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Del desmantelamiento del imperio al caso Epstein

La indestronable monarquía británica

Tras Escocia, Irlanda del Norte y Gales, es el turno del norte de Inglaterra de conocer un movimiento político a favor de la independencia. Tensiones nacionalistas, el caos parlamentario causado por el brexit, el fiasco de la lucha contra la covid-19: la tormenta parece estar arrasando con todo en el Reino Unido. Todo menos la Corona, que sigue aportando un sentimiento de cohesión para una mayoría de británicos.

por Lucie Elven, diciembre de 2020
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Justin Mortimer. — "HM the Queen" (Su Majestad la reina), 1997
Justin Mortimer. — "HM the Queen" (Su Majestad la reina), 1997

Testigos del alborozo que recorrió las calles de Londres el día de la coronación de la reina en 1953, los sociólogos Michael Young y Edward Shils describieron el acontecimiento como “un gran acto de comunión nacional”. Lo que tenía todo el sentido del mundo, escribían, puesto que fue “una experiencia no individual, sino colectiva”, que unió a miles de familias en un fervor popular que recordaba a la celebración de la victoria sobre la Alemania nazi. El aire vibraba con el calor humano, hasta los carteristas habían dejado de ejercer su trabajo y reinaba un espíritu de comunión que habría sido el horror de “quienes tienen la tendencia racionalista de los ilustrados de nuestra época, especialmente aquellos con inclinaciones políticas radicales o liberales” (1).

Actualmente, pese a que las desigualdades crecen sin cesar en el Reino Unido, la monarquía parece conservar su popularidad de siempre. Casi dos de cada tres británicos aprueban su existencia. Apenas el 22% desea su desaparición, siendo los escoceses los más hostiles. Una paradoja desconcertante: cuando corren malos tiempos, la Familia Real parece servir de distracción o de consuelo. Durante las bodas reales de los últimos diez años, siempre ha sido fácil encontrar a un ocioso que dijera aquello de que la moral de la nación necesitaba un reconstituyente. Como escribía Walter Bagehot en 1867 en La Constitución inglesa, el pueblo se inclina frente al “espectáculo teatral de la sociedad”, del cual la reina constituye “el punto culminante”.

Isabel II recorre el país luciendo vistosos colores como el albaricoque, el violeta o el pistacho: el 30% de la población afirma haberla visto o reconocido. La reina considera la tarea de revigorizar al pueblo, aunque sea de forma breve o limitada, como una parte importante de sus obligaciones. “Es bastante agradable sentirse como una especie de esponja”, confesaba en 1992, en un documental de la British Broadcasting Corporation (BBC) al evocar su relación con sus súbditos. Esa “esponja” que usa como metáfora del servicio que ella estima que debe rendir sirve para asociarla con una imagen de soberana campechana y próxima al pueblo (2). La escritora Zadie Smith, en un artículo para Vogue, señalaba que “la Sra. Windsor” era muy apreciada por sus gustos ostentosamente calcados a los que imperan entre las clases medias bajas: los perros corgi, las carreras de caballos y el culebrón televisivo EastEnders (3).

La reina reparte honores: es uno de los pocos poderes que aún conserva. “La gente necesita que la animen –observaba de nuevo en 1992–. De lo contrario, el mundo sería un lugar sombrío”. Las palmaditas en la espalda van acompañadas de aportaciones reales a las obras de caridad, lo que denota una preferencia por la filantropía en detrimento del servicio público. Tras la revolución gloriosa de 1688-1689, la monarquía supuestamente debe mantenerse alejada de la política; sus derechos, por retomar la fórmula de Bagehot, se limitan a la potestad de “animar, advertir y ser consultado”. El resultado es que los temas en los que la Familia Real se implica, por muy políticos que sean, pasan a ser gustosamente percibidos como apolíticos.

