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Dossier Estados Unidos: ¿Cambio o restauración?

Un tsunami lacrimógeno

¿Basta con llorar para decir la verdad? Ese malentendido podría explicar que, en un periodo en el que la mentira domina la vida política estadounidense y las redes sociales, las lágrimas inunden la escena.

por Thomas Frank, diciembre de 2020

Estados Unidos vive una edad de oro de las lágrimas. Lloran nuestros políticos. Lloran nuestros jueces. Lloran nuestros tertulianos televisivos. Lloran los partidarios del candidato a las presidenciales derrotado. Lloran los partidarios del candidato ganador. La prensa se llena de editoriales relatando los orgasmos lacrimógenos que les provocó tal o cual político. Motivo, en fin, de orgullo moral.

Al mismo tiempo es objeto de ridículo. Solo lloran los débiles, creen también los estadounidenses, y esta ruda nación de pioneros y emprendedores se aparta asqueada ante su infantilismo. Durante los meses que siguieron a la derrota de Hillary Clinton en las elecciones de 2016, YouTube se llenó de vídeos de demócratas derramando lágrimas de tristeza en la noche electoral, para deleite de los conservadores, que disfrutaban contemplando a idealistas de buena cuna y con estudios sucumbir al cruel aplastamiento de sus anhelos y ambiciones. Inevitablemente, la frase “lágrimas de progre” se convirtió en uno de los grandes memes de la era Trump: el presidente mismo se burló en sus mítines de los llantos de 2016; “Make Liberals Cry Again” (“Hagamos que los progres vuelvan a llorar”) era un eslogan típico en las pancartas y las banderas de apoyo a la reelección de Trump; y hasta existe una línea de accesorios para armas de fuego que juguetea con el meme en su nombre, Liberal Tears (en referencia a la expresión “I Lube My Rifles with Liberal Tears”, “Mis rifles están lubricados con lágrimas de progre”).

Según su costumbre, los progres han reaccionado a esta oleada de sano cachondeo a su costa teorizándola y decretando que revela alguna falla grave en la personalidad de los conservadores. “La expresión ‘Hagámosles llorar’ se convierte específicamente en un discurso de poder –aleccionaba la columnista Monica Hesse en The Washington Post el pasado 5 de noviembre–. Es la historia del fuerte humillando a quienes juzga débiles por simple diversión y porque puede”. Una actitud un tanto curiosa para un diario propiedad de Jeff Bezos, el hombre más rico del mundo, y usada para defender un partido político que, lejos de ser “débil”, se dedica a agraviar a sus oponentes y ha recaudado para su campaña más millones en donativos y gastado muchos más que esos republicanos tan crueles.

Aún mejor: diez días después de la publicación de la columna de Hesse, The Washington Post incluía en su portada una viñeta en la que Trump aparecía caricaturizado como un bebé grande en plena rabieta por haber perdido frente a Joe Biden. Este periódico contradecía así de alegremente a su propia columnista porque reírse de las desgracias del otro bando es un agradable pasatiempo compartido por ambos partidos. En 2012, por ejemplo, apareció brevemente una página web titulada “Blancos llorando por [Mitt] Romney” que invitaba a los internautas a reírse de las imágenes de republicanos derrumbados tras la derrota de su candidato frente a Barack Obama.

A los seguidores de ambos partidos les gusta reírse de los perdedores y consideran las lágrimas de su propio bando como nobles y justas, manifestaciones tangibles de genuino sentimiento político y pruebas de virtud filosófica. En sus apariciones públicas, por ejemplo, el presidente Trump solía deleitar al público con la anécdota de una delegación de obreros (unas veces mineros del carbón, otras, trabajadores del metal) que no pudieron evitar romper a llorar en presencia de su poderosísima aura presidencial.

Pero esas llantinas republicanas palidecieron ante el tsunami de lágrimas de felicidad que provocó la derrota de Trump y que la prensa nacional documentó concienzudamente. En The New York Times, por ejemplo, la estrella de la televisión Padma Lakshmi narraba cómo sintió un misterioso calor interior que “salió de mí en un estallido incontrolable de lágrimas” cuando supo que Kamala Harris había sido elegida como vicepresidenta y después contó cómo “volvió a llorar” cuando presenció su (ramplón) discurso de victoria. Explica que se conmovió hasta ese punto porque, según ella, Harris “ofrece a muchas mujeres negras y de color un sentimiento de pertenencia”.

Uno de los métodos más preciados para hacer que fluyan las lágrimas virtuosas es la exhibición de la inocencia de la infancia en mitad del contaminado ambiente de la política estadounidense. El premio aquí se lo lleva el juez Brett Kavanaugh, cuya nominación en 2018 a la Corte Suprema se vio interrumpida por acusaciones de agresión sexual. Su defensa consistió en relatar, entre otras muchas cosas, cómo su hija, “la pequeña Liza, a sus diez añitos”, pensó en rezar por la acusadora de su padre. Mientras el país entero miraba, Kavanaugh acabó llorando a moco tendido enternecido por su propia anécdota (más adelante se confirmó su nominación a la Corte Suprema). Y cómo olvidar el espectáculo que dio el pobre Van Jones, este antiguo revolucionario convertido en tertuliano de la CNN, luchando durante dos minutos de riguroso directo por contener las lágrimas tras el anuncio de la victoria de Joe Biden. La emoción de Jones resultaba comprensible (“Esta mañana es más fácil ser padre –dejó escapar angustiosamente–. Es más fácil decirles a tus hijos que la moral importa”), pero lo raro es el modo en el que la cámara mantiene fijo el plano mientras trata de hablar ofreciendo al espectador un episodio de incomodidad deliberadamente prolongado.

