convergencia de intereses entre los diversos Estados al margen de toda clase de compartimentación geográfica. Esto se traduce en acuerdos internacionales sobre temas de alcance universal en los planos sanitario, cultural, tecnológico, financiero, de seguridad… La lista no es exhaustiva.

Por lo tanto, un orden internacional, al comportar varios niveles distintos, se basa menos en la mera noción de jerarquía que en el perpetuo ajuste de equilibrios de poder inestables, sujetos a sutiles cambios, en particular a nivel regional. Ya en 1942, el teórico “realista” de las relaciones internacionales Nicholas Spykman definía de manera penetrante esa actividad: “En un mundo dinámico en el que las fuerzas evolucionan y las ideas cambian –escribía este crítico del mesianismo estadounidense–, ninguna estructura legal puede ser aceptada indefinidamente. Preservar el orden de un Estado no consiste en señalar de una vez por todas la supuesta solución a todos los problemas, sino en tomar decisiones que, cotidianamente, atenuarán las aflicciones humanas, equilibrarán las fuerzas sociales y favorecerán los compromisos políticos. Esto implica decidir, en circunstancias cambiantes, lo que merece ser preservado y lo que debe ser modificado. Preservar el orden de la sociedad internacional es un problema de la misma naturaleza” (3). La evolución de la sociedad internacional actual demuestra la pertinencia de esa visión que, en lugar de oponer inercias geopolíticas y dinámicas sociales, las reconcilia en el marco de un análisis en movimiento.

Treinta años después del fin de la Guerra Fría, la configuración de los equilibrios de poder mundiales y regionales ha cambiado de manera fundamental. Estados Unidos, que conserva una ventaja militar considerable sobre el resto del mundo, debe tomar en consideración la progresión evidente de una China que trabaja metódicamente y a largo plazo. Actualmente, es lo bastante fuerte como para proponer marcos de socialización geopolíticos y geoeconómicos alternativos a los de Estados Unidos a aquellos de sus socios que deseen “subirse al tren exprés del desarrollo chino” –por retomar la fórmula de Xi Jinping, calurosamente aplaudida en 2017 por los participantes del Foro Económico Mundial de Davos–. Al establecer en 2018 un nuevo mando de la prospectiva (“The Futures Command”), el Ejército de Tierra estadounidense tenía en su punto de mira a China, bajo vigilancia desde la Administración de Clinton y ahora completamente “emergida”. Su misión no era, esta vez, disertar sobre la manera de “conquistar los corazones y las mentes” en la “guerra global contra el terrorismo”, sino preparar un conflicto armado contra un adversario militar de un nivel equivalente, en campos de confrontación inéditos como el espacio extraatmosférico. La escalada de la tensión es real: Michael O’Hanlon, experto de la Brookings Institution, llama la atención sobre el riesgo en adelante plausible de guerras importantes que implicarían a Pekín, y que se desencadenarían en el marco de crisis localizadas (4). Esta escalada puede parecerles una fatalidad a aquellos que permanecen en el primer nivel de análisis del orden internacional.

En efecto, si nos atenemos a los conceptos clásicos que generalmente sirven para reflexionar sobre el futuro en ese ámbito, existen principalmente dos posibilidades: o bien la implantación de un nuevo equilibrio de bloques entre Washington y Pekín, o bien la sustitución de Estados Unidos por China en la cúspide de la jerarquía de poder mundial para 2050. La primera opción daría la razón de manera póstuma a Kenneth Waltz, teórico del equilibrio bipolar de la Guerra Fría. La segunda obligaría a cotejar –entre otros– los análisis pesimistas de Robert Gilpin, teórico de la estabilidad hegemónica, o de Charles Doran, teórico de los ciclos de poder, que sugieren que la bipolaridad solo es una unipolaridad retardada, y que el paso del testigo hegemónico raras veces se produce sin una guerra general.

Ambos escenarios les vienen bastante bien a los partidarios del “liberalismo hegemónico” (5). Entre los numerosos think tanks que apoyan al “combo” Joe Biden-Kamala Harris, el Council of Foreign Relations (CFR) es sin duda el representante histórico más emblemático de ese enfoque. En una obra reciente, cuyo título denota ambiciones analíticas comedidas (The World: A Brief Introduction; “El mundo: una breve introducción”), su actual presidente, Richard Haass, propone dar respuesta a los nuevos desafíos mediante recetas que recuerdan bastante a las que Henry Luce propugnaba en 1941 en un artículo emblemático que definía la misión del “siglo estadounidense”. “Los países del mundo –diagnostica Haass, también autor de libros sobre gestión empresarial–, desean encontrar socios. Evidentemente, los socios deben compartir los mismos valores. […] Esto puede no corresponderse con la imagen que la gente se hace del mundo y la acción colectiva, la idea del ‘todo o nada’, sugerido por Naciones Unidas. Tenemos que pensar cada vez más en el modo de forjar lo que yo llamo coaliciones de actores voluntarios, capaces y adecuados, para hacer frente a desafíos particulares” (6).