Cuando el príncipe Guillermo defiende las reivindicaciones de los millennials (aquellos nacidos entre principios de los años 1980 y finales de los 1990) en temas como la salud mental, por ejemplo, o el cambio climático, se convierten en cuestiones de consenso y pasan a fundirse en la categoría de las grandes causas, como la de la investigación contra el cáncer o el apoyo a la Cruz Roja. En octubre de 2020, en un contexto de acalorados debates sobre la herencia de la esclavitud y del Imperio, el príncipe Harry, que este año se ha separado de la Familia Real, habló de su “despertar” de conciencia respecto a la cuestión del racismo sistémico. Esta forma más militante y emocional de afrontar el compromiso humanitario que ya adoptó su madre, Diana Spencer, la célebre Lady Di –por ejemplo, al acudir a un hospital para tomar la mano de un enfermo de sida bajo los flashes de los fotógrafos–, levanta ampollas entre los miembros de edad más avanzada de la casa Windsor.

A menudo, la institución de la Familia Real se utiliza con fines políticos en el frente de las guerras culturales. El actual primer ministro Boris Johnson fue acusado por sus adversarios de “mentirle a la reina” para que declarara la disolución del Parlamento con el fin de conseguir vía libre en la discusión del brexit, en agosto de 2019 (4). Durante su mandato a la cabeza del Partido Laborista, entre 2015 y 2020, a Jeremy Corbyn se le criticó constantemente su falta de deferencia por la reina, su negativa a inclinar la cabeza, a cantar el himno nacional o a ver el discurso televisivo real de Navidad –una falta de patriotismo intolerable–. La curiosa inmunidad que protege a la familia de Isabel II contra cualquier intento de petición de cuentas también tiene su eco en el terreno político: Johnson se ha burlado de la idea de colaborar con las autoridades judiciales estadounidenses en su investigación sobre el príncipe Andrés (sospechoso de haber participado en las agresiones sexuales cometidas por el empresario Jeffrey Epstein), cosa que se cuida mucho de no hacer cuando se trata de Julian Assange.

Gustosamente centrado en la heroica pequeña isla que resistió y venció a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, el relato patriótico británico se complica a la luz de los numerosos lazos que unen a la Familia Real con los nazis, que parecen ir más allá de una simple creencia compartida en las jerarquías dinásticas. Las dos hermanas del consorte de la reina, el príncipe Felipe, instaladas en Alemania, eran próximas al partido nazi, hasta el punto de que una llamó Adolf a su hijo. Tras abdicar para poder casarse con una estadounidense divorciada, Eduardo VIII, tío de Isabel, se instaló en Alemania en 1937 a invitación y a cuenta del Reich; hasta se reunió con el Führer en persona frente a una fábrica de munición. Se le puede ver en fotografías tomadas en el castillo de Balmoral, en Escocia, residencia real escogida por su familia, enseñando a sus sobrinas a hacer el saludo nazi. Más tarde, instalado en las Bahamas, intentó persuadir a Estados Unidos para que se declarara neutral en la guerra contra Alemania. Otro admirador de Adolf Hitler, el duque de Sajonia-Coburgo, primo del abuelo de Isabel, asistió al funeral del rey luciendo el uniforme de general de la Sturmabteilung (Sección de Asalto, SA).

La monarca que más tiempo ha reinado de la historia de Inglaterra y de Europa encarna cierta forma de atemporalidad. Desde el desmantelamiento del Imperio al referéndum sobre el brexit (2016), pasando por el movimiento punk, su edad es lo único que ha cambiado. Hoy en día viste pieles sintéticas, preferidas a las de verdad, pero, en el fondo, la reina es un pedazo de historia conservada en ámbar. De cuando en cuando realiza apariciones para tranquilizar a su pueblo en tiempos de catástrofe. En un discurso pronunciado a comienzos del primer confinamiento causado por la pandemia de covid-19, en marzo, evocó con rictus serio la canción de guerra de Vera Lynn We’ll Meet Again (“Volveremos a encontrarnos”).

La continuidad es un valor apreciado por los monárquicos. En sus Reflexiones sobre la Revolución francesa de 1790, el filósofo Edmund Burke contrapone la fiebre revolucionaria del bando ilustrado a las disposiciones más comedidas de sus colegas y compatriotas. “Tales conspiraciones no existen en Inglaterra”, donde la Constitución emana de la “simplicidad de nuestro carácter nacional”, afirma él, pasando de puntillas sobre la agitación que conoció su país un siglo antes, sobre todo con la ejecución de Carlos I. “Nosotros estamos resueltos a conservar una Iglesia estable, una monarquía estable, una aristocracia estable y una democracia también estable, cada cual según el grado que resulte conveniente. […] Es la desgracia de esta época (y no, como consideran ciertos señores, la gloria) que todo lo somete a discusión, como si la Constitución de nuestro país debiera ser sujeto de altercado en vez de celebración”.

