Películas tunecinas, especialmente algunas realizadas por directoras, se van abriendo paso en las pantallas: en junio de 2020, por primera vez, Netflix añadió cuatro de ellas a su catálogo, entre las cuales El sueño de Noura (2019), de Hinde Boujemaa; otro estreno de 2021, El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania, fue nominada a los Oscar. También se presentaron varios largometrajes tunecinos en la edición de este año del Festival de Cannes, al tiempo que el de La Rochelle rendía homenaje a Ben Hania y programaba películas de otras siete cineastas pertenecientes las más de ellas a la generación surgida tras la “primavera árabe”.
En un momento en que esta “primavera”, iniciada a finales de 2010, también da señales de descomposición en Túnez (el presidente Kais Said se ha hecho con todo el poder), el cine nos ayuda a comprender lo que está en juego hoy, empezando por los derechos de las mujeres: “Nunca olvidemos que bastará con una crisis política, económica o religiosa para que estos sean cuestionados”, recuerda la académica Henda Haoula, citando a Simone de Beauvoir (1). Las películas de Boujemaa y Ben Hania son desde luego feministas. En El sueño de Noura, la primera describe la criminalización del adulterio como violencia contra las mujeres. En La bella y los perros (2017), la segunda muestra por qué una violación puede seguir siendo silenciada. Unos años antes, de forma menos frontal, Raja Amari contó la historia de cómo un ama de casa rompe sus cadenas yendo a bailar a un cabaré en Satin rouge (2002). “Me gusta mostrar a mujeres que traspasan los límites que ellas mismas se han impuesto”, explica. Nadia El Fani, por su parte, ha traspasado esos límites en la vida real: Même pas mal (2012) cuenta la historia de la fetua de la que fue víctima tras difundirse en Túnez Ni Allah ni maître (2011), en la que declaraba su ateísmo.
En este cine, que puede ser objeto de producciones internacionales –Arabia Saudí, que no es el país más avanzado en el tema de la emancipación femenina, coproduce Les Filles d’Olfa (2)–, jóvenes directoras expresan con sutileza las inquietudes de sus contemporáneas. En Entre las higueras (2021) la autodidacta Erige Sehiri escenifica los escarceos de unas jóvenes obreras y de sus homólogos masculinos. Una historia de amor y de deseo (2021), de Leyla Bouzid –formada en la Fémis (la escuela nacional de cine francesa), al igual que Ben Hania y Raja Amari–, da vida a una estudiante tunecina en París y a su deseo por el hijo de un inmigrante argelino. Estas películas han tocado la fibra sensible de los jóvenes tunecinos, como ya lo hizo Apenas abro los ojos (2015), de Bouzid, con la historia de una joven cantante enfrentada al Estado policial en vísperas de su caída.
Un diván en Túnez (2019), de Manele Labidi, fue apreciada por su humor y su suculenta galería de retratos de este lado del Mediterráneo. Menos del otro. Labidi se crio en Francia, y es una iraní (Golshifteh Farahani) quien interpreta el papel de la psicoanalista que regresa a Túnez. Sonia Ben Slama también creció en Francia, pero regresó a la tierra de sus orígenes para filmar a las machtat, estas mujeres que celebran bodas cantando y luego vuelven a vivir sus complicadas vidas conyugales. Ben Slama tardó cinco años en ganarse la confianza de sus personajes... Su documental, junto con otras muchas películas (3), es un buen augurio para el futuro del cine tunecino.