Sin duda, al sugerir que el orden internacional liberal cuyo regreso desea vale más que los planteamientos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) destinados al fracaso, Haass, apoyo ferviente de la candidatura de Biden, cree hacer gala de pragmatismo y realismo. No obstante, el resultado es problemático. En sentido estricto, y contrariamente a lo que él avanza, la ONU se basa menos en el principio de “todo o nada” que en el de todos o nada. Si es el único foro interestatal internacionalmente legítimo, al contrario que las alianzas de defensa colectiva geográficamente limitadas como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) o las “coaliciones de voluntarios” (coalition of the willing), que han cosechado los resultados conocidos estos veinte últimos años en Irak, Afganistán o Libia, es porque está construida –al menos teóricamente– sobre el principio de la igualdad soberana de los Estados.

Esta legitimidad de la ONU no es sustituible ya que, en la actualidad, la escena mundial está recorrida por un doble movimiento multipolar y poliárquico que el autor parece ignorar. Dejando a un lado el hecho de que no duda en resucitar algunos conceptos anticuados y divisorios, como el término “coalición de voluntarios”, tan querido por la Administración de Bush, la lógica del “club de socios” defendida por Haass evidencia sobre todo la esclerosis continuista que sufre el concepto de orden liberal democrático, siempre pendiente de una renovación real. Michael Williams, entre otros, ha expuesto perfectamente el principal problema de ese enfoque: su incapacidad para reflexionar sobre el concepto de cambio social en el orden internacional (7).

¿Podría el concepto de multilateralismo, utilizado de manera insistente por los partidarios de un orden liberal democrático más representativo, ser la respuesta a las limitaciones de esa tesis en la era multipolar? Emmanuel Macron lo sugiere cuando denuncia el estado de “muerte cerebral” de la OTAN, en la que determinados Estados miembros silencian toda clase de debate, o cuando trata, desechando toda ingenuidad, de defender una mayor interacción con Rusia. Pero el multilateralismo mencionado por el presidente francés posee una doble naturaleza. Por un lado, es la expresión de una diplomacia inclusiva y participativa, respetuosa con las soberanías y sus variantes culturales. Pero también traduce, para algunos, una orientación general que postula la progresiva superación de las prerrogativas estatales en provecho de un ideal de gobernanza global.

La primera dimensión del multilateralismo se impone a nivel internacional de manera relativamente consensual puesto que, lejos de cuestionar el principio de soberanía, se apoya en este para funcionar. Por el contrario, la segunda dimensión es discutida por un número creciente de Estados para los que la gobernanza debe reservarse para el tercer nivel del orden internacional (los temas de alcance universal), mientras que los gobiernos deben ser libres, sobre la base de un proceso de deliberación nacional legítima, de decidir su destino geopolítico en el primer y segundo nivel (relaciones con las grandes potencias, configuraciones regionales), de acuerdo con los valores que la ONU –y ninguna otra organización– tiene el deber de reflejar en su diversidad y cuyo diálogo debe organizar.

Este es uno de los principales problemas del discurso liberal-hegemónico que estructura el orden internacional que Biden se propone restaurar. Aunque el lema “America First” (“Estados Unidos primero”) sea en apariencia patrimonio exclusivo de su adversario republicano, en realidad los autores de su programa se lo han apropiado sin darse cuenta. Ese “primero” demócrata no se ha expresado en términos de prioridad, sino de posición. Ciertamente, no se refiere a un Estados Unidos situado “por encima de quien sea”, como reivindica crudamente la visión autocentrada de Donald Trump. Pero, no obstante, sitúa a Estados Unidos “por delante de quien sea”, podríamos decir, en el sentido de que “le corresponde a Estados Unidos encabezar la marcha”, como escribe Biden. Según él, “ninguna otra nación tiene la capacidad”, simplemente porque “ninguna se ha construido sobre esa idea [de libertad]”. Esta visión –el orden estadounidense o el caos– remite a una idea expresada en el año 2000 por el subsecretario de Estado estadounidense Strobe Talbott para quien “especialmente en este siglo, Estados Unidos ha tratado de promover explícita y persistentemente tanto su interés nacional como sus valores nacionales, sin ver contradicción entre esos dos objetivos” (8). Esto implica que valores nacionales, fruto de una experiencia histórica específica, podrían aplicarse universalmente.

