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Dossier Estados Unidos: ¿Cambio o restauración?

El trumpismo sin Donald Trump

por Jerome Karabel, diciembre de 2020

Tras varios días de agónica espera, Joseph (“Joe”) Biden finalmente logró una ajustada victoria contra Donald Trump. Pero esta victoria ha quedado muy lejos de ser el repudio decidido a Trump –y el trumpismo– que los demócratas tanto ansiaban. Al contrario, las elecciones en sí han sido un desastre para los demócratas. A pesar de la impresionante suma recaudada para financiar su campaña (1.500 millones de dólares en solo tres meses, de julio a septiembre) (1), no han sido capaces de recuperar el control del Senado, han perdido escaños en la Cámara de Representantes, y fracasaron en su empeño por hacerse con el control en la mayoría de legislaturas estatales, que detentan un poder considerable en el sistema federal estadounidense.

La incómoda realidad es que de no haber sido por la pandemia y la catástrofe económica que la siguió –la tasa de desempleo alcanzó en abril el 14,7%, una cifra inaudita desde la década de 1930–, Donald Trump iba camino de una probable reelección. Tras cuatro años de exposición incesante al presidente, a sus constantes mentiras, a su desastrosa gestión de la pandemia, a su crueldad, a sus teorías de la conspiración, a su machismo, a su manifiesta incompetencia, los estadounidenses han respondido concediéndole al menos 73,7 millones de votos (2), el mayor número jamás recibido por un candidato republicano.

En febrero de 2020 la economía marchaba bien. La tasa de desempleo estaba en un mínimo histórico del 3,5%, la inflación no superaba el 2,3% y el crecimiento en el último trimestre de 2019 avanzaba a un vigoroso ritmo del 2,4%. Este dinamismo, asociado a la ausencia de una guerra importante, llevó a muchos politólogos y economistas a concluir que Trump partía desde una posición ventajosa (3). La pandemia y el desastroso revés económico que la siguió asestaron un golpe devastador a las perspectivas de Trump. Pero el trumpismo no ha sido purgado en absoluto del paisaje político.

Trump retiene el apoyo no solo de millones de seguidores entusiastas, sino también de una vasta red de organizaciones conservadoras, como el Club for Growth (“Club por el crecimiento”, hostil a los impuestos y a la redistribución), el Family Research Council (un grupo de cristianos evangélicos opuestos al aborto, al divorcio, a los derechos de los homosexuales…), así como de medios de comunicación como Fox News o Breitbart News. Los ingredientes que dotaron de atractivo a Donald Trump siguen estando presentes: un extendido sentimiento antiinmigración en un momento en el que el país está inmerso en el mayor proceso de transformación demográfica del último siglo, el conflicto racial, la condescendencia hacia las clases obreras por parte de las elites con titulación universitaria y la creciente sensación de que la globalización ha servido a los intereses de las multinacionales y de unos pocos en detrimento de la mayoría.

El trumpismo forma parte de una revuelta “populista” global contra las elites políticas, culturales y económicas, que ejerce su mayor atractivo entre aquellos cuyas vidas se han visto perturbadas por la globalización y la desindustrialización. Según señala John Judis, los movimientos “populistas” de derechas tienden a prosperar cuando los principales partidos políticos ignoran o minimizan los problemas reales (4). Así pues, el Partido Demócrata ha tenido una gran parte de culpa en el ascenso de Donald Trump a la presidencia y en la consolidación del trumpismo. La apuesta de William Clinton por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés, vigente desde el 1 de enero de 1994) y sus presiones a favor de la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC) han acabado asestando un duro golpe al mercado laboral estadounidense. Según estimaciones del Economic Policy Institute, la entrada de China en la OMC provocó la pérdida de 2,4 millones de puestos de trabajo en la industria manufacturera estadounidense (5).

Barack Obama tampoco hizo mucho por demostrar que el Partido Demócrata se preocupaba por la gente de a pie: nombró un secretario del Tesoro próximo a Wall Street (Timothy Geithner), se negó a llevar ante la Justicia a los banqueros responsables de la crisis de 2008 y no hizo nada por proteger a los millones de personas que perdieron su vivienda y sus planes de pensiones a consecuencia de la misma. Hace cuatro años, los demócratas pagaron un alto precio por su frenesí librecambista. Según un estudio de David Autor (6), profesor de economía del Massachusetts Institute of Technology (MIT), las pérdidas de trabajos asociadas a la expansión comercial de China pudieron aportar los márgenes que dieron la victoria a Trump en los estados industriales de Michigan, Wisconsin y Pensilvania, decisivos en su victoria en las elecciones de 2016.

