En 2010, los votantes de Toronto, una de las ciudades más étnicamente diversas del mundo y supuesto bastión progresista, eligieron como alcalde a un racista empedernido. Rob Ford era un patán vulgar e incoherente, hijo de un milmillonario, que se dio a conocer por sus encontronazos públicos con sus colegas del consejo municipal y por sus diatribas racistas contra todas las minorías imaginables. Pero cuando Ford salió elegido, no fue a lomos de una oleada de resentimiento blanco (1) contra la diversidad, como podría esperarse. En realidad, fueron los inmigrantes y las minorías, la misma gente que supuestamente debía ofenderse con Ford, quienes posibilitaron su llegada al poder. Es más, a pesar de la crudeza desacomplejada de su discurso, o puede que incluso gracias a ella, una parte considerable de las personas que él detestaba le respondían con adoración.
“Obeso, drogadicto e inculto y, aun así, alcalde nuestro. En esta historia de éxito contra todo pronóstico, Ford es el antihéroe. Dice lo que los desposeídos querrían poder decir”, apuntaba un perfil en la revista Toronto Life (29 de septiembre de 2014) sobre la sorprendente popularidad del alcalde. “Nadie se parte la cara por la gente tanto como yo, sea cual sea su raza”, soltó un día estando borracho para acto seguido contradecirse profiriendo una diatriba de insultos racistas rematada con un: “Soy el tío más racista del mundo. Soy el alcalde de Toronto”.
En aquel entonces, yo vivía en Toronto y fui testigo del ascenso de Ford. Mientras que los medios de comunicación se afanaban por llamarle racista, apelativo que prácticamente llevaba por bandera, Ford los dejó patidifusos al sacar el 80% de sus votos de los barrios de mayoría inmigrante y obrera (2) en los que se le tenía por una especie de héroe popular. Muchos de mis amigos lo apoyaron. Todavía hoy muchos recuerdan con nostalgia compartir un canutito de marihuana con el alcalde tras cruzárselo en una gasolinera o en algún restaurante de comida rápida de la ciudad. La gente no le daba importancia a los orígenes más que acomodados de Ford, o a su consumo de drogas duras, sus constantes salidas de tono o su notoria incompetencia, sino que prefería quedarse con su lado más campechano y accesible.
Cuanto más se ensañaban con él los medios, más cariño despertaba entre sus simpatizantes. Ford no tenía mucho que ofrecer en términos de programa político o buena gobernanza, pero su personalidad excéntrica era, en palabras del Toronto Life, como “un puño con el dedo corazón extendido” contra un establishment percibido por muchos como arrogante, hipócrita y autocomplaciente.
Mientras veía las reacciones a los sondeos a pie de urna de las elecciones estadounidenses de 2020 no pude evitar recordar la historia de Ford, que falleció a causa de un cáncer hace cuatro años. Para sorpresa de muchos, parecían mostrar un aumento del voto no blanco a favor del presidente Trump. Pese a cuatro años de lo que muchos califican como racismo manifiesto, Trump consiguió atraer a más votantes entre los negros y los latinos en estas elecciones que en la campaña de 2016 contra Hillary Clinton. Los sondeos de opinión llevados a cabo por Edison Research y publicados en The New York Times también sugieren que Trump se hizo con un tercio del electorado de origen asiático –más que suficiente para refutar la noción de que su política solo apela a un reducido grupo de nacionalistas blancos–.
Como ya es tradición entre los candidatos demócratas, Joe Biden consiguió mayorías fuertes entre todos los grupos demográficos no blancos. En áreas urbanas clave como Filadelfia, Milwaukee, Atlanta o Phoenix, los votantes de color aportaron una reserva de votos decisiva para su victoria. Con todo, y teniendo en cuenta hasta qué punto Trump parecía el racismo encarnado en candidato y la fuerza con la que los progresistas han apostado por el cambio demográfico a largo plazo como punto a su favor, merece la pena preguntarse cómo se las ingenió para incrementar, aunque sea marginalmente, su atractivo entre los votantes no blancos tras cuatro años de políticas divisivas y temerarias. Por decirlo de otro modo: ¿cómo consiguió alguien abiertamente racista mantener e incluso incrementar sus apoyos entre los votantes negros, latinos y de otras razas?