Este excepcionalismo extravertido no percibe la creciente brecha entre el papel que Estados Unidos se atribuye y el poder real que tiene. Está en camino de convertirse en prácticamente inaudible. En efecto, en la ecuación de transformaciones internacionales contemporáneas, se está imponiendo la exigencia de reconocimiento. Desde hace algunos años, ese giro “identitario” no ha dejado de acentuarse en China, la India, Rusia o en el corazón mismo de los bastiones del orden democrático liberal occidental, Estados Unidos y países europeos incluidos. Tras haber vulgarizado el concepto de “fin de la historia” tras la Guerra Fría, Francis Fukuyama diagnostica ahora su regreso poniéndolo en perspectiva en su obra titulada Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment (“Identidad: la exigencia de dignidad y la política del resentimiento”) (9). Aunque se posiciona en contra de lo que describe con razón como un “nuevo tribalismo”, asocia la noción de identidad a la necesidad de dignidad y reconocimiento de las comunidades políticas organizadas (estatales o no), ya sea en los continentes “nuevos” o en “Occidente”. Por otro lado, constata la fuerza de las dinámicas de fragmentación social en un mundo económicamente globalizado.

La consideración de esas nuevas dinámicas sociales que remodelan el orden internacional no aparece en el programa de los dos principales partidos estadounidenses. A decir verdad, es lícito preguntarse por la existencia misma de un programa diplomático en el bando republicano. Ya sea en la teoría o en la práctica, uno y otro bando se centran en el primer nivel del orden internacional, el de la competición de poder jerárquico. En otras palabras, se contentan con trasponer las consecuencias de ese poder al segundo nivel, el de las configuraciones geopolíticas y geoeconómicas regionales. De ahí el renovado interés de sus respectivos teóricos por la cuestión de las alianzas (por “reconstruir”, lo que evita reflexionar sobre ellas). En el orden internacional por venir, y que no puede, ni para unos ni para otros, quedar en manos de la ONU, Estados Unidos no puede tener otra función que la de líder de un bando: “Occidente” para el secretario de Estado Michael Pompeo; el “mundo libre” para los estrategas demócratas, que prefieren esta otra expresión de la Guerra Fría. Como hemos visto, sin esa restauración, sería el “caos”, según Biden.

Esta tesis del “todo o nada” subestima o deslegitima escenarios alternativos del orden internacional. Sin embargo, habida cuenta de la extrema inquietud que reconcome actualmente a actores de primer nivel como Japón o la India como consecuencia del aumento del poderío chino en su región, dos actores serían capaces, conjunta o separadamente, de perturbar el escenario bipolar en proceso de reescritura. El primero es Rusia, más denunciado si cabe por el liberalismo hegemónico en Europa o Estados Unidos desde que Trump esbozara una política de cooperación con Moscú tras su llegada a la presidencia. Por más reproches que se le puedan hacer a ese país –sobre todo desde su apropiación ilegal de Crimea en 2014–, esta situación contrasta con las reflexiones de los diplomáticos estadounidenses realistas de la década de 1990, como el republicano James Baker, sobre quien se acaba de publicar una esclarecedora biografía (véase “James Baker, una noción de realismo”). “En la actualidad, debemos cooperar con Rusia cuando podamos –consideraba este último en respuesta a un periodista de Newsweek que le preguntaba en 2009 por los intentos de acercamiento de la Administración de Obama–. Y cuando Rusia se oponga a nuestros intereses nacionales, debemos enfrentarnos a ella. Pero es triste ver que hay gente en mi partido que lamenta que ya no tengamos enemigos jurados. Ganamos numerosas elecciones durante la Guerra Fría porque éramos el partido de la defensa nacional […]. Y algunos quieren crear otro enemigo: China, Rusia. No puedo estar de acuerdo en todo con esos países. Pero actualmente ya no son nuestros enemigos, el problema es que podemos convertirlos en enemigos” (10).