El culto a la tradición se ilustra por ejemplo en la permanencia de esa extraña noción jurídica que es la “prerrogativa real”, en virtud de la cual el Gobierno puede arrogarse los poderes antaño atribuidos a la Corona, que le permiten actuar al margen de la ley. En este contexto, así, tal y como señalaba el politólogo Harold J. Laski, “la Corona es un noble jeroglífico” (5) que permite a muchos oficiales sustraerse de sus responsabilidades, disimuladas tras un velo de misterio. Todas las tentativas de reforma de estas prebendas han encallado siempre en nombre de aquel principio recordado en 2009 por el Gobierno neolaborista de Gordon Brown: “Nuestra Constitución se ha desarrollado de manera orgánica a lo largo de los siglos, por lo que no hay motivo para cambiarla por el placer de cambiarla” (6).

Según el historiador David Cannadine, la continuidad entre los rituales de hoy y los del pasado lejano sería, sin embargo, “en gran medida ilusoria” (7). No sería más que un residuo de tradiciones extravagantes elaboradas en el siglo XIX con el fin de compensar el debilitamiento de los poderes de la Familia Real y la desintegración de su imperio. Según esta hipótesis, habrán de establecerse nuevas tradiciones aún más rocambolescas en los próximos años si la monarquía quiere superar los desafíos que tiene ante sí. El príncipe Carlos, heredero al trono, inundó antaño al Gobierno de cartas sobre arquitectura, el cambio climático y la miseria social. Sin embargo, carece totalmente del tacto político de su madre. Con un índice de popularidad de apenas el 47%, se queda en sexto lugar entre las figuras reales más apreciadas. Hay quien teme que, con la desaparición de Isabel, la monarquía entera se tambalee. Otros, en cambio, difunden por las redes sociales teorías descabelladas que afirman que la reina ya está muerta, reactualizando así la obsesión mórbida de los británicos con el cuerpo de su monarca como personificación del Estado, ya fuera como sifilítico (Enrique VIII), virgen (Isabel I) o aquejado de gota (la reina Ana). “Hoy ya no decapitamos a las damas de la nobleza, pero las sacrificamos a diario”, constata la novelista Hilary Mantel a propósito de la fijación de los medios de comunicación con el físico de Kate Middleton, la esposa del príncipe Guillermo (8).

En el ámbito internacional, la monarquía británica también ha perdido su lustre. Hace unos años, surgieron voces que reclamaban que, tras finalizar el reinado de Isabel II, la dirección de la Commonwealth (9) pasara a ser rotativa entre cada uno de sus miembros o que recayera en una figura política reconocida, antes de que la reina impusiera a Carlos como su sucesor en el cargo. Solo una veintena de países (10) tendrán que reemplazar algún día su retrato en sus billetes: más de la mitad de los Estados de la Commonwealth –31 de 54– son repúblicas en la actualidad. El pasado septiembre, la isla de Barbados decidió retirar a la reina su posición de jefa del Estado. Australia celebró en 1999 un referéndum al respecto que los partidarios de un régimen republicano perdieron por poco. Una votación de la misma naturaleza podría tener lugar en Nueva Zelanda, según su primera ministra Jacinda Ardern, mientras que el 44% de los canadienses se declaran a favor de un divorcio con la Corona británica (frente a un 29% que desea lo contrario).