Quizá una explicación sea que, para muchos votantes no blancos, Trump sencillamente no encaja en su definición de racismo. La definición de racismo a menudo fluctúa en función de la afiliación de clase, sobre todo cuando se expresa de forma ambigua y con sobreentendidos. Incluso cuando Trump emite declaraciones trufadas de connotaciones racistas en temas como la inmigración o el crimen, no está del todo claro que los estadounidenses de color lo perciban como un ataque personal. Trump parece encantado con sus votantes negros y latinos, siempre y cuando encajen con cierta imagen de orden y éxito.
Las categorías raciales, claro está, son complejas, y la idea de que las minorías votan en bloque, un mito. Si los resultados de las últimas elecciones sirven para acabar con la ilusión de que los inmigrantes o las personas de color constituyen algún tipo de monolito político, algo habremos avanzado ya. Trump, por ejemplo, parece haberse beneficiado mucho del apoyo de los cubanoestadounidenses del condado estratégico de Miami-Dade, en Florida, una comunidad codificada como latina, pero que a menudo se autoidentifica como blanca y que parece haber puesto su anticomunismo en lo más alto de su agenda política.
Por su parte, los políticos progresistas llevan tiempo lanzando acusaciones de racismo a diestro y siniestro para erigirse así en únicos amigos de la gente de color y en merecedores por defecto de su apoyo político. No siempre sale bien. Entre las clases obreras de todo origen ha calado el desencanto ante una élite política que, además de haberse mostrado incapaz de mejorar sus condiciones de vida, perciben les dedica un trato condescendiente, un estereotipo que los medios de extrema derecha no dudan en exacerbar y explotar hasta la saciedad. Para muchos, la satisfacción de ver gritar escandalizada a esta casta ya hace que merezca la pena votar al primer alborotador que se presente, por muy salvaje que sea.
Al igual que Rob Ford hace años, Trump recurre con gusto a prácticamente todos los tópicos raciales imaginables y pisotea con regularidad los delicados eufemismos del discurso de la élite estadounidense. Su comportamiento parece haber espantado a algunos votantes blancos, especialmente entre los titulados universitarios, enfrascados como están en una batalla a muerte política y cultural con los blancos sin estudios. Pero el comportamiento de Trump no parece haberle dañado del mismo modo entre los votantes no blancos.
“La percepción de que Trump es un racista parece ser una de las fuerzas principales que están empujando a los blancos hacia los demócratas. ¿Por qué se da el patrón opuesto entre los votantes pertenecientes a minorías, es decir, entre los que son el supuesto objetivo del racismo de Trump?”, se pregunta Musa al-Gharbi, profesor de sociología de la Columbia University, en un esclarecedor artículo para NBC News publicado justo antes de las elecciones. “Es posible que muchos de esos votantes sencillamente no vean ningún racismo en algunos de sus polémicos comentarios y políticas. Demasiado a menudo los académicos tratan de determinar si algo es racista fijándose exclusivamente en si las propuestas o la retórica empleada que provocan su desacuerdo calan entre los blancos, y ni siquiera se molestan en comprobar si es posible que también resulten atractivas para las minorías. Sin embargo, cuando sí lo hacen, los resultados tienden a ser sorprendentes” (3) (léase “En un principio era pura palabrería”).
La retórica conservadora en torno a temas como la inmigración, la policía y el crimen frecuentemente parece calar tanto o más entre los votantes negros y latinos que entre los blancos conservadores. Ambos grupos, junto con buena parte de los asioamericanos, muestran tendencias más conservadoras en ciertos temas, especialmente la religión, que las de los progresistas blancos que conforman la mayoría de votantes de la coalición demócrata. No obstante, todo esto no se ha traducido en un apoyo mayoritario al Partido Republicano –al menos no de momento–, pero debería recordar a los demócratas que no deben dar por hecho el voto no blanco.