Históricamente considerado como el partido de los trabajadores, el Partido Demócrata lleva tiempo viendo cómo se erosionaba su apoyo entre la clase obrera, especialmente entre quienes se identifican como “blancos”. Esta tendencia se ha confirmado en 2020. Según los primeros sondeos a pie de urna (véase la gráfica de la página 17), Trump se hizo con el voto del 67% de los votantes blancos sin estudios superiores (frente al 32% obtenido por Biden). El candidato republicano era especialmente popular entre los cristianos evangélicos blancos (76% de los votos) y entre los residentes en áreas rurales (57%). Las demarcaciones más pobres del país, donde el apoyo al Partido Republicano ha ido en aumento desde el año 2000, son ahora las más inclinadas al voto conservador, mientras que cuarenta y cuatro de los cincuenta distritos más ricos –y los diez más ricos en su totalidad– están representados actualmente por demócratas. Esta inversión de la relación entre clase y opción política ofrece un terreno fértil para el resurgir de un trumpismo sin Donald Trump. Puesto que si el Partido Demócrata sigue descuidando a los vulnerables y a los que han quedado atrás, muchos seguirán pasándose a un bando republicano que les ofrece un menú variado de chivos expiatorios para explicar sus problemas: inmigrantes, negros, extranjeros y la todopoderosa, aunque de definición difusa, “elite”.

Que nadie se confunda: el Partido Republicano se ha convertido en un partido de extrema derecha, con muchos puntos en común con las formaciones autárquicas que gobiernan actualmente en Hungría y Turquía. Aquellos republicanos que se oponían a esta tendencia, como el senador de Arizona Jeffrey Flake (2013-2019) y el congresista de Carolina del Sur Marshall (“Mark”) Sanford (2013-2019), han sido condenados al ostracismo y el partido se encuentra ahora en manos de los trumpistas, y probablemente así seguirá siendo en el futuro próximo. Comparada con otras democracias capitalistas, Estados Unidos ofrece un terreno particularmente fértil para el populismo de derechas. El recurso al racismo de dicho movimiento tiene raíces profundas en este país. Fijémonos por ejemplo en la exitosa campaña que el candidato independiente George Wallace hizo en 1968 y en su discurso inaugural como gobernador de Alabama, cuando pronunció las famosas palabras “segregación hoy, segregación mañana, segregación siempre”. Sumémosle a esto un potente sentimiento antiinmigración similar al que se presenta en muchos países de Europa y un Estado del bienestar débil e incapaz de proteger a los más vulnerables y tendremos el cóctel perfecto para el apoyo masivo a un futuro movimiento trumpista.

La amenaza que supone este es aún mayor en Estados Unidos que en la mayoría de países europeos, donde los sistemas de representación proporcional a menudo –aunque no siempre– relegan a los márgenes a los partidos populistas de derechas. Ahí están, por ejemplo, los Países Bajos, donde el Partido por la Libertad tan solo logró un 13% de los votos en las elecciones parlamentarias de 2017, o España y el 15% que logró Vox en las generales de 2019. Pero en Estados Unidos, la derecha populista controla ahora mismo uno de los dos principales partidos y el sistema electoral de escrutinio mayoritario uninominal sigue suponiendo un obstáculo infranqueable para el surgimiento de terceras fuerzas. Así pues, el sistema lo tiene todo para el ascenso de un futuro demagogo aún más peligroso que Donald Trump. Basta con imaginar a alguien con el carisma de Ronald Reagan y la inteligencia y disciplina de Barack Obama…

La llegada al poder de Biden coincide con un momento de máxima polarización en un país en el que la covid-19 ha exacerbado las desigualdades sociales que prepararon el terreno a la llegada de Trump, y no está claro que Biden vaya a estar a la altura del reto. Según el Departamento del Trabajo, Estados Unidos atraviesa la crisis económica más desigual de su historia. El desarrollo del teletrabajo ha favorecido mucho más a los autónomos y empleados titulados, que tienen cuatro veces más probabilidades de trabajar desde casa que los que solo cuentan con el graduado escolar (7). En el peor momento de la crisis, la tasa de destrucción de empleos poco remunerados fue ocho veces mayor que la de los puestos bien pagados. Mientras tanto, los estadounidenses más ricos se han forrado. Entre el 18 de marzo, fecha en que se declararon los primeros confinamientos en Estados Unidos y el 20 de octubre, los 643 milmillonarios del país incrementaron sus fortunas en 931.000 millones de dólares –casi un tercio de su riqueza total–. Y Biden está en deuda con estos mismos ultrarricos ya que, en seis meses, aportaron 200 millones de dólares para su campaña en contribuciones de 100.000 dólares o más. Los mayores centros de poder financiero de Estados Unidos –Wall Street, Silicon Valley, Hollywood e incluso los fondos de inversión– han reconocido en Biden a un presidente que no interferirá en sus intereses económicos.