Sin embargo, esta máquina legal y financiera que es la Casa de Windsor –bautizada como “la empresa” (“The Firm”) por el príncipe Felipe– está perfectamente adaptada a los tiempos modernos. Sigue siendo una de las marcas más lucrativas del mundo. Desde su fuga a Los Ángeles, Harry y su esposa Meghan Markle han transformado literalmente su estatus principesco en una marca registrada, Sussex Royal, que usan tanto para etiquetar anoraks como para ceder patrocinios. Deslumbrada por este cuento de hadas, la biblia de los hombres de negocios, The Economist, le da la vuelta a aquella máxima de Karl Marx que afirmaba que el capitalismo iba a destruir los últimos vestigios del feudalismo, regocijándose porque la monarquía británica ha “reforzado el capitalismo en lugar de socavarlo” (11). La reina adora presentarse como apolítica, trabajadora y comprometida; un compendio de virtudes que no desagradarían al dueño de una start-up: “La mayoría de la gente deja su trabajo fuera de casa. Sin embargo, para mí, el trabajo y la vida son uno –comentaba la reina en la BBC en 1992–. A veces lamento no tener más tiempo para mí”.

A esto se suma que, en el siglo XX y gracias a la televisión y a los paparazzi, los miembros de la Familia Real se convirtieron en celebridades planetarias; en el siglo XXI, el clan se divide entre los que se entregan a la divulgación banal de sí mismos a través de las redes sociales y los que siguen manteniendo el misterio que garantiza su poder. Aunque la reina nunca ha concedido entrevistas a la prensa y la monarquía sigue siendo el único órgano de Estado impermeable a la libertad de información, la Corona se vio obligada a transgredir parcialmente su voto de discreción tras la muerte de la princesa Diana en París, el 31 de agosto de 1997. Como señaló Ignacio Ramonet, el accidente del túnel del Alma supuso un punto de inflexión en la historia de la prensa, un “psicodrama planetario” testimonio de una “globalización emocional”. El flujo de información continuo posibilitado por Internet, la atención maníaca al detalle observada por la prensa amarilla y la cobertura masiva de los grandes medios de comunicación se combinaron para desencadenar una crisis sin precedentes: “Diana se salió del perímetro limitado y folclórico de los famosos para entrar de lleno en las principales secciones serias de la prensa política”. Su muerte fue el “primer episodio de esta nueva era de la información global” (12).

“¿Tiene corazón la Casa de Windsor?”, “Muéstranos que te importa”, “¿Dónde está la reina? ¿Dónde la bandera?”: las portadas de la prensa (13) bulleron de indignación cuando el palacio de Buckingham rehusó con ostentosidad izar la Union Jack a media asta, tal y como según ellos demanda la tradición en caso de muerte de un miembro de la realeza. Aquel mes de septiembre de 1997, la reina cedió a la presión popular y consintió en manifestar su emoción. La explosión de dolor global desencadenada por la muerte de Lady Diana –multitudes en lágrimas, funerales seguidos por la mitad de la población del mundo, el puente del Alma y la calle frente al palacio de Kensington recubiertas de montañas de flores– exigió una respuesta de la reina. En su discurso televisado en directo, el primero en treinta y ocho años, Isabel adoptó un tono personal, casi íntimo, que no era costumbre en ella: “Esto que os digo, tanto como reina como abuela, me sale del corazón”, dijo titubeando levemente al recitar las palabras redactadas por el spin doctor (asesor de comunicación) del primer ministro Anthony Blair, Alastair Campbell.

El reality show real que tantas alegrías da a la prensa amarilla –la nuera bulímica, el hijo adúltero, el hijo ilegítimo rebelde– sirve para humanizar a ojos del público al personal de esta organización secreta. Además, como señala Bagehot, “una familia en el trono es una idea interesante. […] Una Familia Real endulza la vida política con la incorporación estacional de acontecimientos bonitos”. De hecho, los tormentos de la vida familiar ofrecen una agradable distracción del aparentemente inmutable poder ejercido por un clan cuyo estatuto eminentemente especial garantiza su inmunidad frente a cualquier forma de democracia.

La Casa de Windsor domina una cultura gracias a la cual los códigos de clase más refinados, desde el mayordomo hasta el protocolo de los discursos, se han convertido en una especialidad nacional. La industria de la herencia real, que monetiza el pasado e inventa tradiciones, emplea a más trabajadores que la pesca y la industria minera juntas (14). Es una fuente de productos culturales variados y lucrativos, como las películas La reina (2006) y El discurso del rey (2010) o como la serie de Netflix The Crown (estrenada en 2016). Cada vez que un actor o actriz interpreta a un monarca recibe una lluvia de premios prestigiosos, como si interpretar el papel de un rey o una reina representara un logro más remarcable que el de encarnar a cualquier otro ser humano, y como para dar una significancia añadida a una institución que, de manera más o menos ambigua, ya tiene de sobra.