Previamente, este mismo año, Al-Gharbi escribió otro artículo sobre la excesiva comodidad con la que las élites ejercen de árbitro a la hora de definir las políticas de raza y el racismo en Estados Unidos: las élites han asumido que son ellas quienes defienden del racismo a la gente. El modo en el que algunos progresistas han empleado el tema para bloquear otras reivindicaciones de clase constituye solo una parte del problema, argumenta Al-Gharbi en el citado artículo, oportunamente titulado “¿Quién debe definir qué es el racismo?”. “Las élites blancas, que juegan un papel desmesurado a la hora de definir el racismo en la academia, la prensa y la cultura en sentido amplio, parecen definir el racismo según los criterios que coinciden con sus propias preferencias y prioridades –escribe Al-Gharbi–. En vez de desmantelar los privilegios de los blancos o de devolverle sus derechos a quienes han sido despojados de ellos, parecen más empeñadas en seguir acumulando capital social y cultural en manos de los blancos ‘buenos’” (4).
En el plano electoral, este retrato puede suscitar algunas objeciones. Por ejemplo, está claro que las acusaciones de racismo dirigidas a Trump no provienen solo de las élites blancas con estudios: muchos de los activistas, políticos, y gente de a pie haciendo sonar la alarma sobre el presidente son personas de color que no pertenecen a ninguna élite. Con todo, la crítica de Al-Gharbi resulta lógica. Para los políticos demócratas, tan confiados en estos temas, tiene todo el sentido del mundo definir el racismo del modo que los deje en mejor lugar frente a los republicanos. Esto explica en parte el entusiasmo con el que abrazan todas las innovaciones lingüísticas que supuestamente tienen en cuenta los derechos de las minorías, incluso cuando dichas minorías no siempre parecen compartir el mismo interés (5).
Al arrogarse a sí mismos el papel de árbitros en la cuestión del racismo, los progresistas blancos se arriesgan a politizar el tema para su beneficio y a arrebatárselo a los principales interesados al reducir así una cuestión vital para ellos hasta convertirla en una mera arma arrojadiza con la que dirimir discusiones con otras élites blancas. Este tipo de uso politizado de las acusaciones de racismo corre el peligro de dañar a las minorías al vaciar de significado un concepto que a veces realmente necesitan para defender sus derechos y su dignidad frente a los asaltos que sufren. Hasta cierto punto, un ejemplo del mismo fenómeno puede verse en el aprovechamiento de las acusaciones de antisemitismo para desacreditar cualquier crítica legítima a la política exterior estadounidense respecto a Israel.
Es difícil saber qué motivó a la gente de color que apoyó a Trump en estas elecciones. Es posible, por ejemplo, que su retórica viril encontrara un eco favorable entre los hombres para los que sus intereses de género priman sobre sus intereses de raza o clase a la hora de decidir su voto. Pero está claro que los demócratas podrían contrarrestar tales influencias culturales si se decidieran a adoptar políticas que supusieran una mejora material en las condiciones de vida de las clases obreras.
Pero el puré desustanciado de políticas de identidad simbólicas ofertado por los demócratas no está haciendo mucho por ayudar a las minorías, y muchos no van a seguir aceptándolo eternamente. Medidas como un aumento del salario mínimo o la sanidad universal reducirían de manera tangible las desigualdades raciales sin marginar a la clase obrera blanca, que se beneficiaría también de tales medidas. Sin embargo, durante años, los demócratas han persistido en su obstinado rechazo a cualquier reforma económica o social ambiciosa y han optado por meros gestos inofensivos de cara a la galería con la esperanza de que sigan colando. A estas alturas, es obvio que este método hace aguas. Puede que los demócratas hayan salvado el cuello por muy poquito esta vez, pero quizá deberían plantearse dónde estarían hoy si no hubieran tenido en frente a un rival orgullosamente inútil e incapaz de hacer frente a un desastre sanitario, social y económico de proporciones históricas.
Si el racismo se tratara como un error en el que caen las personas, uno rectificable, y no como una etiqueta moral con la que definirlas, quizá podríamos enfriar un poco esta interminable guerra cultural que acaba llevando a posibles aliados a adoptar posturas defensivas y dejando en segundo plano intereses económicos compartidos.
Publicado originalmente en la plataforma informativa sin ánimo de lucro The Intercept, el 6 de noviembre de 2020.