Con el Senado seguramente presidido todavía por el maquiavélico y despiadado senador de Kentucky Mitchell McConnell, Biden tendrá enormes dificultades para ejecutar su agenda legislativa. Cercado por la derecha en el Senado, tendrá que hacer frente también a las presiones del ala izquierda de su partido, encabezada por Bernie Sanders y Elizabeth Warren. Navegar este mar de presiones contrapuestas sería complicado para cualquier presidente, pero lo será mucho más para alguien con tan poco carisma como “sleepy Joe (8). Además, Biden necesitará diferenciarse de las políticas de la Administración de Obama, a la que sirvió tan lealmente como vicepresidente. Si quiere detener el resurgir del trumpismo, Biden deberá actuar con valentía y decisión para demostrar que está de parte de los millones de estadounidenses que llevan sufriendo cuarenta años de políticas neoliberales impuestas tanto por demócratas como por republicanos. Para eso será necesario que se aleje del cauteloso centrismo que ha caracterizado su carrera, algo que ahora mismo sería posible por el drástico cambio de circunstancias, el pujante movimiento progresista en el seno del Partido Demócrata y su justificada fama de político maleable.

¿Y qué aspecto tendría un cambio así? Una estrategia popular sería comenzar a defender en serio un impuesto sobre los beneficios excesivos, especialmente a aquellos que se han enriquecido durante la pandemia, en la línea del que se aprobó tras la Segunda Guerra Mundial. El paquete de medidas de alivio que la Administración de Biden sin duda intentará aprobar no debería ir dirigido a las grandes empresas (como el de Obama en 2009), sino a los que han salido peor parados de la crisis: los trabajadores menos remunerados, los desempleados y los pequeños negocios. Otro paso importante sería aprobar una medida que ofreciera una protección real a los millones de arrendatarios y pequeños propietarios de viviendas que se exponen a un desahucio en mitad de una pandemia.

Claro está, tales medidas lo tienen difícil con un Senado controlado por los republicanos. Pero defenderlas con tenacidad serviría para expresar que el Partido Demócrata ha renovado su compromiso con la clase obrera. Defendiendo un programa así, al menos quedaría claro de qué bando están, lo que les permitiría entrar en campaña contra un Senado “inmovilista” en las importantísimas elecciones al Congreso de 2022. Pero lo más importante de todo es que el resurgir de un Partido Demócrata orientado a la gente de a pie que resucitara el espíritu del New Deal de Franklin Delano Roosevelt sería el mejor antídoto contra un nuevo tipo de trumpismo que podría ser aún más tóxico que el original.

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(1) Rebecca R. Ruiz y Rachel Shorey, “Democrats see a cash surge, with a $1.5 billion ActBlue haul”, The New York Times, 16 de octubre de 2020.

(2) Cifra a 20 de noviembre 2020.

(3) Véase, por ejemplo, Jeff Cox, “Trump is on his way to an easy win in 2020, according to Moody’s accurate election model”, CNBC, 15 de octubre de 2019.

(4) John B. Judis, The Populist Explosion: How the Great Recession Transformed American and European Politics, Columbia Global Reports, Nueva York, 2016. Disponible en castellano con el título de La explosión populista: cómo la Gran Recesión transformó la política en Estados Unidos y Europa, Deusto, Barcelona, 2018.

(5) Robert E. Scott, “US-China trade deficits cost millions of jobs, with losses in every state and in all but one congressional District”, Economic Policy Institute, Washington, DC, 18 de diciembre de 2014.

(6) David Autor, David Dorn, Gordon Hanson y Kaveh Majlesi, “Importing political polarization? The electoral consequences of rising trade exposure”, American Economic Review, vol. 110, n.° 10, Nashville, octubre de 2020.

(7) Heather Long, Andrew Van Dam, Alyssa Fowers y Leslie Shapiro, “The covid-19 recession is the most unequal in modern US history”, The Washington Post, 30 de septiembre 2020.

(8) “Joe, el durmiente”, uno de los apodos que Trump le puso a su oponente demócrata.

Jerome Karabel

Profesor de Sociología en la Universidad de California, Berkeley.

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