Cada año, la Familia Real le cuesta al país 67 millones de libras (75 millones de euros). Practica la evasión fiscal mediante las exenciones (15) y el drenaje de capitales a territorios off-shore (16). El aval concedido a un clan aristocrático que domina todos los circuitos financieros ha servido para hacer todavía más atractiva la City de Londres para los evasores fiscales de todo el mundo, contribuyendo así al vertiginoso ascenso de los precios y de los alquileres de la capital. En principio, la reina posee una sexta parte de todas las tierras del planeta. En el transcurso de un reciente debate parlamentario en torno a la industria eólica en el mar, Boris Johnson calificó la cartera inmobiliaria de la monarquía, el Crown Estate, de “dueño del fondo marino” (14 de octubre de 2020). La moratoria de los desahucios decretada por el Gobierno para hacer frente a la crisis de la covid-19 se levantó en septiembre, amenazando con dejar en la calle a 55.000 familias. Esa misma semana se anunció que el contribuyente pagaría al Crown Estate una generosa paga extra para compensar parcialmente las pérdidas registradas en la gestión de su parque inmobiliario causada por la pandemia, estimadas en 500 millones de libras esterlinas.

Y, sin embargo, en medio de las disputas que han sacudido al país en los últimos años con motivo del brexit y de la independencia de Escocia, asuntos estrechamente ligados a la cuestión de su soberanía, la monarquía sigue escapando a todas las miradas.

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(1) Edward Shils y Michael Young, “The meaning of the coronation” (PDF), The Sociological Review, vol. 1, n.° 2, Londres, 1 de diciembre de 1953.

(2) Elizabeth R: A Year in the Life of the Queen, BBC, 1992.

(3) Zadie Smith, “Mrs Windsor. The reassuring domesticity of our head of State”, Vogue, Londres, diciembre de 2017.

(4) Severin Carrell y Owen Bowcott, “Did Johnson lie to the Queen? Key questions in supreme court verdict”, The Guardian, Londres, 24 de septiembre de 2019.

(5) Harold J. Laski, “The responsibility of the State in England”, Harvard Law Review, vol. 32, n.° 5, Cambridge (Massachusetts), marzo de 1919.

(6) Review of the executive royal prerogative powers: final report” (PDF), Ministerio de Justicia británico, Londres, octubre de 2009.

(7) David Cannadine, “The context, performance and meaning of ritual: the British monarchy and the ‘invention of tradition’, c. 1820-1977”, en Eric Hobsbawm y Terence Ranger (dir.), The Invention of Tradition, Cambridge University Press, 1983 (en castellano: La invención de la tradición, Crítica, Barcelona, 2002).

(8) Hilary Mantel, “Royal bodies”, London Review of Books, vol. 35, n.° 4, 21 de febrero de 2013.

(9) Federación de cincuenta y cuatro Estados, antiguos territorios británicos, reunidos formalmente en 1949 en forma de unión de países “libres e iguales”. La reina está reconocida como cabeza de la Commonwealth.

(10) Anguilla, Antigua y Barbuda, Australia, las Bahamas, Belice, las Bermudas, islas Caimán, Canadá, Chipre, Dominica, Gibraltar, Granada, Guernesey, Jersey, Malvinas, isla de Man, Montserrat, Nueva Zelanda, San Cristóbal y Nieves, Santa Helena, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Tuvalu.

(11) Harry, Meghan and Marx”, The Economist, Londres, 16 de enero de 2020.

(12) Ignacio Ramonet, “Contra el mimetismo”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 1998.

(13) The Daily Mail, The Express y The Sun, respectivamente.

(14) Sam Wetherell y Laura Gutiérrez, “It just won’t die”, Jacobin, Nueva York, 19 de mayo de 2018.

(16) Hilary Osborne, “Revealed: Queen’s private estate invested millions of pounds offshore”, The Guardian, 5 de noviembre de 2017.

Lucie Elven

Periodista y escritora, autora de The Weak Spot, Soft Skull Press, Nueva York, 2021.