Las lágrimas denotan sinceridad en tales situaciones, en las que el cuerpo atestigua la propia sinceridad. Nadie osaría cuestionar la autenticidad de la emoción de la persona que llora; de eso se trata y por eso la cámara hace zoom y muestra cómo se corre el maquillaje. Y por eso se hace necesario cada cierto tiempo recordarles a los estadounidenses cuántas veces han sido engañados por tales exhibiciones de virtuosismo lacrimógeno. En los años 1980 y 1990, los telepredicadores que estallaban en teatrales llantinas fraudulentas se convirtieron en poco menos que una vergüenza nacional. Las lágrimas eran uno de los artificios con los que nos embaucaban. De un modo similar, William Clinton, el más sentimental de nuestros presidentes recientes, parecía capaz de abrir y cerrar el grifo a placer. El llanto táctico solo era uno más de los trucos que guardaba en la manga.

Vamos, que los políticos estadounidenses lloran porque llorar funciona. Las lágrimas persuaden. Afianzan la posición moral del llorón como víctima injustamente perseguida por el poderoso. Aportan sinceridad y sugieren una nobleza interior. Hillary Clinton, famosa por su férreo temperamento, solo se ha derribado (que yo sepa) una vez ante las cámaras de la nación, y lo hizo en respuesta a la siguiente pregunta, formulada tras un largo día de campaña en 2008: “¿Cómo lo haces?... ¿Cómo consigues mantenerte así de positiva y maravillosa?”. Sus veteranos partidarios lo consideran como uno de sus mejores momentos (1).

El imperioso Donald Trump es otro que no llora en público, pero sí que se enfurruña y hace pucheros y protesta. Incluso se presenta a sí mismo como el “quejica más fabuloso” de la nación: “Lloriqueo y lloriqueo hasta que me salgo con la mía”, confió una vez a la CNN (11 de agosto de 2015). También lloriquea y lloriquea cuando pierde. Sus agravios son un pozo sin fondo, lastimeros y sin fin. De madrugada tuitea sobre lo mal que le trata la prensa y sobre los malvados que le están arrebatando fraudulentamente la reelección y sobre la flagrante falta de respeto que muestra su Administración por sus puntos de vista totalmente intachables. Como magnate que se ha abierto paso en la vida literalmente a base de lloriquear, encarna perfectamente al movimiento conservador, ese que vende su doctrina de la supervivencia del más fuerte a base de lloriquear porque esos malvados progres quieren acabar con la Navidad y la televisión se burla de los valores de los ciudadanos humildes y piadosos.

En este sentido, las lágrimas son de lo que va realmente la política estadounidense. Son el argumento más fuerte de nuestro vocabulario político. Se bastan y se sobran para acaparar portadas. Joe Biden, un sentimental declarado, no ha logrado la presidencia aupado por ambiciosas propuestas, sino por el rechazo que provoca el detestable Trump. Mientras, los republicanos siguen erre que erre con sus guerras culturales sin sentido y su llamada nostálgica a “devolverle a Estados Unidos su esplendor”. Ninguno de los dos partidos tiene planeado meter en cintura a Wall Street o a Silicon Valley o reindustrializar Pensilvania y Michigan. Al contrario, el debate político se ha convertido en un bufé libre de acusaciones morales en el que aquellos que empuñan los fusiles de asalto se sienten víctimas y en el que investigadores autoproclamados patrullan Internet a la caza del privilegio y del adjetivo irrespetuoso. Nuestro debate político se está reduciendo a un intercambio de agravios personales y, claro está, lloramos. Lloramos porque somos los más nobles, lloramos porque somos los más viles, lloramos porque estamos excluidos, porque somos perseguidos, lloramos porque somos los vencedores, lloramos porque jamás de los jamases nos salimos con la nuestra.

El poeta polaco Tadeusz Różewicz, superviviente de las muchas catástrofes que han asolado a Europa, dijo una vez que Estados Unidos era la “superpotencia llorica”. En un poema sarcástico que lleva esa expresión por título, describe la investidura del presidente George W. Bush en 2001: un gran momento de despliegue sentimental durante el cual los participantes derraman torrentes de lágrimas, antes de ponerse sus vestidos de noche y sus botas de cowboy para asistir a un suntuoso banquete.

Desde fuera, debe de resultar extraño observar a la nación más rica y poderosa del mundo decidir su camino a base de moralina y mojigatería, posiciones ambas bañadas en millones de litros de lágrimas estadounidenses de alto octanaje. Cómo de irritante debe de resultar ser consciente además de que lo que sea que este país decida hacer tendrá enormes consecuencias para el tuyo y para tu vida y que tus lágrimas no tendrán ningún peso en nuestras majestuosas deliberaciones.

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(1) Véase Michael Kruse, “The woman who made Hillary cry”, Politico, 20 de abril de 2015.

Thomas Frank

Periodista e historiador. Autor de The People, No: A Brief History of Anti-Populism (Metropolitan Books, Nueva York, 2020), La conquista de lo cool (Alpha Decay, 2011, Barcelona) y ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos (Acuarela Libros, 2008, Madrid), entre otros ensayos.

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