Pocos estadistas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX han disfrutado de una influencia tan duradera y de un poder tan amplio como el de James A. Baker. “Durante un cuarto de siglo, desde el final del caso Watergate hasta el día después de la Guerra Fría, ningún republicano ganó la presidencia sin su ayuda, ni hizo funcionar la Casa Blanca sin sus consejos”, observan sus biógrafos Susan Glasser y Peter Baker (sin vínculos de parentesco) (1). El dúo, el primero en dar cuenta de esta trayectoria, se basa en un sólido trabajo de archivo que contrasta claramente con el resto de la abundante y desigual producción biográfica de los editores estadounidenses actuales. Subsecretario de comercio en la Administración de Gerald Ford, secretario del Tesoro en la de Ronald Reagan (1985-1989), Baker asciende hasta el cargo de secretario de Estado de George H. Bush (1989-1993). Desempeñará un papel diplomático central durante el periodo del fin del sistema de bloques, en particular en tres asuntos cruciales: la guerra del Golfo (1990-1991), la Conferencia de Madrid sobre Oriente Próximo (otoño de 1991) y, en otro frente, pero casi en la misma época, la reunificación de Alemania.
Relato minucioso de un recorrido individual, esta biografía también es un “espejo de príncipes”, el nombre que recibían las obras que desde la Antigüedad hasta el Renacimiento proponían a los reyes el retrato ideal del buen gobernante. La figura del “realista” Baker se convierte aquí en una especie de ideal de urbanidad y mesura: metódico, negociador tranquilo, trabaja sin remordimientos al servicio de los intereses estadounidenses, mediante la diplomacia cuando puede y mediante el conflicto si hace falta.
Una estudiada melancolía impregna toda la estructura de la obra. Los capítulos levantan piedra a piedra una estatua del comandante cuya solemne altura, que domina la ruidosa era de los Donald Trump y los Joe Biden, basta para sentenciar la diplomacia y el mundo político estadounidense actuales. Glasser y Baker describen un tiempo pasado, en parte mítico, cuando en Washington las posturas morales todavía no habían remplazado a las ideas y cuando la política exterior era objeto de un debate intelectual exigente entre demócratas y republicanos, los cuales, según los autores, todavía no habían cambiado el civismo por el insulto y la vacuidad intelectual.
“Espejo de príncipes” en el plano moral, The Man Who Ran Washington (“El hombre que gobernó Washington”) también es un manual de cortesanos, como la obra epónima publicada en 1528 por Baldassarre Castiglione. Baker es un pragmático que adapta su juego a cada uno de los papeles que el destino –y su ambición– le asigna. Viste con igual soltura la muceta de Richelieu en el Departamento de Estado como el sayal del padre José cuando regresa a posiciones menos expuestas. Las dos primeras partes de la obra muestran que su éxito se explica por el reflejo atávico de construir permanentemente un equilibro de poderes, sea cual sea la naturaleza o el propósito de la acción que dirige. El cursus honorum washingtoniano de este abogado de negocios tejano no está sembrado de cadáveres de rivales sino más bien de tratos explícitos o tácitos cerrados con estos últimos, con los que, a fin de no cargarse con odios inútiles, prefiere ponerse de acuerdo tras haberlos dominado o superado marginalmente. Las descripciones de sus discusiones con Edwin Meese y Henry Kissinger, con los hermanos Bush o con el propio Reagan figuran entre los mejores pasajes del libro. Esta capacidad para tener en cuenta las opiniones del adversario puede explicar en parte la política exterior de relativa interacción que patrocina durante la presidencia de Bush padre.
Lo que se designa como “realismo” tiene menos que ver con una escuela que con una sensibilidad, más allá de las etiquetas partidistas. “En todos los partidos, cuanto más ingenio tiene un hombre, menos es de su partido”, escribía Stendhal en el prefacio de su Vida de Napoleón. Al centrarse más en un carácter que en una ideología, esta biografía es una interesante demostración de esa paradoja.