El Japón tradicional consideraba los fenómenos naturales, como las sequías, las epidemias, las erupciones volcánicas o la caída de estrellas fugaces, e incluso la llegada de extranjeros, como resultado de la negligencia de las clases dirigentes. En la medida en que el orden social se fundamentaba en una naturaleza a la que trataba de imitar, todo cambio era percibido como una advertencia, el signo premonitorio de catástrofes más graves, las que a su vez anunciaban la caída del régimen en el poder. “Cuando los dirigentes son malos, ocurren catástrofes naturales”, explicaba con fatalismo una anciana de Tokio, citada por el diario The New York Times del 20 de marzo. Su comentario ilustra una visión ancestral de la sabiduría en política.
Al anunciar que el desastre consecutivo al seísmo del 11 de marzo fue el mayor sufrido por Japón desde la capitulación de 1945, el Primer Ministro Kan Naoto no dejó de (...)