El bloque denunciado por Baker todavía está presente en el bando republicano –la personalidad de John Bolton da fe de ello–, pero la evolución sociológica de ese partido cada vez menos elitista electoralmente provoca que los guardianes de la antorcha de la Guerra Fría migren de manera cada vez más clara hacia el bando demócrata. En otras palabras, una especie de lucha de clases parece estructurar la definición de la política extranjera estadounidense. Dicha lucha de clases es ilustrada de manera improbable pero eficaz por un Trump en cuyo discurso resuenan los ecos de un Dwight Eisenhower cuando denuncia el complejo militar-industrial estadounidense: “No digo que los militares estén de acuerdo conmigo. Los soldados, lo están. La cúpula del Pentágono probablemente no lo está, sin duda porque solo desea guerras que permitan a todas esas maravillosas empresas que fabricaban bombas, aviones y todo lo demás ser felices y continuar siéndolo” (11).

Este lenguaje va directo al corazón de los electores de Trump, quienes prefieren olvidar que este dealmaker (“negociador tenaz”) se congratula al mismo tiempo de haber obtenido en 2017 del régimen saudí una promesa de compra de material militar por valor de 450.000 millones de dólares (12). Visto lo visto, esas contradicciones como mínimo groseras les parecen menos graves que las del bando demócrata que, en aras del cambio, designa candidato al senador de un paraíso fiscal que votó a favor de la guerra de Irak en 2002. El orden internacional retiene menos su atención que la injusta pauperización de la clase media estadounidense. Desean que los soldados estadounidenses dejen de perder la vida en guerras improductivas. Firmarían sin duda con las dos manos las propuestas de Biden de “volver a convertir la diplomacia en la prioridad de Estados Unidos” y abandonar las “guerras interminables” si esas afirmaciones de sentido común no estuvieran redactadas por los mismos que se opusieron a todo cambio fundamental de estrategia en Afganistán durante diecisiete años. Por último, les cuesta entender por qué aquellos que denuncian la regresión nostálgica que expresa el eslogan “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” (“Make America Great Again”) titulan su programa diplomático “Por qué Estados Unidos debe liderar de nuevo” (“Why America Must Lead Again”).

La última potencia que puede perturbar el escenario bipolar en curso sigue siendo la Unión Europea, más creíble en ese papel que Rusia. No obstante, es cuestionada por algunos de sus propios Estados miembros, que consideran más ventajosa la dependencia de la OTAN que la autonomía estratégica europea, un concepto dirigido por un eje franco-alemán desunido, y que provoca rechinar de dientes de La Haya a Varsovia, pasando por Copenhague. La elección de Biden probablemente no cambiaría nada de ese estado de cosas. Incluso podría agravarlo. Al menos, el electroshock de Trump le ofrecía a Europa la posibilidad de reasumir progresivamente las riendas de su propio destino estratégico. Esa ocasión no se ha aprovechado. Y la probable restauración de una sociabilidad transatlántica en caso de que Biden gane animará a los aliados a retornar sin remordimientos a una nueva era de subordinación estratégica.

Hay que confiar en que evoluciones políticas democráticas en el continente europeo perturben esa “muerte cerebral” que evidencia la excepcional focalización en los resultados electorales de Estados Unidos. Ese reflejo demuestra menos la importancia de este en el orden internacional que la impotencia europea a la hora de imaginar otra solución estratégica efectiva. Pese a las lecciones de la era Trump.

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(1) Joseph R. Biden Jr, “Why America must lead again. Rescuing US foreign policy after Trump”, Foreign Affairs, Nueva York, marzo-abril de 2020.

(2) Ibid.

(3) Nicholas J. Spykman, Americas Strategy in World Politics: The United States and the Balance of Power, Harcourt, Brace and Co., Nueva York, 1942.

(4) Michael E. O’Hanlon, The Senkaku Paradox: Risking Great Power War Over Small Stakes, Brookings Institution Press, Washington, DC, 2019.

(5) Stephen Walt, The Hell of Good Intentions: Americas Foreign Policy Elite and the Decline of US Primacy, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2018.

(6) James Manyika speaks with Richard Haass about businesses as global entities”, McKinsey Global Institute, Washington, DC, 16 de octubre de 2020.

(7) Michael C. Williams, The Realist Tradition and the Limits of International Relations, Cambridge University Press, 2005.

(8) Strobe Talbott, “Self-Determinatio in an Interdependent World”, Foreign Policy, n.º 118, primavera del 2000.

(9) Francis Fukuyama, Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment, Farrar, Straus and Giroux, 2018.

(10) Adam B. Kushner, “James Baker on the return to realism”, Newsweek, Nueva York, 16 de enero de 2009.

(11) Trump: Pentagon leaders want war to keep contractors ‘happy’”, Associated Press, 7 de septiembre de 2020.

Olivier Zajec

Profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Jean Moulin Lyon III.

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